Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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conocido como Luis XVII, murió en 1795, a los diez años de edad, en una pútrida cárcel.

      (2) Durante su estancia en Colima quedó registrado que sólo bautizó a dos criaturitas y casó a 489 parejas de amancebados, apareciendo su firma en los tres libros de “informaciones matrimoniales”. Lo que nos indica su desbordada preocupación por hacer cumplir dicho sacramento.

      (3) Cuando se suscitó el movimiento insurgente en 1810, encabezado por Hidalgo, varios de sus más entrañables amigos colegas colimenses simpatizaron con él y hasta se sumaron a la lucha.

      (4) Hidalgo, no dispuesto a morir por una bala del herido esposo, le donó a doña Antonia unas pequeñas minas que había comprado por los rumbos de Tecalitlán, de las que ella tomó posesión a principios de 1793, cuando estaba por nacer la niñita que se llevaría el nombre de Mariana Francisca Teodosia Paula Gamba y Sudayre, y a la que los seguidores de Hidalgo apodarían como “La Fernandita”.

      (5) El nuevo soberano Carlos IV, al coronarse rey en 1788, comenzó a llenarlo de honores y títulos como cadete, ayudante general de la Guardia de Corps, brigadier, mariscal de campo, sargento mayor de la Guardia, ministro y otros más con el correr de los años. Malas lenguas decían que era por ser el amante de la horrible esposa del rey Carlos IV. En 1801 fue nombrado generalísimo, título jamás dado a alguien en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de gran almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima, y de presidente del Consejo de Estado.

      4 · Miguel de la Grúa, el virrey corrupto

       La Humanidad debe gratitud eterna a la Monarquía española, pues la multitud de expediciones científicas que ha financiado ha hecho posible la extensión de los conocimientos geográficos.

      Alexander von Humboldt

      La guerra entre Francia y España, después de la polémica ejecución de Luis XVI, estalló irremediablemente en 1793, viendo su fin tres años después. Aunque la conflagración tuvo lugar principalmente en Europa, las colonias españolas de América se vieron influenciadas por la tensión e influjo que ejercía la comunidad francesa en el norte de América, así como el abierto apoyo dado por Francia a los rebeldes triunfadores, en la nueva república independiente llamada Estados Unidos de América.

      El nuevo virrey, Miguel de la Grúa, prestamente encabezó la ofensiva española contra todo lo que fuera francés y sus principales afectados fueron 124 franceses radicados en la Nueva España. El 15 de enero de 1795, el virrey ordenó su inmediata aprehensión y despojo de propiedades.

      Dentro de los afectados se encontraba Crisanto Giresse, quien no daba crédito a lo que decía el documento que tenía en sus manos. El virreinato de la Nueva España ordenaba el inmediato embargo de sus bienes, por lo que el tabacalero hispano francés perdía todo lo invertido en su empresa tabacalera, más su casa de Valladolid. Para su fortuna, su herencia en monedas de oro se mantenía oculta en un lugar secreto, al que jamás llegarían las garras del ambicioso virrey.

      El cerrojo de la puerta del húmedo calabozo sonó con un rechinido siniestro. Crisanto se levantó inquieto de la destartalada cama de metal que se encontraba en la improvisada celda en el Palacio Virreinal. Todos los aprehendidos en la capital, y en las distintas ciudades del virreinato, habían sido despojados de sus bienes. Algunos ya habían sido liberados por la férrea disposición del ambicioso virrey. Dos guardias lo condujeron al imponente despacho donde lo esperaba el ministro del virrey, un hombre enjuto y calvo, que más parecía un insepulto vuelto a la vida por una extraña hechicería, que el hombre de confianza del virrey.

      —Don Crisanto Giresse. Espero que este encierro le haya hecho cavilar sobre su delicada situación ante el gobierno del marqués de Branciforte —dijo el circunspecto ministro, llenando dos copas de vino y ofreciendo una a su prisionero.

      —¡Excelente vino, señor ministro!

