Vientos de libertad. Alejandro Basañez
Читать онлайн книгу.encabezados por un capitán, un teniente y un alférez.
Ignacio Allende, luchando por sus sueños y el amor de Antonia, ingresaría al regimiento el 19 de febrero de 1796. Serviría en la tercera compañía, ubicada en San Miguel el Grande, con el nombramiento de teniente, bajo las órdenes del capitán José María de la Canal y Landeta y teniendo como alférez a Antonio de Apezteguía, ambos vecinos prominentes de los Allende Unzaga.
Cansado de comerciar vacas y borregos, Allende se compenetraría con el ejército del virrey para ascender socialmente a peldaños más altos. El pertenecer a los Dragones de la Reina lo ponía más cerca de casarse con Antonia y dar así una familia y apellido a Indalecio. Su juventud y el tiempo serían sus aliados para escalar puestos más altos en los turbulentos tiempos que se avecinaban.
La belleza de Amparo Salvatierra había cautivado a don Crisóforo Guerra a niveles de locura. Tres veces se habían visto al salir de misa. En las dos primeras sólo se saludaron. La primera ocasión sólo con un gesto, la segunda con una presentación formal de unos cuantos segundos. En la tercera ocasión caminaron y platicaron un poco alrededor de la plaza. En esta cuarta, la bella dama sorpresivamente accedió a visitar la mansión del enamorado, una hermosa hacienda a su cargo, en la salida al camino a Santa María de los Lagos (Lagos de Moreno). Don Crisóforo estaba a cargo de la hacienda del famoso conde del Teúl. Su patrón andaba de viaje con su familia en España. Crisóforo mantenía una vigilancia cerrada en la mansión del platero de Lagos con dos hombres fuertemente armados, uno en cada esquina del castillo.
—¡Impresionante hacienda, don Cris! ¿Es suya?
—No, pequeña. Sólo estoy a cargo de su vigilancia. Mi patrón es muy rico y anda de viaje. Cómo verás, es toda nuestra para disfrutarla al máximo. ¿Gustas una copa?
—¿Tiene coñac?
Don Crisóforo frunció el ceño con sorpresa. Una mujer que bebiera coñac era un caso raro. Con tranquilidad dejó su afilado sable a un lado de la mesa de fina caoba y se dirigió a la cantina. Tomó dos copas y una botella de Coñac Hennessy enfundada en una coraza plata que tenía grabado el apellido TEUL sobre ella, y regresó sonriente a su lado.
—Déjeme servir las copas, don Cris. Esa botella es una hermosura.
—¡Adelante primor! —mientras Amparo servía las copas, don Crisóforo la tomó por detrás de la cintura y le dio un beso cariñoso en su cuello. Amparo se estremeció con la bella sensación.
Amparo dejó las copas sobre la mesa y correspondió a Don Crisóforo con un suave beso. Al terminar le entregó su copa a su embelesado admirador y ambos brindaron.
—¡Salud mi amor!
—¡Salud, don Cris!
—Pídeme lo que quieras, princesa. Eres una reina.
—¿Lo que yo quiera, don Cris?
—Lo que tú quieras, pequeña. Si quieres la corona de Carlos IV, soy capaz de ir por ella al fin del mundo, todo con tal de complacerte.
Amparo sonrió divertida por lo chusco del halago. Sus hermosos ojos negros parecían lanzar fulgores hipnóticos sobre el viejo vigilante, un hombre cuarentón de ancha espalda y cabeza canosa como salpicada por la nieve. Su ancha nariz parecía arrancada de la imagen de un nativo de las selvas del Congo.
—Usted me halaga, don Cris. Se nota su experiencia en el trato con las damas.
—¿Dices que tus padres también andan en España y te dejaron sola por un tiempo?
—Así es, don Cris. Solita, pero con dinero para pasármela bien y no estar sufriendo carencias.
—¡Salud de nuevo Amparo! ¡Por nuestro amor!
Don Crisóforo puso su calluda mano izquierda sobre la pierna derecha de Amparo, mientras que con la derecha acariciaba su larga cabellera bruna. El agradable aroma de su cabello lo enervaba. La bella muchacha no hizo nada por quitarla. Algo había en aquel hombre maduro que le atraía mucho.
