La cronología del agua. Lidia Yuknavitch
Читать онлайн книгу.toda esa belleza se descomponía en su interior porque él pensaba que era un mierda. Y pensar que era un mierda acabó transformándolo en alguien totalmente opuesto a mí, el hombre más pasivo del mundo, sobre todo cuando estaba rodeado de mucha energía o de conflictos. Y básicamente eso era yo, en persona.
Y cuando mi ira aparecía, él… pues se quedaba dormido.
Es la única persona que conozco que se quedaba dormida en medio de una discusión, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos cerrándosele justo cuando te acercabas al momento de la victoria. No conozco a nadie a quien le pase eso aparte de él. Me ponía de los nervios. Toda mi poderosa energía sin ningún lugar por el que salir. Estuve a punto de implosionar o de desaparecer por combustión espontánea muchísimas veces.
Philip se crio en una familia cristiana baptista del sur muy numerosa en la que todos cantaban, y tenían por costumbre entonar a coro himnos cristianos en el porche de su casa haciendo armonías con las voces. Su padre era la voz principal y su hermano mayor la segunda, y las otras tres personas aparte de Philip eran sus hermanas, por lo que la tercera voz recaía sobre sus escuchimizados hombros. Así que, a ver, ¿cuántas putas veces puedes llegar a cantar I’ll Fly Away o la temida Amazing Grace? No me extraña que estuviera tan cansado.
Y aquí viene la razón de por qué son relevantes los micromovimientos del historial sexual de las mujeres. El hermano mayor de Philip ya había pasado por el rechazo a Dios, se había ido de casa, se había convertido en un músico que fumaba marihuana, había tenido una familia, había vuelto al redil y había dejado atrás su pasado amoroso. Pero Philip justo acababa de colisionar con el rechazo a Dios, se había ido de casa, se había convertido en un artista que fumaba marihuana y cargaba con un sentimiento de culpa más grande que Texas. Él era la oveja negra, incapaz de entonar himnos en el porche con los demás.
Por mi parte, yo cargaba en secreto con el remordimiento.
Cuando Philip prefería que le hiciera una paja en vez de follar y yo era incapaz, incapaz, incapaz, y cuando yo quería hacerle una mamada y él no me dejaba, no me dejaba, no me dejaba, veíamos nuestras heridas en el cuerpo del otro. Nuestra sexualidad se basaba en la culpa personificada en un hombre guapo y bueno y en el remordimiento personificado en una niña cabreada.
La noche que finalmente me dejó ponerle la boca encima estaba sonando Comfortably Numb, «la comodidad del letargo», que él mismo había estado tocando antes de acabar colocadísimos. Tener su polla dentro de mi boca hizo que me sintiera exculpada. No sé por qué. Pero una vez lo hube convertido, empezó a ir conmigo a cualquier sitio cuando se lo pedía.
Allí estábamos esa noche, rompiendo rodeados de nieve. Un plano fijo de la ira ebria con la cabeza gacha hacia la amable belleza. Bueno, pues se me fue un poco la olla, algo que me pasaba a menudo entonces, y empecé a discutir con él. No sé por qué. Recuerdo estar mirándole la coronilla y pensar: «Míralo, es un ángel», y, acto seguido, querer escupirle en la cabeza. Ya he dicho que no sé por qué. ¿Por qué comía papel de pequeña cuando tenía miedo? Tenía las bragas mojadísimas y la cabeza me daba vueltas, y tenía frío y calor a la vez, y aquello era precioso, todo nevado y llano y tranquilo y la música.
Así que fui a muerte. Es decir, se lo arrebaté al aire frío y oscuro con la misma facilidad con la que él tocaba de oído y lo envolví en ira injustificada y aliento a vodka y lo proyecté sobre su desprevenida coronilla; estuvo a punto de partirse el cuello. Como las veinteañeras que airean sus sentimientos con toda persona nueva que conocen. Chicas con heridas abiertas. Chicas a puñetazo limpio.
