Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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de embarazo y no se sabía quién de los dos podría ser el padre.

      —Tiene sólo esta noche para largarse de aquí cura cabrón, hijo de puta, o me iré al infierno matando a un ministro de Dios. ¡Escoja usted su destino! —dijo don Luis, haciendo clic a la carga del mosquete.

      Al día siguiente, 26 de noviembre de 1792, Hidalgo se alejó para siempre de Colima, salvándose de ser asesinado por el cornudo marido y salvó así el honor de don Luis y doña Antonia(4).

      Seis meses después nacería una hermosa niña con ojos verdes, la misma imagen del Zorro de San Nicolás.

      La puerta de la casa de don Jacinto Iturbe sonó justo a las ocho de la noche, como si estuviera en sintonía con las campanas de la iglesia, quienes daban puntualmente la hora a los Sanmiguelenses.

      Don Jacinto Iturbe sintió que las piernas se le hacían de goma al ver a dos hombres en la puerta a los que reconoció inmediatamente: eran los jóvenes Ignacio Allende y Juan Aldama. Detrás de don Chinto aparecieron los cuatro niños Iturbe, con sus rostros llenos de curiosidad infantil sobre los extraños visitantes. Marina, presa de la sorpresa les ordenó que se metieran a la casa. Allende alcanzó a ver perfectamente la carita de Amalia, niña de seis años que era su vivo retrato y quien Marina le juraba era su hija.

      —¿Podemos hablar en privado, don Chinto? —preguntó Ignacio con rostro sereno.

      —Sí, claro. ¿No veo por qué no?

      Aldama se quedó tranquilamente recargado en la barda de la casa fumando un cigarrillo, mientras Allende y don Jacinto se sentaban en una banca a entablar un incómodo dialogo que ambos sabían podría traer consecuencias funestas.

      —Le pido disculpas por irrumpir en su casa de este modo, don Jacinto, pero no me dejó otra opción. Sé que no me esperaba, así como yo no esperaba que usted fuera tan cobarde de mandar unos cuatreros a matarme.

      La frente calva de don Jacinto empezó e bañarse de roció por el sudor de los nervios que lo invadían.

      —Yo no mandé... a nadie Nacho —dijo con un delatador tartamudeo—. ¿Pero aunque así fuera?... ¿creo que... mis justas razones tendría, no? Usted... tú... te has estado metiendo con mi mujer desde hace tiempo.

      —Esto es un asunto de hombres, don Jacinto. ¡Así ha sido y no lo niego! No estoy aquí para que nos expliquemos las razones de por qué ocurrió así. Estoy dispuesto a que usted defienda su honor y nos batamos a duelo como usted quiera. Solo con sangre se pueden arreglar estas cosas. ¡Escoja usted las armas y los padrinos!

      Don Jacinto tragó saliva como si tuviera el cogote lleno de pinole. Su parpadeo aumento a niveles notorios. Con una voz que más parecía un ruego que una altanera y bravucona refutación dijo:

      —No es para tanto, Nacho. Solo te pido que ya no la busques más y asunto olvidado. —Los ojos negros de Allende se clavaron como dos dardos sobre el tímido cornudo.

      —Me alejaré por completo de Marina, don Chinto. Pero si usted vuelve atentar contra mi persona, lastima a Marina o a la niña Amalia, vendré personalmente a matarlo con mis propias manos, o lo hará Aldama, que sabe todo lo nuestro, si usted me asesina primero.

      —Nada de esto pasará, Nacho. Te lo aseguro.

      Allende se incorporó de la banca y se alejó del lugar junto con su amigo. Don Jacinto se quedó unos segundos más sentado. Sabía que sería cuestionado por Marina y debía prepararse para el incómodo interrogatorio.

      El 24 de enero de 1793, don Miguel Hidalgo arribó a San Felipe Torres Mochas, recibiendo la parroquia de manos del padre franciscano Diego Bear, el último cura de órdenes regulares habido en dicha población. Don Miguel Hidalgo, cargando con buenos fondos desde Colima, inmediatamente compró una casa en la calle principal de la Alcantarilla (hoy Hidalgo), a poca distancia del templo. La casa contaba con un ancho zaguán que conducía hacia un amplio portal que se abría hacia a un patio cuadrangular rodeado de extensas habitaciones. Atrás de la casa, para no importunar las actividades del cura, se encontraban las áreas de servicio y una fértil huerta.

