Vientos de libertad. Alejandro Basañez

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Vientos de libertad - Alejandro Basañez


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Miguel, José María. Aunque hasta ahora te había tratado como mi alumno, nuestra amistad es algo diferente. De entre todos mis alumnos, te invité a ti porque eres el de más edad y con el que me puedo abrir de manera diferente. Eres especial José María. Estudiar para sacerdote a tus treinta años es algo singular dentro del colegio. Solo te llevo siete años. Bien podríamos ser compañeros de banca en cualquier otra escuela.

      —Muchas gracias, Miguel. En verdad me honras con esta distinción.

      —Está muy cerca tu ordenación, José María.

      —Sí, Miguel. Este año me traslado al Seminario Tridentino de Valladolid para ampliar mis estudios de teología, filosofía y retórica. —No sabes el gusto que me da que ya pronto te ordenes como

      cura y empieces a ejercer en alguna iglesia de Michoacán.

      —Sin duda que con su valiosa ayuda esto pronto se dará, padre. —¡Miguel! —reiteró el cura su nombre, chocando su copa de

      vino con la de José María.

      Un grupo de mujeres de mediana edad soltó una sonora carcajada en una de las mesas bajo un frondoso sabino. El cura Hidalgo gustaba del teatro y con ellas ponía en escena algunas de sus obras favoritas.

      —Sí... Miguel... perdón —Morelos sonrió, tomando al cura Hidalgo del hombro.

      En una esquina del jardín había tres guitarristas tocando música flamenca para deleitar a los invitados. Los músicos, todos ellos con sus cabezas blancas, pasaban de sesenta años y eran grandes amigos del cura.

      Una bella mujer de rasgos indígenas, con tres niños, de doce, seis años y cuatro respectivamente, se acercó a don Miguel para entregarle un jarrito con fresco pulque. Morelos miró discretamente la cintura y busto de la atractiva india, y por respeto desvió la mirada hacia unos rosales que estaban al lado.

      —¡José María! —Dijo Hidalgo a Morelos en voz baja— Ella es mi mujer, Manuela Ramos, y mis hijos, Martiniano, Agustina y Lino Mariano.

      Morelos entendió perfectamente el juego de discreción que manejaba su amigo y maestro. Muchas cosas se empezaban a decir del polémico cura penjamense.

      La bella Manuela estrechó sonriente la mano de Morelos. Martiniano y Lino sólo saludaron con una sonrisa. Les urgía escapar de ahí para ir a comer pastel. Agustina, el vivo retrato de su madre, sólo miró a Morelos conteniendo una risita juguetona.

      Los ojos verdes del cura hicieron un rápido atisbo a todas las mesas e invitados para ver que todo estuviera bien.

      —Que no falte nada en las mesas, Manuela. Diles a las muchachas que te ayuden.

      —Sí, padre.

      Manuela y los niños caminaron hacia otras mesas donde había más invitados. Antes de irse dijeron con permiso, con una sonrisa en sus rostros, lo que hablaba de su buena educación. Hidalgo y Morelos volvieron a su charla.

      —Manuela cuida de mis hijos. Martiniano es adoptado. Vive conmigo desde hace cinco años que quedó huérfano por la hambruna de Michoacán. Lo rescaté de las manos de un cerdo degenerado que explotaba niños para vivir. Agustina y Lino Mariano son los hijos que tengo con Manuela.

      —Sin lugar a dudas una mujer muy bella, Miguel. Además de ser toda una responsabilidad. Como curas debemos ser discretos y no hacer alarde de esto.

      —Así es, José María. Discreción ante todo. Antes de ser curas somos hombres y contra eso simplemente no se puede luchar. Es como querer amarrar a un toro con listones para que se esté quieto en el corral.

      Morelos soltó una sonora carcajada y dio otro trago al curado de tuna que le había entregado Manuela. En sus viajes como arriero hacia la capital, había aprendido a saborear estas delicias del maguey.