      —Incautado de las cavas de los malditos franceses, que se pasan confabulando contra el gobierno virreinal con sus ponzoñosas ideas revolucionarias. El virrey debería pasarlos a todos por las armas, para de una vez por todas acabar con el peligro que implica el tenerlos aquí.

      —Tendría que empezar conmigo, ahorita mismo, señor. Soy mitad francés y mitad español, y tengo muy frescas las ideas revolucionarias que segaron la vida de los reyes de Francia.

      —Lo sé, Crisanto. Créame que con gusto lo haría, pero el virrey ha ordenado su inmediata liberación.

      —¿Adónde quiere llegar este incompetente, incautando el patrimonio de la comunidad francesa?

      El ministro explotó en furia, arrojando su copa contra la pared, haciéndola añicos.

      —¡Más respeto miserable!

      —Haga lo que quiera conmigo, mentecato del virrey. Le prometo que si me deja vivo se las cobraré al doble.

      El ministro contuvo su enojo. Apretó los dientes y su cadavérico rostro se tornó rojizo por el enfado.

      —¡Lárguese de aquí Crisanto! Antes de que me arrepienta y desobedezca al virrey y ordene su encierro de nuevo —gritó el ministro, extendiendo su espada amenazante hacia el pecho de Crisanto.

      Crisanto se alejó de ahí. De una forma u otra estaba libre y podía empezar de ceros de nuevo. Con su oro escondido le repondría la casa a su madre y maquinaría nuevas maneras de hacerse de recursos otra vez.

      Antonia Herrera irrumpió en la vida de Ignacio Allende como una densa nube que cae plena sobre un campo seco, árido por varios días de intensos soles abrasadores. El vacío dejado por Marina fue oportunamente cubierto por la bella flor de San Miguel.

      —Estoy embarazada, Nacho. Mis padres me van a matar. —¿Estás segura?

      —Tan segura como de que es tuyo y tendrás que responder a mi familia por el agravio.

      Ignacio la abrazó conmovido. Su mirada serena asimilaba poco a poco el amargo trago que implicaba semejante responsabilidad. En su mente claramente se imaginaba lo que le diría su tío don José María Unzaga, quien había visto por él y sus hermanos desde que cayeron en la orfandad.

      Nada de esto lo detendría. Hablaría con la familia Herrera y asumiría el papel de padre que semejante compromiso implicaba.

      —Hoy mismo hablo con tus padres, Toña. Pediré tu mano y haremos vida juntos.

      Antonia sonrió escéptica. Sabía que su padre jamás aceptaría que se casara con Nacho por no ser alguien importante o de abolengo.

      Esa misma tarde Ignacio tomó el toro por los cuernos y habló gallardamente con los padres de la agraviada.

      —No aceptaré que te cases con mi hija hasta que seas alguien digno de ella —dijo el padre de Antonia—. Mientras tanto, mi hija se irá a Valladolid, donde tendrá a su hijo. No quiero que la gente se la coma si se queda aquí. Una vez pasada la tormenta quizá regrese. Ya con el niño crecido que digan misa y punto.

      —¿Puedo verla en Valladolid?

      —Que eso lo decida ella. Pero nada de vivir juntos. Ella irá con su madre, quien la asistirá hasta que nazca la criatura.

      El día del alumbramiento finalmente llegó y Nacho y Antonia tuvieron un varoncito a quien bautizaron como Indalecio Allende Herrera. Su destino como pareja se reflejaría en los siguientes años. Por lo pronto Ignacio se desviviría porque a ese niño no le faltara nada.

      El 20 de agosto de 1795, el marqués de Branciforte, temeroso de alguna intervención extranjera por el norte de la Nueva España, ordenó la formación de un valeroso regimiento de caballería en la villa de San Miguel el Grande. Se conocería como el Regimiento de Dragones Provinciales de la Reina, en honor a la reina de España, María Luisa de Borbón. Se conformaría por un cuadro de militares profesionales comisionados y pagados


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