Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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de 16 por 8 centímetros, con su preciado tesoro en su interior: un relicario, cinco monedas de plata, cinco cruces de palma, once medallas de metal dorado, veintitrés medallas de oro conmemorativas y de los santos protectores de la Nueva España(5), un agnus dei(6) de cera, un grabado de San Miguel Arcángel y de Santa Bárbara, protectora de los rayos y centellas que podían dañar la torres del edificio, y un pergamino donde se hablaba de la situación actual en la Nueva España.

      La inscripción de la caja de plomo estaba realzada con carbonato de calcio y en ella se leían claramente los nombres: José Damián Ortiz de Castro y Tiburcio Cano, arquitecto y maestro cantero de la catedral.

      Después de colocar el tesoro en el interior de la caja y sellarla, Tiburcio Cano trepó ágilmente el andamio y colocó la caja dentro de un nicho que fue sellado y resanado para permanecer oculto en la cúpula por décadas y ser abierto por los mexicanos del futuro.

      —Sólo Dios sabe en qué año se descubrirá esa cápsula y lo que pensarán los habitantes de la Nueva España en ese lejano futuro cuando la vean —comentó el arzobispo de México, Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Dr. Don Alonso Núñez de Haro y Peralta(7), encargado de la ceremonia, dándole su bendición al evento.

      —¡Será un país diferente, padre! Un territorio independiente de España llamado con otro nombre —comentó un invitado ahí reunido, un militar criollo llamado Rodolfo Montoya.

      El arzobispo volteó consternado al que había dicho semejante blasfemia. Junto a él se encontraba un muchacho de escasos veinte años.

      —¿Con quién vienes, hijo?

      —Pertenezco al regimiento de infantería fijo de Puebla del capitán Félix María Calleja, quien llegó de España en octubre de hace dos años, junto con el virrey Juan Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo(8).

      El arzobispo, al enterarse del origen de aquel atrevido individuo, retuvo como un veneno en las venas el regaño que tenía en la punta de la lengua. El prelado sentía escozor por los criollos.

      —Dios está con España, hijo, y todo lo de España estará con ella por siglos porque España es grande. No vuelvas a decir algo tan blasfemo como lo que acabas de decir, y mucho menos en la casa de Dios.

      —Los ingleses y franceses son una amenaza, padre. Ellos, si derrotaran a España en una guerra definitiva, las colonias de América pasarían irremediablemente a manos del vencedor. Hace treinta años, el rey Carlos III entró en guerra contra Inglaterra apoyando a Francia. En represalia Inglaterra se apoderó de la Habana por casi un año. Por todo ello pienso, que algún día que se abra esa caja del tiempo, este territorio será independiente o pertenecerá a Inglaterra, que ya hizo independiente a los vecinos del Norte en el 82.

      —¡Los Estados Unidos! Un país lleno de infieles, hijo: una sucursal del mismo infierno.

      —No discutas con su Ilustrísima en la Casa de Dios, Rodolfo —dijo el capitán Félix Calleja, asumiendo la responsabilidad de su pupilo en la catedral.

      El capitán Calleja era un hombre de 48 años de edad, alto, de complexión delgada y nariz aguileña. Su cabello cano lo hacía lucir más viejo que lo que en verdad era. Don Félix provenía de Medina del Campo, Valladolid.

      —¡Disculpadme Capitán, Calleja! ¡Disculpadme, su Ilustrísima!

      El arzobispo sonrió satisfecho. En la catedral no podía haber alguien que pudiera discutir su palabra, porque era palabra directa de Dios. Mucho menos un mocoso criollo de veinte años que creía saber mucho por haber leído uno o dos libros en su vida.

      Al terminar la ceremonia en la catedral, Félix Calleja y Rodolfo Montoya, se reunieron en el Palacio de los Virreyes con el segundo Conde de Revillagigedo y el arzobispo Alonso Núñez. Comer con el virrey era todo un privilegio para militares como ellos. Para el arzobispo era cosa habitual comer con los virreyes y asesorarlos en sus gestiones. Después de todo, él ya había fungido como tal por unos meses.

