Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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rostro hermoso de María Ignacia causaba admiración en el hispano galo. Crisanto la imaginaba como una muñeca de porcelana fuera de una vitrina.

      —Te ha sentado muy bien el matrimonio, Güera. ¡Luces radiante!

      —¿Estará algunos días por acá?

      —Eso depende de qué aventura se me presente, Güera. No veo a su marido por ningún lado.

      María Ignacia refrescaba su rostro con un fino abanico con pedrería. Con el mismo cubrió sus labios para discretamente musitar: —Anda de viaje como siempre. Se la vive en Puebla con el ejército virreinal.

      Crisanto aprovechó la llegada de un mesero con copas en su charola. El galo tomó dos, extendió una para María y continuaron su amena charla en una esquina del jardín.

      —Me gustaría verte a solas, Güera.

      María Ignacia sostuvo su copa en los labios. Sin quitarle la mirada de encima le contestó con una exquisita coquetería:

      Mañana a las once de la mañana en mi casa. Te espero.

      —Ahí estaré puntual, preciosa.

      María Ignacia chocó su copa con la del galo. Sabía que no podía quedarse mucho tiempo con un solo invitado para no despertar habladas innecesarias entre las demás invitadas.

      El enorme portón de madera de la casa de la Güera sonó con el golpeteo, ocasionado con la maciza manija metálica con figura de león que colgaba del centro de la misma. Crisanto no esperó mucho ahí, al abrirse la misma por una de las singulares criadas.

      —¿Qui si li ofrece, al siñor? —dijo la sirvienta, tan baja de estatura, delgada y morena que Crisanto la imagino como un mono uniformado.

      —Busco a tu patrona. Soy el señor Giresse.

      La sirvienta, sobre avisada sobre esta importante visita, lo dejó entrar sin preguntar más.

      —Es usted muy puntual Crisanto.

      Crisanto quedó deslumbrado de la belleza de Ignacia. Los rayos del sol, en el patio central de la casona, golpeaban plenos sobre sus rizos dorados, como si los mismos hubieran llegado del mismo astro rey, a anidarse sobre su cabeza como una extraña Medusa heliaca. El talle de su cintura era estrecho, como el de una señorita, a pesar de ya tener una hija pequeña de brazos. Su vestido resaltaba sus aprisionados pechos como si amenazaran botarse por la presión asfixiante del ajustado escote.

      —Te confieso que me inquieta un poco el estar en la casa de una señora de sociedad. La gente puede imaginar cosas al no estar el marido presente.

      María Ignacia lo tomó de la mano y lo encaminó a una banca de piedra que se encontraba en el patio central, flanqueado por altos arcos de ladrillo rojo, con cañones botaguas en la parte superior.

      —A mí me tiene sin cuidado lo que diga la gente, Crisanto. Además de que no estamos solos: tres sirvientas y un mocito viven conmigo.

      Un atrevido colibrí se acercó a una irresistible rosa del jardín, sin percatarse de los intrusos en su vergel.

      —Eres una mujer muy bella, María. Qué hombre tan afortunado debe ser tu marido.

      —Te pido de favor no hablar de él. Estamos tú y yo, y no tiene sentido distraernos en un hombre que presta más atención a otros asuntos que a su familia.

      Crisanto clavó su mirada cortesana en los ojos de la Güera. María Ignacia le sostuvo el encuentro visual como aceptando el desafío. Los dos se gustaban, y a la Güera parecía no importarle nada el estar en su casa con un hombre que no era su marido.

      —Eres un hombre muy diferente, Crisanto. Eres guapo, pero diferente.

      —¿Diferente? Explícate mejor, Güera.

      —Es como si tuvieras fusionada la belleza femenina y masculina en tu persona. Eres como un ángel. Eres muy guapo y también podrías ser muy hermosa. Dios te agració con la belleza.

      —Tú eres muy hermosa, María. Desde aquel día que te conocí, no te he podido sacar de mi cabeza. Lamento el hecho de haberte conocido el día de tu boda y no antes, para evitar que cayeras en manos de tu marido.

