David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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almacenes de Murdstone y Grimby estaban situados muy cerca del río en Blackfriars. Ahora han mejorado y modernizado aquello; pero entonces era la última casa de una calleja estrecha que iba a parar al río, con unos escalones al final que servían de embarcadero. Era una casa vieja, que por un lado daba al agua cuando estaba la marea alta y al fango cuando bajaba. Materialmente, estaba invadida por las ratas. Las habitaciones cubiertas de molduras descoloridas por el humo y el polvo de más de cien años, los escalones medio derrengados, los gritos y luchas de las ratas grises en las madrigueras, el verdín y la suciedad de todo, lo conservo en mi espíritu, no como cosa de hace muchos años, sino de ahora mismo. Todo lo veo igual que lo veía en la hora fatal en que llegué aquel día con mi mano temblorosa en la de mister Quinion.

      La casa Murdstone y Grimby se dedicaba a negocios muy distintos; pero una de sus ramas de mayor importancia era el abastecer de vinos y licores a ciertas compañías de barcos. He olvidado ahora cuáles eran, pero creo que tenían varios que iban a las Indias Orientales y a las Occidentales, y sé que una gran cantidad de botellas vacías eran la consecuencia de aquel tráfico, y que cierto número de hombres y muchachos estábamos dedicados a examinarlas al trasluz, a tirar las que estaban agrietadas y a limpiar bien las otras. Cuando ya no quedaban botellas vacías, había que poner etiquetas a las llenas, cortar corchos para ellas, cerrarlas y meterlas en cajones. A este trabajo me dedicaron con otros varios chicos.

      Éramos tres o cuatro, contándome a mí. Me habían colocado en un rincón del almacén, donde míster Quinion podía desde su despacho verme a través de una ventana. Allí, el primer día que debía empezar la vida por mi propia cuenta me enviaron al mayor de mis compañeros para enseñarme lo que debía hacer. Se llamaba Mick Walker; llevaba un delantal rojo y un gorro de papel. Me contó que su padre era barquero y que se paseaba con un traje de terciopelo negro al paso del cortejo del lord mayor. También me dijo que teníamos otro compañero, a quien me presentó con el extraño nombre de Fécula de patata. Más tarde descubrí que aquel no era su nombre; pero que se lo habían puesto a causa de la semejanza del color pálido de su rostro con el de la patata. El padre de Fécula era aguador, y unía a esta profesión la distinción de ser bombero en uno de los teatros más grandes de la ciudad, donde otros parientes de Fécula, creo que su hermana, hacía de enano en las pantomimas.

      Ninguna palabra puede expresar la secreta agonía de mi alma al verme entre aquellos compañeros, cuando los comparaba con los compañeros de mi dichosa infancia, sin contar con Steerforth, Traddles y el resto de los chicos. Nada puede expresar lo que sentía viendo desvanecidas todas mis esperanzas de ser algún día un hombre distinguido y culto. El profundo sentimiento de mi abandono, la vergüenza de mi situación, la desesperación de mi joven corazón al creer que día tras día todo lo que había aprendido y pensado y deseado y todo lo que había excitado mi imaginación y mi inteligencia se borraría poco a poco para no volver nunca. No puede describirse. Tan pronto como Mick Walker se iba, yo mezclaba mis lágrimas con el agua de fregar las botellas, y sollozaba como si también hubiera una grieta en mi pecho y estuviera en peligro de estallar.

      El reloj del almacén marcaba las doce y media y todos se preparaban para irse a comer, cuando míster Quinion dio un golpe en la ventana y me hizo seña de que pasara a verle. Fui, y allí me encontré con un caballero de mediana edad, algo grueso, con americana oscura y pantalón negro, sin más cabellos sobre su cabeza, que era enorme y presentaba una superficie brillante, que los que pueda tener un huevo. Se volvió hacia mí. Su ropa estaba muy raída, pero el cuello de su camisa era imponente. Llevaba una especie de bastón adornado con dos bellotas y unas lentes pendían fuera de su americana; pero más tarde descubrí que eran decorativas, pues no las utilizaba y no veía nada en absoluto si las ponía delante de sus ojos.

      -Este es —dijo míster Quinion señalándome.

      -¿Este -dijo el desconocido con cierta condescendencia en la voz y cierta indescriptible pretensión de estar haciendo algo muy distinguido, lo que me impresionó- es míster Copperfield? ¿Sigue usted bien?