      El comedor del palacio se encontraba arreglado para recibir a seis personas: al virrey Juan Antonio Güemes, al capitán Félix María Calleja, al teniente Rodolfo Montoya, al arzobispo Alonso Núñez y al antropólogo Antonio de León y Gama. El virrey no era muy dado a recibir gente en la comida. Prefería hacer sus gestiones por la mañana y dedicar la comida para él mismo.

      —Es un honor para mí recibirlos en esta sencilla comida para charlar sobre asuntos referentes a la ciudad —dijo el virrey, señalándoles sus asientos con un ademán.

      El virrey, era un hombre delgado con una contrastante barriga, como un Quijote embarazado. Vestía una elegante levita color café con unos pantalones ajustados a media pierna, medias blancas con zapatillas color café con hebillas de oro en los empeines. La camisa blanca del virrey contaba con varios holanes en los puños y pecho. Una peluca blanca con bucles engalanaba su cabeza.

      —El honor es nuestro, señor virrey —contestó Calleja en su nombre y por el de su compañero Montoya. Los dos vestían sus elegantes uniformes militares con orgullo. El arzobispo sólo sonrió, como dándoles a entender que él era diferente y entraba y salía del Palacio de los Virreyes, como lo hacía en la catedral. El antropólogo, limpiando su lentes con un paño, también lo agradeció con un susurro indetectable.

      Después de unos minutos de intercambio de saludos y cortesías, los comensales comenzaron a comer y a escuchar al conde la razón de su importante invitación al Palacio Virreinal.

      —Mi gestión dio inicio hace casi dos años, señores, en octubre se cumplen, para ser más precisos. Me he dedicado en este tiempo a emparejar las calles del centro, ponerles desagües y atarjeas. No saben cómo sufrí al principio al percibir la peste a materia fecal y orines del Palacio Virreinal y la Catedral. No dejaré ninguna calle sin drenaje. Todas quedarán empedradas para la segura circulación de caballos y carretas. Acabo de poner en funcionamiento carros de alquiler para facilitar el desplazamiento dentro de la ciudad. El centro de esta metrópoli será un lugar limpio y seguro para sus paseantes. Pondré iluminación nocturna. Las calles de la ciudad deben ser seguras para sus habitantes. He implantado el servicio de recolección de basura todas las mañanas y las casas ahora sí tienen una numeración lógica y coherente para encontrar un domicilio. He reforzado el cuerpo policiaco con agentes bien entrenados en su profesión. No puedo aceptar en la policía a gente peor que los que supuestamente persiguen. Ahora contamos con serenos que patrullan las calles por las noches y avisan que todo esté en orden.(9)

      —Su labor como virrey hasta ahora ha sido ejemplar e incuestionable, don Juan —comentó el arzobispo, llevándose la blanca servilleta a los labios.

      —Muchas gracias, Su Ilustrísima.

      Una mesera de marcados rasgos indígenas, como para plasmarla en un mural representativo de los aztecas, se acercó a llenar la copa del prelado. Montoya discretamente contempló el cuerpo de tentación de la trabajadora. La mirada escrutadora del virrey le hizo desviar la vista hacia otro lado.

      —También reconozco la importante labor de mi amigo Félix y su compañero Rodolfo en la vigilancia del camino de Puebla a México. Ningún ciudadano deber ser importunado por delincuentes en ese importante sendero hacia la capital. La seguridad es ante todo mi prioridad.

      —Inmerecido halago, señor virrey —repuso con respeto el capitán Calleja. Montoya hizo otro tanto con una mirada de respeto hacia tan importante personaje.

      —No nos distraigamos más en halagos y alabanzas y disfrutemos la comida, que al final deseo mostrarles algo muy importante y es la razón por la que este día también nos acompaña el distinguido señor de León y Gama.

      La charla prosiguió de manera alegre y relajada. Tres botellas de finos vinos españoles fueron abiertas y disfrutadas por los alborozados comensales. Al final el virrey les pidió que lo acompañaran a un espacio abierto en un jardín, donde había un enorme objeto de cinco metros de alto por cuatro de ancho, cubierto por una


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