Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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viniera a trabajar aquí.

      —¡Qué sorpresa, Martín! Estas muy alto y bien parecido, muchacho cabrón.

      Martiniano era alto, de gruesa espalda y cintura angosta, lo que le daba un toque de gladiador romano. Su cabello era negro y encrespado, con un rizo que luchaba por a momentos eclipsar su penetrante mirada. Era un hecho que los difuntos padres del muchacho debieron ser bien parecidos porque el cochero atraía las miradas de todas las mujeres de la fiesta, robándole unas pocas de seguidoras al Don Juan de Crisanto.

      Martiniano al hablar, volteó hacia donde estaba la festejada. El cruce de miradas fue perfectamente leído y entendido por Crisanto, quien le comentó jocoso:

      —¿No me digas que ustedes dos... se entienden?

      La mirada de complicidad de Martiniano lo dijo todo. —¡Cuídate mucho muchacho! Si don Anselmo los descubre, te matará.—Lo haré, don Crisanto, y le juro aquí frente a usted, que es mi amigo de mi padre, que Elena no se casará con ese infeliz riquillo.

      Crisanto bebió todo el resto de su copa de un jalón. Su mente experimentada se imaginó en unos segundos, como una negra nube en el horizonte, todo lo que se le podría venir al galano hijo adoptivo de Hidalgo.

      —¡Qué Dios te cuide, hijo!

      El 9 de diciembre de 1796, el virrey Miguel de la Grúa inauguró la base donde en casi una década se colocaría el majestuoso caballito con Carlos IV tomando las riendas. Por un tiempo habría un provisional caballito de madera para recordar a la gente que el magno proyecto estaba en camino en manos del afamado Manuel Tolsá.

      La ceremonia fue un evento magno donde se reunió lo más selecto de la sociedad criolla y española del momento. El virrey escogió ese día por ser precisamente el cumpleaños de doña María Luisa, la reina de España. Si Manuel Godoy, el suertudo cuñado del virrey, la mantenía contenta en donde el Rey se quedaba corto, ¿por qué el marqués de Branciforte no haría su tanto en la Nueva España, engalanándole el día con este magno evento? El virrey acuñó monedas conmemorativas2 para que el día fuera recordado por años.

      La verdad es que detrás de esta cortina de humo se escondía el gran temor que el virrey sentía a los ingleses, a los que España había declarado la guerra un par de meses atrás, el 5 de octubre de 1796 para ser más preciosos. Branciforte temía un ataque por Yucatán y Veracruz y debía armarse bien para repelerlo. España había permitido a los ingleses explotar la riqueza de maderas de los bosques de Belice, y como acostumbraban, no habían respetado lo dicho, expandiéndose más de lo acordado. Don Arturo O’Neill, gobernador de Yucatán desde 1793, sabía perfectamente que los ingleses no habían cumplido con las estipulaciones del tratado de Londres, y quiso aprovechar la oportunidad de la guerra para armar una expedición contra Walix y desalojar de allí a los ingleses.

      La ceremonia de inauguración siguió su curso en el Palacio Virreinal. El día comenzó con el lanzamiento de salvas de artillería al emerger el sol entre las montañas. Poco a poco se empezó a poblar la plaza de gente que venía de muy lejos y deseaba apartar su lugar lo más cerca posible del pedestal.

      Al cuarto pasado de las ocho de la mañana, la plaza ya estaba rodeada de un buen número de tropas de infantería y caballería de regimientos de Puebla y Toluca, y con no poca infantería de la capital. Miguel de la Grúa, acompañado de lo más selecto de la nobleza y tribunales, desde el balcón principal del palacio virreinal hizo una señal con un pañuelo y el velo que cubría la estatua fue retirado. Mas salvas acompañaron este solemne momento. El caballito de madera con su jinete lucía imponente sobre el pedestal. El sólo pensar que uno de metal lo sustituiría pronto, emocionaba a los presentes.

