La cronología del agua. Lidia Yuknavitch
Читать онлайн книгу.suicidarse, cuando yo tenía dieciséis, mi hermana tuvo el coraje de volver del santuario —la universidad— para ver si quería irme con ella. Que viniera y me preguntara de alguna manera bastó para poder sobrellevarlo durante dos años más.
Pensé en los secretos que había ido almacenando en mi cuerpo. La de veces que había salido gateando por la ventana de mi habitación para meterme en un coche. El fuego imparable entre mis piernas. No el suyo. Pensaba en el vodka. Casi ahogándome. Cuando me sentó en el sofá para decirme que era suya, yo ya estaba muy lejos de ser una hija. Una maleta negra tomaba forma y escribía mi historia en mis sueños. Sentía que había una fuerza entre nosotros. Era mi sexualidad, no la suya.
Nuestro enfrentamiento paternofilial tuvo lugar en el garaje una semana antes de irme, junto al coche familiar de mi madre y el Camaro Berlinetta de mi padre. Había ido al garaje a coger la maleta negra. Tenía en mente llevármela a mi habitación y llenarla hasta arriba. Cuando la encontré, deslicé la cremallera y me topé con su boca. Olía a tabaco. La abrí y vi que dentro había dos camisas de mi padre de algún viaje. Me quedé mirándolas hasta que sentí un hormigueo en el cuello. Cogí un trozo de tela de una de ellas y me lo metí en la boca y lo mordí con todas mis fuerzas, tanto que me tembló la cabeza. Luego las cogí y salí a tirarlas a la basura.
Cuando volví, rebusqué en todos y cada uno de los compartimentos de la maleta: un tubo de pastillas de menta; parte del envoltorio de un paquete de tabaco; un peine; dos condones… La levanté y la agité. Por fin estaba vacía de él. Le cerré la boca. Me levanté para llevar la maleta a mi habitación y entonces apareció allí. Lo escuché antes de verlo y, cuando me di la vuelta, estaba debajo de la bombilla del garaje, que se balanceaba solitariamente, con la cabeza iluminada de una forma extraña. Luego se puso a gritar, un rollo lento y absurdo que acabó resonando enseguida como un rugido, igual que el motor de un Camaro Berlinetta. Me llamó puta, nombró mis pecados, enumeró todos mis errores, mis defectos y mis comportamientos vergonzosos, todas las cosas malas que me habían acabado arrastrando a ese momento entre padre e hija.
Puede que todo fuera verdad. Puede que tuviera razón. Puede que, como él decía, acabara siendo una puta fracasada. Pero era buena nadando. Y él no.
En un momento dado, me cogió del brazo; aunque sentí cómo se me iba formando un moratón, no solté el asa de la maleta. Si hubiera querido, podría haberle dado con ella en la cabeza en cualquier momento. Por alguna razón, esa noche, mi remordimiento y mi miedo de niña habían desaparecido. Me imaginé que era un niño, el hijo de otra persona. No tienes ni idea de hasta dónde llegaré, hijo de puta.
Lo miré a los ojos. Azul sobre azul.
Noté que se me ensanchaban los hombros y que se me pronunciaba la mandíbula. Tenía la adrenalina a mil por hora, como antes de una carrera. Nada de lo que me dijo hizo que me viniera abajo. Y creo que se dio cuenta, porque cambió de rumbo y empezó a hablar airadamente de lo que le estaba haciendo a mi madre. ¿Es que quería que mi marcha acabara con ella? ¿Como la mierda de mi hermana, que era una egoísta? ¿Así era yo? ¿Una puta egoísta que quería acabar con mi madre? ¿Pensábamos mi hermana y yo, unas gilipollas engreídas, que éramos superiores al resto?
Sí, mi hermana y yo éramos unas egoístas. Queríamos nuestra propia identidad. Ni la ira ni el amor iban a detenernos. Eso fue lo que dije.
Que
te
jodan,
gilipollas.
Volví a decirlo, más alto, y una vez más, hasta que acabé gritándolo, a pleno pulmón de nadadora. Entonces le dije: «Quítate de en medio, sádico de mierda», y columpié la maleta hacia atrás. Todo él se cernió sobre mí, alzó el puño, con los nudillos blancos y la cara roja, y apretó los dientes y los ojos, esos ojos de padre llenos de ira…, e hice lo que estaba destinada a hacer. Me incliné hacia él hasta estar lo más cerca posible de su cara y le dije que lo hiciera, con la maleta en guardia.
Soné igual que él.
