Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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se dirigía a la capital y gustaba comer en aquel oasis español en el camino a la capital.

      —Capitán Calleja. No esperaba encontrarlo por aquí —comentó Rodolfo, haciendo un saludo militar a su superior.

      —Me voy para el norte Rodolfo. Hoy fue mi último día en Puebla.

      El capitán Félix miró amable al hombre que acompañaba a Rodolfo, y éste de inmediato lo presentó para evitar una descortesía entre ambos.

      —Capitán, le presento a Crisanto Giresse, comerciante franco hispano de habanos.

      Crisanto estrechó su mano amistoso. El capitán Calleja, con su rostro felino, sonrió amable hacia el singular invitado del teniente.

      —Su rostro se me hace conocido, señor Giresse. Siento como que lo he visto en algún lado antes.

      —Podría ser en algún evento en Valladolid o en la capital, capitán Calleja. También viajo seguido a España y Francia, quizá en algún barco no habremos cruzado.

      —Podría ser, Crisanto. Le verdad es que no tiene la menor importancia. ¿Les importa si los acompaño a comer?

      —De ninguna manera, capitán. La verdad es que se nos adelantó. Ya se lo iba a proponer. Por favor pasemos a una mesa.

      En ese momento fueron abordados por don Ceferino Reyna, quien saludó de abrazo a todos y los condujo a su mesa. El enorme bigote canoso de don Ceferino y su obesidad, lo hacía parecer como una extraña morsa, fuera del agua.

      Después de quedar cómodamente instalados, los tres comensales comenzaron su amena plática. Don Ceferino intervenía intermitentemente por tener que estar en varias mesas al mismo tiempo.

      —¿Y cómo va el negocio del tabaco, Crisanto? —preguntó don Félix, tomando un caracol con salsa de la charola de botana.

      —En auge, capitán. Fumar es un negocio en todo el mundo y la hoja del tabaco es muy versátil y se da casi en cualquier entorno con buena humedad. El gobierno nos regula mucho y desea estar al tanto de cualquier nuevo sembradío, lo cual es imposible, debido a la enormidad de este país.

      Los ojos de gato de Calleja se clavaron en los de Crisanto. La belleza varonil de este hombre causaba admiración en el capitán español, quien interiormente lo aceptaba, sin tener una apreciación homosexual en su juicio. Crisanto le parecía un galán de obra de teatro francesa, y punto. No era común ver hombres tan diferentes en la Nueva España.

      —Quizá algún día me interese en ese negocio y te busque, amigo. —Estoy abierto a nuevos socios, capitán.

      —Llámame Félix. Ni a Rodolfo le permito que me diga capitán

      fuera del trabajo. Aquí somos amigos y todos iguales. —Gracias, Félix.

      —El capitán... perdón, Félix fue promovido por el segundo Conde de Revillagigedo a un puesto más alto y diferente —intentó explicar Rodolfo.

      Calleja sonrió halagado por la oportuna intervención del hombre que tomaría su lugar en el regimiento de Puebla.

      —Digamos que me convertiré en un investigador del norte de la Nueva España. Necesito encontrar oportunidades de negocio y expansión para la corona. El norte está extrañamente estancado, amigos. No hay crecimiento y yo veo un mundo de oportunidades.

      —El peligro del norte son las tribus de indios salvajes, Félix.

      —Los indios y la maldita nueva república del norte que amenaza nuestra integridad con sus ideas atropelladas de libertad y expansión.

      —Los Estados Unidos, Félix. Apoyados por Francia, mi otro país que llevo adentro.

      —Esos malditos franceses han puesto a Europa al borde de la guerra. España e Inglaterra son monarquías y jamás comulgarán con las libertades republicanas del nuevo gobierno francés.

      Don Félix notó que se había extralimitado con su insulto hacia los franceses, quizá ofendiendo a su nuevo amigo.

      —Discúlpame por lo de los malditos franceses, Crisanto. Se me fue la lengua.