      Le dije que estaba muy bien y que esperaba que él también lo estuviera. Estaba bastante mal e incómodo, Dios lo sabe; pero no era natural en mí quejarme en aquella época de mi vida. Así, dije que me encontraba bien y que esperaba que él también lo estuviera.

      -Muy bien, muchas gracias -dijo el desconocido- He recibido un a carta de míster Murdstone en la que me dice desearía recibiera en una habitación de mi casa que está ahora desocupada, en una palabra, que está para alquilar -dijo con una sonrisa y en un arranque de confianza- como alcoba, al joven principiante a quien tengo ahora el gusto…

      Y el desconocido, levantando la mano, metió la barbilla en el cuello de su camisa.

      -Es míster Micawber -me dijo míster Quinion.

      -Así es —dijo el desconocido-; ése es mi nombre.

      -Míster Micawber -dijo míster Quinion-; es conocido de míster Murdstone y recibe comisiones para nosotros cuando puede. Ahora míster Murdstone le ha escrito sobre tu alojamiento, y te recibirá en su casa.

      -Mi dirección -dijo míster Micawber —es Windsor Terrace, City Road; en una palabra -añadió con el mismo aire distinguido y en otro arranque de confianza-, vivo allí.

      Le saludé.

      -Bajo la impresión -dijo míster Micawber- de que quizá sus peregrinaciones por esta metrópoli no han sido todavía muy extensa y de que pueda usted encontrar alguna dificultad para penetrar en el arcano de la moderna Babilonia; en resumen -dijo míster Micawber en un nuevo gesto de confianza-: como podría usted perderse, tendré mucho gusto en venir esta noche a buscarle para enseñarle el camino más corto.

      Le di las gracias de todo corazón por la amistosa molestia que se quería tomar por mí.

      -¿A qué hora -dijo míster Micawber- podré … ?

      -A eso de las ocho —dijo míster Quinion.

      -Estaré a era hora -dijo míster Micawber-. Le deseo muy buenos días, míster Quinion, y no quiero entretenerle más.

      Se puso el sombrero y salió con el bastón debajo del brazo, muy tieso y canturreando en cuanto estuvo fuera de l almacén.

      Míster Quinion me aconsejó entonces muy seriamente que trabajara todo lo más posible en la casa, y me dijo que se me pagarían seis chelines por semana (no estoy seguro de si eran seis o siete; mi inseguridad me hace creer que primero debieron de ser seis, y después siete). Me pagó una semana por adelantado (creo que de su bolsillo particular), de lo que di seis peniques a Fécula para que llevara aquella misma noche mi maleta a Windsor Terrace; tan pequeña como era, pesaba demasiado para mis fuerzas. También gasté otros seis peniques en mi almuerzo, que consistió en una empanada de came y un trago de agua en una bomba de la vecindad, y pasé la hora que dejaban libre para las comidas paseando por las calles.

      Aquella noche, a la hora fijada, apareció mister Micawber. Me lavé la cara y las manos para corresponder a su elegancia, y nos fuimos juntos hacia nuestra casa, como supongo que la llamaré desde ahora. Mister Micawber, durance el camino, me hacía fijarme en los nombres de las calles, en las fachadas de las casas y en las esquinas, para que pudiera encontrar fácilmente el camino a la mañana siguiente.

      Llegamos a su casa de Windsor Terrace (que me pareció tan mezquina como él y con sus mismas pretensiones); me presentó a su señora, una mujer delgada y pálida, nada joven ya, que estaba sentada en una habitación (el primer piso estaba ya sin muebles y tenían echados los estores para engañar a los vecinos), dando de mamar a un niño. Este niño era uno de los dos mellizos, y puedo asegurar que nunca en toda mi intimidad con la familia vi a los dos mellizos fuera de los brazos de su madre al mismo tiempo. Uno de ellos siempre tenía que mamar. También tenían otros dos niños, uno de cuatro años y una niña, todo lo más, de tres. También había en la casa una muchacha muy morena que les servía. Tenía costumbre de resoplar, y me informó antes de media hora de que era huérfana y había salido del orfelinato de San Lucas para ir allí. Mi habitación estaba en el último piso, en la parte de atrás; una habitación pequeña, cubierta de un papel que parecía de obleas azules, y muy escasamente amueblada.

      -Nunca


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