Vientos de libertad. Alejandro Basañez
Читать онлайн книгу.—Hola, yo soy Crisanto Giresse, amigo de Félix Calleja y Rodolfo Montoya. Les deseo la más grande felicidad en su matrimonio —les dijo Crisanto a la pareja, abrazándolos afectuosamente.
—Muchas gracias, Crisanto —repuso el novio con una sonrisa afectuosa.
—Muchas gracias por venir, señor Crisanto —dijo la Güera, regalándole una sonrisa que resaltaba la belleza de su angelical rostro. —¡Crisanto a secas, María! Con el señor me haces sentir como un viejo y ni a treinta años llego todavía.
Crisanto y María se miraron por varios segundos, aprovechando la distracción del marido, que era felicitado afectuosamente por Montoya y Calleja. María y Crisanto reconocieron mutuamente la beldad de ambos. Los dos eran unos agraciados de Dios o la naturaleza. Crisanto aprovechó para regalarle un sincero piropo, cuidando que no fuera escuchado por el marido:
—¡Eres la muchacha más bella que he visto en vida!
El rostro de la Güera se sonrojó para simplemente musitar: —Gracias, Crisanto. ¡Qué hermoso cumplido!
José Jerónimo se presentó de nuevo en ese momento rompiendo el encanto.
—¡Con su permiso Crisanto! Todavía tenemos a mucha gente que saludar. En un rato nos vemos de nuevo.
—Adelante muchachos.
Crisanto la vio partir resignado. Algo tenía esa jovencita que lo había dejado afectado.—¿Todo bien Crisanto? —preguntó Rodolfo inquieto.
—Me he enamorado de la novia, Rodolfo. ¡Qué Dios me perdone!
Rodolfo sonrió divertido, entendiendo perfectamente lo que le pasaba a su amigo. De una u otra manera a él también lo había perturbado la güera cabellos de sol.
Los músicos colocados en una esquina del jardín, deleitaban a los invitados con un concierto de violines de Antonio Vivaldi. Un toro asado pendía de un grueso fierro, mientras los meseros cortaban jugoso cortes para llevarlos a sus invitados. Dos barriles de vino llenaban las copas de los comensales sin dejar que ninguno de ellos se perturbara por sentir la copa medio vacía.
Calleja se les unió en el dialogo. Los tres se encontraban solos en una de las tantas mesas del festejo.
—En un momento les presento al nuevo virrey Miguel de la Grúa. Nada más termina de platicar con esa mujer. Como antecedente, sólo les puedo decir que el nuevo virrey se casó con María Godoy y Álvarez de Faria, la hermana del ministro Manuel Godoy(5). El cuñado lo tiene como protegido y a ambos les encanta el dinero.
—Si Godoy es un corrupto, ¿qué podemos esperar de él? —dijo Crisanto, dando una fumada a su habano y mirando desde lejos a la Güera que bailaba sensualmente un vals con su marido.
—Al italiano no le gustan los franceses, Crisanto. Ahora que estamos en guerra con Francia podría ensañarse con ellos.
—Que ni lo intente, Félix. Soy hijo de española, nacida aquí, y de francés de alcurnia. Tengo de las dos sangres. Me puedo hacer para el lado que me convenga.
—Ya dejó de hablar con la señora. Ahora es el momento —indicó Rodolfo.
Félix Calleja se acercó a saludarlo y luego lo encaminó hacia ellos.
—Señores Rodolfo Montoya y Crisanto Giresse, tengo el honor de presentarles a nuestro nuevo virrey, el notable Miguel de la Grúa Talamanca de Carini, primer Marqués de Branciforte.
El virrey sonrió amistoso extendiendo su huesuda mano. Ataviado con una levita de color azul oscuro con camisa de holanes blancos, el máximo jerarca de la Nueva España parecía más una gigantesca águila humana. Su enorme nariz destacaba amenazante en su polveado rostro. El virrey era un hombre de origen italiano, de treinta y nueve años, famoso por su ambición desmedida: un atributo fascinante que lo hacía el comparsa perfecto de Manuel Godoy, ministro del rey Carlos IV.