Y discutimos, yo por lo menos. Philip me eludía y refunfuñaba. Fuimos así hasta la ranchera, una tartana amarillo vómito de la marca Pinto con paneles que parecían de madera, y seguí discutiendo dentro del coche, y a él le tocó conducir con la ventanilla abierta porque estábamos mal de pasta y no podíamos arreglar el limpiaparabrisas, y estaba nevando. Iba sacando y metiendo la cabeza por la ventanilla para ver la carretera a la vez que se defendía, pero eso no me detuvo, ¿por qué iba a hacerlo? Más bien me crecí; me puse a gritar más fuerte y me puse más cachonda y me salió la rubia tonta que llevo dentro, el caos. Mi voz y mis manos, cada centímetro de mi piel, rezumaban la ira y el asedio de la voz de mi padre.
Philip es sinónimo de alguien a quien le encantan los caballos. O de hermandad. Gritar no formaba parte de él.
Y ahí fue cuando pasó.
Durante el crescendo de la ópera de mi ira. En el puto Pinto. A punto de correrme.
Se quedó dormido.
El coche empezó a ir más despacio y se ladeó ligeramente hacia el arcén, hasta que se quedó parado, y su cabeza cayó suavemente sobre el volante.
Recuerdo que me quedé un momento mirándolo fijamente, atónita por lo que acababa de pasar, observando con atención lo bonitas que eran su cara, su boca y sus cautivadoras manos de largos dedos…, consciente de que jamás podría seguir con un chico así porque la velocidad de corte de mi ira y mi confusión acabarían comiéndoselo vivo…, y sintiéndome tan triste como una chica que sabe que nunca tendrá a un chico así…, llorando… La luz verdiamarilla de las filas de farolas parpadeaba sobre nosotros… Entonces volví en mí y me puse a gritar a pleno pulmón: «¡Despierta, gilipollas! ¡Te has quedado dormido, joder! ¡Casi nos matamos por tu puta culpa!».
Después salí del Pinto, pegué un portazo y eché a correr con mis botas militares por un callejón nevado que había detrás de la casa nevada de algún desconocido. Corrí a trompicones sin parar por la nieve, entre el llanto y la risa, con las mejillas llenas de chorretones de lápiz de ojos e intentando meter la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta de cuero negra para sacar la petaca de vodka, sin volver la vista hacia la tartana con paneles de madera de mentira en la que estaba él, durmiendo, ¿o cantando?
Qué gran frase, ¿verdad?
Qué gran final.
Pero la vida no es una canción de James Taylor y las chicas como yo no huyen por la nieve y desaparecen.
No lo dejé con él esa noche.
Cuando lo dejamos definitivamente…, bueno, digamos que no tuvo nada que ver con ninguna canción de James Taylor. Y lo que hicimos estando inmersos en la ira, el amor y el sueño, lo que vivió y murió entre nosotros, aún sigue atormentándome.
Aquel dramático desenlace no era más que el principio.
Al final conseguí que se casara conmigo.
El otro Lubbock
Uno de los nadadores de los Red Raiders era camello. Creo que nunca vi a Monty sin estar fumado. Tenía la piel cenicienta y estirada, como suelen tener los músculos los deportistas. Siempre tenía ojeras. Tenía agujeritos en la cara. No vivía en la residencia, sino en una casa que compartía con dos chavales que no eran nadadores. Tenían un sótano en cuya puerta había una hoja de marihuana con una cara sonriente en medio. El paso estaba restringido, para entrar tenías que llamar a la puerta de una forma concreta.
Dos.
Tres.
Uno.
La primera vez que fui al sótano de Monty iba con Amy. Entramos en cuanto abrió; aquella noche éramos las únicas chicas. Íbamos buscando algo de riesgo. Me sentí rara por un segundo. Pero, curiosamente, enseguida dejé de sentirme así. Aparte de nosotras creo que había cuatro chavales. Uno estaba también en el equipo de natación. Cuando lo vi no discerní si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero él sonrió, asintió y saludó con la mano.
La habitación estaba oscura, y no solo por las paredes pintadas de negro y llenas de cosas fosforescentes y de neón que brillaban en la oscuridad. La alfombra de pelo era de color rojo oscuro. Había un sofá viejo color mierda, tres lámparas de lava y tres pósteres: el Che, Jimi y Malcolm. En una esquina había un acuario con un buen puñado de tetras y un pez ángel que desprendía un brillo verdiazulado. Había una nevera pequeña, varias pipas de cristal y una mesa de centro enorme llena de cosas que es mejor no nombrar. Sonaba One Love.
Monty