Parecía que estábamos a punto de morir. Pero lo único que me hizo falta para salir de allí era mi propio cuerpo. Lo escuché resollar detrás de mi imponente espalda. Y me planteé qué pasaría si me diera un puñetazo en la parte de atrás de la cabeza. Pensé que podría soportarlo.
Me llevé la maleta a mi habitación. Entré, cerré la puerta y me quité la ropa. Olía a cloro y a sudor. El calor veraniego se colaba por la mosquitera de la ventana. Apoyé la cabeza en la almohada, expectante. Oí un coche pasar. Oí a un perro ladrar. Oí el viento estremecerse en los arbustos que había debajo de la ventana. Y cigarras. Y ranas. Me quedé esperando, alerta, hasta que me cansé. Me llevé la mano a la entrepierna y separé los labios. Estaba mojada. Empecé a deslizar los dedos en círculos, rápido y con fuerza. Cerré los ojos. Pensé en Sienna Torres metiéndome los dedos en el coño, bien abierto, tan abierto como una boca gritando «hijo de puta». La corrida fue tal que aquello salió disparado. Esa noche aprendí que el cuerpo de una chica era capaz de hacer eso: disparar flujo.
Lo primero que metí en la maleta negra fue una petaca y una caja con lo que en su momento fue pelo de mi madre.
Liberación
Nacer tiene muchas implicaciones, como cuando dejamos atrás una vida para empezar otra nueva o lo que se siente al coger un avión para dejar atrás el hogar familiar con dieciocho años mientras ves el aeropuerto menguar seguido de la tierra encogida y de la mierda de franja de arena que es Florida, alejándose hasta desaparecer. Una niña ligera como el agua surcando el cielo.
Iba a Lubbock, en Texas. Cuando llegué allí, fuera lo que fuese aquel lugar, me sentí por fin liberada. Mi propia habitación mis propios amigos mi propia comida mi propio alcohol mi propia música mi propio sexo mi propio dinero mis propios pensamientos mi propio cuerpo mi mi mi propia libertad para ser quien quisiera donde quisiera y como quisiera. Todo eso emergió como un volcán dentro de mí, como si algo que hasta entonces había estado reprimido en lo más profundo de mi cuerpo necesitara explotar. Como se sienten todos los universitarios, aunque éramos pocos los que llevábamos la ira escondida en la piel y los huesos. Cuando el avión aterrizó en Lubbock mi entrenadora de natación me estaba esperando en el aeropuerto. La mujer que pagó por mí.
Me llevó un par de semanas adaptarme a Lubbock.
Hasta mayo de 2009, aquel sitio, amigos míos, había sido un lugar seco. No me refiero a árido, aunque es lo bastante árido como para sentir que te ahogas. Estaba prohibido beber alcohol, excepto en bares y restaurantes a ciertas horas. Para conseguir alcohol había que conducir veinticinco minutos o más hasta una licorería. Luego volvíamos, metíamos la carga sigilosamente por la noche, nos colábamos por la entrada lateral de la residencia de las chicas y subíamos varios tramos de escaleras con maletas enormes llenas de cervezas o con botellas metidas dentro de los pantalones.
Vivir en Lubbock era extremo: había un olor a mierda de vaca tan penetrante que hacía que te llorasen los ojos y que daba unas peculiares arcadas, y tormentas de aire caliente y polvo naranja que impedían hasta que te vieras las manos; si te aventurabas a salir, era como si te atacaran unos pequeños alfileres endemoniados y perversos.
Avenida Q, plaza de Buddy Holly. Una estatua grande de bronce de Buddy Holly. Búscala en Google. Buddy está rodeado por unas placas en honor a grandes artistas como Waylon Jennings y el respetable Mac Davis. La primera semana de septiembre se celebra el Budfest, que conmemora el cumpleaños de Buddy Holly. Durante el festival, los habitantes del oeste de Texas se disfrazan de Buddy y de su mujer, se emborrachan y… pegan gritos.
Prairie Dog Town. Imagina un terreno muy grande en medio de la nada rodeado por un muro de cemento que llega hasta la rodilla. ¿Qué hay dentro? Muchísimos agujeros en la tierra. ¿Y en los agujeros? Perritos de la pradera. Vaya, si estabas sentado en el murete de cemento borracho y colocado en mitad de la noche, lo que tocaba era apuntar con la linterna y tirarles piedras a la cabeza. Como el típico juego de los topos en las ferias, pero en gigante. ¿No es genial?
Sí. ¿Y qué hay de lo llano que es? Si pegas un salto ves Dallas.
Lubbock.