—Mucho gusto señores. La puerta de mi despacho está abierta para lo que se les ofrezca.
—El honor es mío —respondió Montoya—. Soy capitán de la honorable guarnición de Puebla. Hasta hace unos días todavía reportaba a mi amigo Félix María Calleja.
—Una ciudad estratégica en el camino a Veracruz, señor Montoya. Usted debe hacer que el viaje a la capital ocurra sin incidentes para los viajeros.
—Así debe ser, señor.
—A sus órdenes, señor Virrey. Soy Crisanto Giresse, amigo de Calleja y suyo, desde el día de hoy. Me dedico a comercializar habanos.
Los ojos de Miguel de la Grúa se clavaron inquisitivos en los de Crisanto. La belleza varonil del franco hispano lo confundía.
—¿Es usted francés?
—Mi padre lo fue. Mi madre es criolla.
El rostro del virrey esbozó un gesto de pedantería que fue detectado al instante por Crisanto y sus compañeros.
—En un momento más prudente hablaremos de negocios señores. Me interesan mucho sus actividades. Les recuerdo que estamos en guerra contra la Francia liberal que está contaminando las mentes de Europa con su veneno. No lo permitiré aquí en la Colonia. Si es necesario que los franceses residentes en la Nueva España lo paguen, así será.
Crisanto regresó al virrey un gesto parecido al que segundos antes él le había manifestado. Era evidente que la presentación entre los dos no había resultado agradable.
—Me atropella por lo de los franceses, señor virrey.
—Usted es mitad español, Giresse. No tienen por qué mortificarse. —El virrey con gesto desafiante se encaminó hacia otros invitados—. Con su permiso. Todavía hay mucha gente que saludar.
—Un honor, señor virrey respondió Crisanto.
Don Jacinto Iturbe, preso de la furia y la humillación de haber sido amenazado por Ignacio Allende, decidió tomar otro camino diferente para vengarse de su mujer. Marina debía pagar su infidelidad de algún modo, y él creía haber encontrado la solución. Marina dormía plácidamente bocarriba en su mullido lecho. Su rostro angelical dibujaba plácidos sueños. Don Chinto debía actuar rápido. Para los ojos de los sanmiguelenses su esposa habría muerto del corazón al dormir, como ocurrió con Catalina Suárez, la desafortunada esposa de Hernán Cortés. Con sus calludas manos tomó la suave almohada entre sus manos y se acercó a ella para cubrirle el rostro y en cuestión de segundos mandarla con Satanás por infiel. Para los ojos del mundo Marina habría muerto de un funesto infarto, dejando al triste viudo Iturbe solo y consternado con cuatro hijos a cuestas. Una nueva mujer tomaría su lugar en breve y así quedaría resarcido su honor ante ese mentecato estanciero que lo había humillado. Allende no podría cargar contra él por la sencilla razón de que la muerte de Marina sería cosa de Dios y no de él. Muy al contrario, quizá hasta un buen pésame le daría y a la niña Amalia le reclamaría. Podría entregarle a Amalia y así sólo quedarse con tres hijos. Aquella chiquilla no era su hija, y lo sabía tanto, como desde el día en que su infiel mujer puso ojos en ese maldito ranchero.
Al acercarse, decidido a matarla, sintió como una mortal punzada le acalambraba el corazón. Con vértigo en su cerebro cayó sobre ella despertándola exaltada. Marina entendió en segundos que su infartado esposo había caminado hacia ella buscando ayuda.
Don Chinto, sumido en su inconsciencia, y en lo que pensó era el trance hacia la otra vida, escuchó claramente los gritos y el esfuerzo que hacía su mujer por traer en cosa de cinco minutos al doctor de la familia. A nada estuvo el viejo de haber muerto, dejando a los hijos en una espantosa orfandad. Don Próculo hizo el milagro de evitar que don Chinto muriera. El suertudo marido, hundido en arrepentimiento, tomó su resurrección como otra oportunidad dada por el Señor y jamás cruzaría por su mente de nuevo el atentar contra su esposa.
(1)