      Una mañana, en los primeros días en los que apenas se estaba instalando el cura, alguien llamó a la puerta. El cura, hombre de joven de treinta y nueve años, resoplaba de tanto sudar al mover objetos dentro de las amplias habitaciones de la casa.

      —¡Martiniano! —dijo sonriente al abrir el grueso portón de madera—. ¿Qué haces aquí?

      —Ahora si soy un hombre de quince años y no se va a deshacer tan fácil de mí padre. He venido a quedarme con usted. Aquí hay mucho que hacer y empiezo ahoritita mismo.

      —¿Y tu madre?

      —Ella está bien en Valladolid, padre. Está con mis hermanos y una señora que le ayuda con los niños.

      —Pero es tu madre y debes estar con ella.

      —No padre. Ella no es mi madre. La quiero mucho pero me siento mejor con usted. Entiéndame por favor.

      —Está bien, muchacho. Escoge tu cuarto y ayúdame a cortar leña. Bienvenido a mi nueva casa, sólo Dios sabe por cuánto tiempo.

      —Gracias, padre... digo, papá.

      Un piquete de soldados que vigilaba el tramo de Puebla a México le cerró el pasó a la elegante diligencia que se acercaba. Los caballos resoplaron frenando su polvoriento avance, nivelando poco a poco su agitada respiración al ser detenidos abruptamente. El teniente que dirigía al pelotón se acercó al carro para saludar al cochero.

      —¡Buenas tardes, amigo! Soy el teniente Rodolfo Montoya, y estoy a cargo de la seguridad de este tramo del camino hacia la capital. Necesito saludar a tus importantes pasajeros.

      —¡Adelante teniente! Estamos a sus órdenes.

      El cochero descendió del carro y explicó por la ventanilla a sus pasajeros lo que ocurría. La puerta del carromato fue abierta y el que parecía el dueño de la diligencia, descendió decidido para encarar al teniente. Los otros tres hombres que acompañaban al distinguido líder se quedaron en el interior del carromato.

      —¡Buenas tardes teniente! Mi nombre es Crisanto Giresse y estoy a sus órdenes. Los hombres que me acompañan trabajan para mí y yo respondo por ellos.

      El teniente Montoya saludó a aquel elegante hombre, de gran personalidad, cercano a los treinta años de edad y con un atractivo varonil muy singular. La brillante cabellera negra, contenida en una larga cola de caballo, le daba un toque de revolucionario francés.

      —Un gusto saludarlo, señor Giresse. Esta es sólo una inspección de rutina para combatir el bandidaje por esta zona.

      —¿Le parezco un bandido, teniente?

      —Para nada señor, Giresse. Es sólo una revisión para conocer a los importantes viajeros de este camino y así protegerlos mejor.

      —Entiendo teniente. Le repito que yo soy Crisanto Giresse y vengo de regreso de un largo viaje a Francia. También le puedo decir que recorro constantemente este camino porque vendo tabaco de Veracruz en la capital y el Bajío.

      Crisanto sacó una caja de habanos y la obsequió al sorprendido teniente. Montoya la olió, reconociendo la calidad del tabaco que comerciaba este hombre.

      —Huele muy bien, don Crisanto. Se nota que son habanos de calidad.

      —¿Quiere ver mi permiso para comerciar tabaco en la Nueva España?

      —De ninguna manera, don Crisanto. Usted es un honorable comerciante y ahora ya lo conozco. Puede usted continuar su viaje y le reitero mis disculpas por haberlo importunado con mi innecesaria inspección.

      —Ninguna molestia, teniente. Estamos a diez minutos del mesón de don Ceferino Reyna y me encantaría invitarlo a comer.

      —Siendo así, es un honor al que no me puedo negar. ¡Vayamos y


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