      —¿Cómo ves la apertura de Carlos IV, de que ya se puede comerciar entre las colonias españolas sin restricción alguna? —preguntó Morelos mientras se llevaba una mordida de taco de barbacoa a la boca.

      —Por fin se le ocurrió algo bueno a ese mequetrefe. Desde hace tres siglos todo es saquear a la Colonia sin que ellos retribuyan algo de su parte. España está condenada a perder sus colonias si no incentiva su comercio con Inglaterra y Francia en América también. Hace doce años Francia reconoció el gobierno independiente que fundaron los rebeldes en Estados Unidos. El rey Carlos III se vio obligado a hacer lo mismo que el rey francés y obstruyó el envío de tropas inglesas a América, además de proporcionar ayuda a los colonos de Mississippi, sin percatarse de que con eso sólo estaba incentivando el ejemplo a los colonos inconformes de la Nueva España.

      —Los criollos están inconformes por hacerlos de menos los peninsulares.

      —Así es, José María. Esos zánganos gachupines se creen mejores que nosotros. Somos para ellos como unos españoles de segunda o de tercera clase.

      Hidalgo se sirvió dos tacos de barbacoa con mucha salsa y aguacate. El bendito aguacate se encontraba en todas partes en Valladolid.

      —Yo como mestizo no tengo ese problema, Miguel.

      —¡Claro que lo tienes! Los gachupines te ven como algo muy cercano a los indios, José María.

      —Y a mucha honra lo soy, Miguel. Yo no me siento menos que nadie y mucho menos que un gachupín asqueroso.

      —Estoy seguro que toda esta discriminación y odio algún día conducirá a la separación total entre la Nueva España y España.

      —Te juro que si algún día hay una rebelión para echar a patadas a los gachupines de México, ahí estaré yo propinándoles los primeros puntapiés en las nalgas.

      —Y ahí estaré yo ayudándote a colgarlos de un ahuehuete, José María.

      Los dos rieron como mozalbetes y tomaron más de su sabroso pulque de Valladolid. En ese momento parecían ser todo, menos dos respetados sacerdotes de Valladolid.

      Una bella invitada se encontraba sola y con un gesto de Hidalgo, José María entendió que debía ir para allá para acompañarla. Ese momento lo aprovechó Hidalgo para cantar con los músicos una canción de agradecimiento a Dios por todo lo que le daba. Después se siguieron con otras de la región. El cura tenía una voz grave y agradable. Los invitados acompañaron la canción con palmadas.

      Un singular invitado se acercó a Hidalgo, con una botella en la mano, pidiéndole al cura que brindara con él.

      —¡Brinde conmigo, padre! Lo estoy buscando desde hace rato. —Es un gusto compartir una copa con mi gran amigo, Crisanto Giresse.

      Crisanto era de estatura mediana, delgado, de facciones finas y ojos grandes y alegres. Un bigotito con las puntas dobladas hacia arriba y el cabello largo recogido en una cola de caballo, le daba un toque como de mosquetero francés. El amigo del cura era tan atractivo que no pasaba desapercibido para ninguno de los invitados al guateque.

      —El gusto es mío, padre. Usted es un cura diferente.

      Hidalgo tomó del hombro a Crisanto y acercándose a su rostro le dijo en voz baja:

      —¿Por qué te acepto como amigo, sabiendo que eres un cabrón calavera que no tiene remedio?

      —Y porque usted entiende la naturaleza humana y me acepta como soy.

      —Dios te hizo mujer y hombre, con la mente y fuerza de ambos, Crisanto. Hasta en esos detalles Dios es un misterio y debemos aceptar sus designios.

      —Un secreto de mi vida que sólo usted conoce, padre.

      —Eso es para mí como un secreto de confesión, hijo. Por mí jamás nadie lo sabrá.

      Crisanto tomó al cura de los antebrazos en un gesto de cariño y amistad.

      —Gracias de nuevo por su valiosa amistad, padre. No sabe cuánto lo aprecio.


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