—Eres una mujer muy bella, Amparo. Soy un hombre muy afortunado en estar aquí con una princesa como tú.
—Lo mismo digo yo, don Crisóforo. Todo un administrador de esta imponente hacienda española. A su entera disposición como si usted fuera el dueño. ¡Qué orgullo!
Don Crisóforo acercó su rostro al de ella y ambos se unieron en un candente beso. El administrador se sentía dichoso de haber llegado a ese momento con una mujer tan joven y hermosa. La paciencia del cazador era debidamente recompensada.
La mano de don Crisóforo se deslizó lentamente bajo el vestido de Amparo. Una mano escrutadora que avanzaba lentamente entre sus piernas hacia su ansiada intimidad, lentamente, como lo hace una serpiente de cascabel al divisar un inocente lebrato entre la hierba.
Al llegar a la máxima intimidad de la jovencita, don Crisóforo soltó lo que palpó como si fuera un mortal áspid cuatro narices(1).
—¡Eres hombre! Me engañaste jijo de la chingada —gritó don Crisóforo exaltado.
Herido en su orgullo, corrió hacia la mesa para tomar el sable para salvar su escarnecido honor. Con una irreconocible cara de Belcebú, lo levantó amenazante con las dos manos, dispuesto a partir a Amparo en dos, cuando una punzada mortal en el estómago lo paralizó, segando poco a poco su vida.
—Me has engañado cabrón... ¡Ah me muero!... ¡Ah mi panza!... ah...
Don Crisóforo cayó muerto de bruces a los pies de la peligrosa mujer. El veneno vertido en la copa de su víctima había tenido un efecto fulminante, tal y como se lo había prometido la bruja negra Matilde. De su boca emanaba un ectoplasma espumoso como si fuera un perro rabioso.
—Qué bueno que el veneno actuó a tiempo, vejete asqueroso, si no hubiera tenido que cortarte el cogote y el pito con mi daga de plata, antes de que intentaras algo más conmigo. Dos violentas patadas en los testículos de la víctima, causaron un morboso placer en la asesina. El rostro de Amparo era totalmente otro, comparado con el de la dulce jovencita de unos minutos antes. En su perturbada mente se presentaban nítidas imágenes de un hombre mayor, acariciando su intimidad y abusando de ella de niña. El fantasma de aquel abusador, su padre, era un espectro que atormentaba su mente desde la infancia.
Sin perder tiempo se medió desnudó y llamó con un grito a uno de los compañeros de don Crisóforo pidiendo ayuda:
—¡No sé qué tiene! Se puso mal de repente —dijo Amparo al confundido guardia, cubriéndose sus diminutos pechos con una sábana.
El sorprendido guardia después de atisbar las tetillas de la dama, se arrodilló para sobarle el pecho a su tieso jefe, intentando resucitarlo. Al estar de espaldas sobre el suelo, Amparo lo atravesó por la espalda con el filoso sable del patrón. El guardia cayó muerto sobre el pecho de su patrón. Después de limpiar la filosa daga sobre las ropas del difunto, volvió a llamar al único guardia que quedaba y al entrar éste al salón, Amparo lo recibió por la espalda con un mortal sablazo que le cortó medio cuello, dejando la cabeza colgando del sangrante tronco, a punto de desprenderse por su propio peso. Una lluvia de borbotones sanguinolentos salpicó a la asesina y todo lo que se encontraba cerca. Amparo sonrió satisfecha, saboreando una gota de sangre que oportunamente cayó sobre sus labios carnosos. Su plan había culminado con éxito. La plata del conde del Teúl ya era suya. Con la ayuda su compinche vaciaría la bodega de las preciadas monedas de plata de los odiados dueños.
Amparo contaba con la ayuda de Cipriano Villalobos, su cómplice de confianza. Cipriano era un hombre de treinta años de edad, un ex minero que consiguió su libertad huyendo de las minas de la Bufa en Zacatecas, dejando tres guardias muertos en el camino a su apreciada libertad. Cipriano era buscado por las autoridades virreinales y con Amparo encontró un remanso para rehacer su vida de nuevo.
Cipriano era alto, de musculatura marcada, de cráneo rasurado