      —Ya te dije que no hablemos de mi marido. Ven, hay algo que quiero mostrarte.

      La Güera lo encaminó a un cuarto en una esquina del enorme patio. El mocito, que en ese momento fungía como jardinero, los miró como si no existieran. La discreción de los empleados de la Güera era como un juramento ante ella, de jamás decir lo que veían y oían. La Güera recompensaba muy bien esa preciada lealtad con dinero y privilegios.

      Una vez adentro, la Güera cerró la puerta del rústico salón. Crisanto sonrió complacido de saber lo que aquello significaba.

      —Qué mejor lugar para hacer de las tuyas que en tu propia casa y no exponerte a las habladurías de la gente en la calle.

      —Aquí soy la reina y hago lo que quiero, amigo.

      Los dos se unieron lentamente en un tierno abrazo. Crisanto la besó con ardiente pasión. Un beso de unos cuantos segundos, que parecieron eternizarse, como si el tiempo les diera una concesión especial, y cada minuto se extendiera al triple. Crisanto bajó el escote del elegante vestido, poniendo en libertad los aprisionados pechos de su amada. Crisanto los tomó con sus manos como si fueran dos tiernas palomas. Sus dedos pellizcaron suavemente sus pezones rosados hasta levantarlos al unísono con su propia erección. Crisanto puso su cara en medio. En cada mejilla sentía la esplendorosa sensación de la tersura de sus cálidos pechos. Después los besó y succionó como si fuera un lactante hambriento. La Güera parecía enloquecer de placer al hundirse en esa placentera sensación. Sin ninguna prisa María se despojó de todas sus prendas, una a una, hasta quedar completamente desnuda. Crisanto sabía que era un bendecido de los dioses al presenciar este espectáculo terrenal, por lo que cualquier jeque árabe daría toda su fortuna por contemplar unos cuantos segundos.

      Crisanto la recostó bocarriba sobre una mesa de madera, donde había un frutero repleto de lo mejor de la temporada. Con su mano derecha aplastó entre sus dedos un jugoso mango de Manila y embarró su pulpa y jugo sobre los pechos y pubis de su princesa. El sabor afrutado de las partes íntimas de la Güera era paladeado con frenesí por el franco hispano, quien bajó sus pantalones para proceder al empalamiento de la Güera de la calle de San Francisco. El rostro excitado de la Güera, con sus blancas piernas de porcelana sobre los hombros de su aventurero, se frunció al sentir en el fondo de sus entrañas el enorme falo del hombre que sabía lo que ella quería, y lo había adivinado desde que se vieron el día de su boda. Aquella placentera sensación se prolongó por varios minutos, mientras el atrevido galo le embarraba el jugo de otro mango y una mandarina. La Güera se apartó para retribuir a su amado algo del intenso placer que ella sentía. Sobre la mesa, con cada uno con la cabeza en la intimidad del otro, la Güera descubrió detrás del escroto del galo una vulva rosada, hinchada y húmeda de placer. Su amado tenía la bendición divina de poseer plenamente los dos sexos y sin suspender lo que hacía recompensó a su amado con doble satisfacción oral, en una extraña sensación que jamás la Güera olvidaría. Nunca había tenido una experiencia lésbica y sin embargo en aquel hombre encontraba ambos sexos, y el galo ni se inmutaba, compartiendo ese secreto que jamás escaparía de sus labios. Crisanto después de sentir un explosivo orgasmo femenino procedió a alcanzar uno masculino, tomando a la Güera en cuatro, hasta que ambos cayeron exhaustos sobre un colorido tapete de Temoaya en una esquina del cálido salón.

      La puerta del salón sonó con varios golpes de alerta. La Güera se incorporó como impulsada por un resorte. Bonifacia, con respiración agitada, le informaba que afuera se encontraba el carromato de su esposo. Crisanto se puso su saco y con las botas y pantalones en la mano trepó ágilmente la azotea de la casa ante la admiración y complicidad de


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