      Crisanto sonrió sin dar importancia al comentario ofensivo. Con tranquilidad tomó un poco de queso fundido con chistorra, lo untó sobre una tortilla de harina y continuó escuchando la interesante charla.

      —Pierde cuidado, Félix. Hace un año estuve presente en París, en la ejecución del rey Luis XVI y créeme que estoy curado de espanto —Don Félix abrió los ojos con admiración, deteniendo el viaje de otro caracol a su boca—. Este nuevo régimen ha conducido a una lluvia de sangre que no sabemos dónde terminara. Las ideas francesas de libertad son lesivas para los intereses españoles en la Nueva España. ¿Qué tal si nosotros seguimos su ejemplo francés y nos independizamos de España, nombrando a alguien como usted rey de México?

      —Félix primero de México. ¡Suena bien! —dijo Rodolfo ocurrente.

      El rostro gatuno de Calleja les obsequió una sonrisa. Su mano derecha bebió de su copa continuando la interesante charla.

      —Precisamente por eso voy al norte. Como cartógrafo que soy, Juan Vicente de Güemes me ha pedido que forme cuerpos milicianos novohispanos, además de llevar a cabo un reconocimiento geográfico, poblacional y económico de las provincias internas del norte de la Nueva España. Mi misión será cortar todo avance o intento de expansión de los malditos rebeldes norteamericanos, así como poner un escarmiento a todos esos indios rebeldes que pululan en las rancherías del norte, sembrando el terror y el miedo, asesinando colonos inocentes. Esas bestias no son humanos. Son como animales que es necesario exterminar para dar tranquilidad a las haciendas del norte.

      —Tarea un tanto difícil, don Félix. La mayoría de los habitantes de este país son indios —intervino don Ceferino, mientras les servía porciones abundantes de la sabrosa paella que a diario preparaba.

      —Pues los mantendré a raya, don Ceferino. El norte de la Nueva España debe ser un lugar confiable para invertir. Habrá muchas oportunidades de vender terrenos a buenos precios, señores. Los mantendré al tanto.

      El dialogo continuó ameno y alegre sobre cuestiones sociales y políticas del virreinato. Los comensales se sentían a gusto en el elegante mesón. El momento de partir llegó primero para don Félix. Su diligencia estaba lista y su apretada agenda lo esperaba en la capital.

      —Me tengo que ir, señores. Será un gusto saludarlos de nuevo en la boda de un mozalbete del regimiento del virreinato, que con el aval del segundo conde de Revillagigedo, desposará a una bella jovencita de sociedad. Los espero en esta dirección este fin de semana. Ojalá puedan acompañarme. El nuevo virrey Miguel de la Grúa Talamanca estará con nosotros. Dos virreyes, el anterior y el nuevo en una sola fiesta, una gran oportunidad de saludar gente notable.

      Crisanto tomó el papel en sus manos con interés. Una boda así siempre era una buena oportunidad para conocer nuevos clientes, socios y víctimas. Por nada del mundo se la perdería.

      —¡Allá estaré, Félix! Muchas gracias por la invitación. Será un honor compartir otra copa de vino con usted.

      En aquella soleada tarde de septiembre de 1794, Crisanto Giresse y Rodolfo Montoya se presentaron puntualmente a la boda a la que fueron invitados por don Félix María Calleja. Lo que pensaron sería una boda sencilla, resultó ser una de las mejores fiestas a la que habían asistido en años. En la recepción conocieron gente importante como el ex virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco y Padilla, segundo conde de Revillagigedo, y al nuevo, desde ese julio de 1794, don Miguel de la Grúa Talamanca, primer Marqués de Branciforte.

      El novio, José Jerónimo López de Peralta de Villar Villamil, un miliciano criollo de familia acaudalada, de escasos veinte años, contraía nupcias con María Ignacia Rodríguez de Velasco, jovencita de dieciséis años, hija de don Antonio Rodríguez de Velasco, Regidor Perpetuo de la Ciudad


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