David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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—dijo Barkis estrechándome la mano—. Soy su amigo; lo ha hecho usted todo muy bien, y todo va bien.

      En su deseo de explicarse con particular lucidez, Barkis se puso tan extraordinariamente misterioso, que hubiera podido permanecer mirándole a la cara durante una hora sin sacar más provecho que del cuadrante de un reloj parado. Pero Peggotty me llamó, y me alejé.

      Mientras andábamos, me preguntó lo que me había dicho Barkis, y yo le contesté «que todo iba bien».

      -¡Qué atrevimiento! —dijo Peggotty-. Pero me tiene sin cuidado. Davy querido, ¿qué te parecería si pensara en casarme?

      -¿Me seguirías queriendo igual? -dije después de un momento de reflexión.

      Y con gran sorpresa de los que pasaban, y de su hermano y sobrino, que iban delante, la buena mujer no pudo por menos de abrazarme asegurándome que su cariño era inalterable.

      -Pero ¿qué te parecería? -insistió cuando estuvimos otra vez en camino.

      -¿Si pensaras en casarte… con Barkis, Peggotty?

      -Sí -dijo Peggotty.

      -Pues me parecería una buena idea; porque, ¿sabes, Peggotty?, así tendrías siempre el caballo y el carro para venir a verme, y podrías venir sin que te costase nada.

      -¡Qué inteligencia la de este niño! -exclamó Peggotty-. Eso es precisamente lo que yo estoy pensando desde hace un mes. Sí, precioso, y también pienso que así tendré más libertad, y que trabajaré de mejor gana en mi casa que en la de cualquier otro, pues no sé si me acostumbraría a servir a extraños, y así continuaré cerca de la tumba de mi niña querida -dijo Peggotty a media voz-, y podré ir a verla cuando me dé la gana, y si me muero me podrán enterrar cerca de ella.

      Después de decir esto, guardamos un momento silencio los dos.

      -Pero no quiero ni pensar en ello -dijo Peggotty con cariño- si contraría en lo más mínimo a mi Davy. Aunque se hubieran publicado las amonestaciones treinta y tres veces y ya tuviese el anillo de boda en el bolsillo…

      -Mírame, Peggotty, y verás si no estoy realmente contento; es más, que lo deseo de todo corazón.

      -Bien, hijo mío -dijo Peggotty dándome otro abrazo-; no dejo de pensarlo noche y día, y creo que voy por buen camino; pero todavía tengo que pensarlo mejor y consultarlo con mi hermano; entre tanto, guardaremos el secreto, ¿eh, Davy?

      -Barkis es un buen hombre -continuó Peggotty-, y sólo con que trate de cumplir con mi deber estoy segura de que será mía la culpa si no nos encontramos «completamente a gusto» -dijo Peggotty riendo de todo corazón.

      Esta alusión a las palabras de Barkis era tan oportuna y nos divirtió tanto, que no dejamos de reír y estuvimos de un humor excelente cuando llegamos ante la casa de míster Peggotty.

      Todo lo encontré igual, excepto que quizá me pareció un poco más pequeño. Mistress Gudmige nos estaba esperando a la puerta, como si no se hubiera movido de allí nunca. El interior tampoco había cambiado; hasta el cacharro azul con las plantas marinas seguía en mi mesita. Di una vuelta a la casa y encontré las mismas langostas y cangrejos amontonados como de costumbre, con el mismo deseo de pincharlo todo y en el mismo rincón. Pero por más que busqué no encontraba a Emily. Por fin le pregunté a míster Peggotty dónde podría estar.

      -Está en la escuela-dijo enjugándose la frente al soltar la maleta de Peggotty-; pero tiene que volver enseguida -añadió mirando el reloj-; dentro de veinte minutos, o lo más media hora. Todos la echamos mucho de menos cuando no está, puedes estar seguro.

      Mistress Gudmige suspiró.

      -¡Alegría, vieja comadre! -gritó míster Peggotty.

      -Yo lo siento más que nadie -dijo mistress Gudmige-; soy una pobre criatura sin recursos, y ella es la única que no me contraría.

      Mistress Gudmige, suspirando y moviendo la cabeza, se puso a avivar el fuego. Míster Peggotty, mirándonos mientras no le veía, me dijo en voz baja, poniéndome la mano delante de la boca: «Es el viejo»; de lo que deduje, con razón, que desde mi última visita el humor de mistress Gudmige no había mejorado.

      El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto, y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily. Como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

      Pronto vi aparecer a distancia una figurita, y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido, pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules, me parecieron más azules que nunca, y su rostro más resplandeciente, y toda su persona más bonita y atractiva, y no sé por qué un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla. Esto me ha sucedido después más de una vez en la vida, si no me equivoco.

      Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo. Yo tuve que correr detrás de ella; pero corría tanto, que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.

      -¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.

      -Ya sabías que era yo, Emily.

      -¿Y tú acaso no sabías que era yo?

      Fui a besarle; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña, y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca.

      Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige, y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y sólo contestó riendo.

      -Es una gatita -dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

      -Eso es, eso es —exclamó Ham-. Sí, señorito Davy.

      Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.

      A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío, al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello. Era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser a la vez tímida y atrevida que me cautivó más que nunca.

      Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados después del té mister Peggotty, mientras fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño, que se lo agradecí con toda el alma.

      -¡Ah! -dijo mister Peggotty cogiendo los bucles de la niña y dejándolos caer uno a uno-. También ella es huérfana, ¿ve usted, señorito?, y este también lo es, aunque no lo parece -dijo dando un puñetazo en el pecho de Ham.

      -Si yo tuviera de tutor a mister Peggotty -dije sacudiendo la cabeza-, creo que tampoco me sentiría muy huérfano.

      -Bien dicho, señorito Davy -grito Ham con entusiasmo-; bien dicho, ¡viva! Usted tampoco lo sentiría, bien dicho, ¡viva! ¡viva! ¡viva!

      Y devolvió el puñetazo a mister Peggotty. Emily se levantó y besó a su tío.

      -¿Y cómo está su amigo, señorito? -me preguntó mister Peggotty.

      -¿Steerforth? -pregunté.

      -Ese es el nombre -exclamó mister Peggotty volviéndose a Ham-. Ya sabía yo que era algo parecido.

      ¡ -Usted decía que era Roodderforth -observó Ham riendo.

      -Bien -replicó mister Peggotty-, pues no andaba muy lejos. ¿Y qué ha sido de él?

      -Cuando yo lo dejé estaba muy bien, mister Peggotty.

      -¡Eso es un amigo!


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