      Sobre el pedestal de la estatua se leía con letras de bronce dorado, la siguiente inscripción en castellano, compuesta por el mismo Virrey:

       A CARLOS IVEL BENEFICO EL RELIGIOSORETDE ESPAÑA Y DE LAS INDIAS ERIGIÓ Y DEDICÓESTA ESTATUAPEREMXE MONUMENTO DE SU FIDELIDAD Y DE LA QUE ANIMAA TODOS ESTOS SUS AMANTES VASALLOS MIGUEL LA GRUAMARQUES DE BRANCIFORTEVIREY DE ESTA N ESPAÑAAÑO DE 1796(3)

      El virrey y su esposa bajaron del balcón y entregaron monedas conmemorativas a la gente. Al frente de la moneda venían grabados los bustos de varios reyes y en el reverso la estatua como frente a sus ojos lucía en ese momento. Este noble acto causó mucho revuelo entre la gente de escasos recursos, que también hacía historia estando ahí en ese importante día.

      Después de develar la placa y mostrar la provisional estatua, la gente pasó a la catedral, donde el Arzobispo Alonso Núñez de Haro cantó misa de pontifical y predicó un largo sermón conocido ese día como el Sermón del Caballito.

      Después la misma comitiva zalamera marchó a la garita de San Lázaro, donde el Virrey develó una lápida que con letras de bronce decía que en aquel día se comenzaba allí el camino de México a Veracruz, de que estaba encargado el Consulado, nombrándolo El Camino de Luisa; nombre que pronto quedaría en el olvido.

      El marqués de Branciforte, lleno de entusiasmo, tomó en sus manos varios instrumentos de albañilería y los entregó al tribunal del Consulado, en señal de la importante comisión que se le confería al lugar donde habían de fijarse los cimientos para dar principio a la histórica obra.

      También ese día el virrey autorizó el libre comercio de aguardiente de caña llamado Chinguirito, clandestino competidor de las bebidas españolas.

      Terminadas estas actividades, la comitiva fue invitada al palacio virreinal a comer y disfrutar una tarde agradable, charlando, bailando y contemplando los fuegos artificiales. Branciforte, una vez más, demostraba como con una mano robaba al pueblo y con la otra lo apapachaba, como si tranquilizara a un feroz animal con un pedazo de carne.

      Dentro de los invitados al festejo se encontraban Rodolfo Montoya y Crisanto Giresse, quienes un par de años atrás, habían estado en la memorable boda de la Güera Rodríguez, la distinguida rubia que por su alcurnia no podía faltar entre los invitados.

      —Debo estar loco para estar aquí con este mequetrefe ratero del virrey, cuando bien sabes que hace un año me despojó de una tabacalera y una casa en Valladolid —comentó Crisanto, encendiendo uno de sus cigarrillos, sin quitarle los ojos de encima al virrey.

      Rodolfo tomó un cigarrillo de la elegante cigarrera de plata de Crisanto.

      —El marqués sabe de tu enorme talento y capacidad de recuperación, Crisanto. ¡En algo se parecen! —Montoya reforzó su comentario con una palmadita de camaradería en el hombro de su amigo—. Si no fuera así, nunca te hubiera invitado a este evento. Ni a mí, que no me perdona que haya cuidado tanto a Fray Servando en la prisión de Ulúa. La guerra entre Francia y España(4) ha terminado, amigo. Irónicamente ahora Francia y España son aliados contra Inglaterra.(5) Su cuñado Godoy ha hecho una alianza con los galos para enfrentar a los ingleses.

      —No dudo que ese cabrón también despoje a los ingleses residentes en la Colonia de su patrimonio.

      —Es un hecho que lo hará. El marqués le saca plata hasta un burro pastando. Él y su cuñado Godoy son unas máquinas de sacar dinero.

      Crisanto se distrajo al ver a la Güera Rodríguez sola. Por nada del mundo desaprovecharía esta oportunidad enviada por el Altísimo.

      Los dos amigos se miraron con complicidad.

      —Discúlpame amigo, pero ahí hay una dama sola y Crisanto siempre está al tanto.

      —¡Adelante don cabrón! —repuso Montoya haciéndole un pase con la mano.

      —Un honor volverla ver, señora.

      Crisanto besó galantemente la mano de María Ignacia. La Güera se sonrojó al tener en frente al hombre que el día de su boda había perturbado sus sentidos.

      —¡Dos años sin verlo, don Crisanto Giresse!

      —Ando


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