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universidades y movimiento de jóvenes que la Iglesia se movió para restaurar el dominio perdido con la eclosión industrial, una vez que se sentía amenazada por la amenaza marxista, junto a la organización y lucha de la clase trabajadora y por la irreversible sociedad de mercado. (Goin, 2016, p. 90)

      Se entiende que siguiendo lo dispuesto en la encíclica Rerun Novarum se desarrollan los primeros programas de protección social. Miranda (2003) señala que parte de la renovación católica que surge a finales del siglo XIX es una respuesta de la Iglesia ante la pérdida de los privilegios que implicaba la naciente industrialización en el mundo y el establecimiento de nuevas relaciones sociales no tradicionales. En efecto, el contenido de la encíclica no deja nada que confrontar en relación con lo mencionado. La encíclica contiene parámetros de convivencia en la relación capital-trabajo, y dispone lo concerniente al auxilio a las clases inferiores; la propiedad privada como derecho natural y personal; la providencia paterna que no puede ser sustituida por la providencia del Estado; la aceptación paciente que cada hombre debe hacer de su propia condición, donde es imposible que todos sean elevados al mismo nivel, y el respeto de los patrones por la dignidad del trabajador, entre otros.

      Esta encíclica, junto con Quadragesimo Anno (1931), viene a estructurar el llamado catolicismo social ya iniciado en Europa. Este fenómeno es responsable del surgimiento de profesiones sociales y paramédicas que eran asemejadas a un sacerdocio, en concreto: enfermería, asistencia social y auxiliadores familiares (Miranda, 2003). Este autor refiere que este catolicismo considera que la acción benéfica y caritativa era insuficientes para atender las problemáticas sociales propias del capitalismo industrial, y, por tanto, promueve el corporativismo en cabeza de organizaciones patronales, sindicatos y el Estado. Particularmente, Miranda (2003) plantea que:

      Ante el fracaso de la filantropía y la caridad que se muestran impotentes y sin capacidad de elaborar respuestas adaptadas a la nueva situación el Estado, ha de entrar en escena predicando la solidaridad, el deber social, estableciendo leyes sociales por las que se suprime el pago en especies (1887), se regula el trabajo de las mujeres y los niños (1889), aparecen las ordenanzas de los talleres (1896), se regula el contrato de trabajo (1900), la indemnización por los accidentes de trabajo (1903) o el descanso dominical en las empresas industriales y comerciales (1905). (p. 370)

      Este interés por las condiciones de vida de la clase trabajadora contrasta con la selección de las alumnas desde unos parámetros puramente burgueses. Esta direccionalidad “elitista” que menciona Manrique Castro (1982) incluía la admisión de las alumnas a partir de criterios como la edad (haber cumplido 21 años), certificado médico, antecedentes de honorabilidad, recomendación del párroco, curso completo de humanidades y reseña manuscrita sobre la vida de la postulante. Solo las damas de la sociedad podían cumplir con estos requisitos, incluidos los importes económicos por derechos de matrícula. Así, se encuentra un grupo de mujeres burguesas formadas para ayudar y asistir a la clase trabajadora en sus precarias condiciones de vida.

      Bien señalan Mendoza et al. (2017) esta amalgama de intereses en el surgimiento de la profesión: «sancionada por el Estado, avalado por la Iglesia y como parte del proyecto hegemónico de la burguesía» (p. 66). En este mismo sentido, Martinelli (1997) señala que la profesión:

      […] nace articulada con un proyecto de hegemonía del poder burgués, gestada bajo el manto de una gran contradicción que impregnó sus entrañas, pues producida por el capitalismo industrial, inmersa en él y con él identificada «como el niño en el seno materno», buscó afirmarse históricamente —su propia trayectoria lo revela— como una práctica humanitaria, sancionada por el Estado y protegida por la Iglesia, como una mistificada ilusión de servir. (p. 72)

      La expansión de la profesión en América Latina

      A partir de la influencia de la escuela católica Elvira Matte de Cruchaga, se inicia la creación de las escuelas de servicio social en América Latina: Colombia, en el año 1936; Uruguay, en 1937; Argentina, en 1940, y Perú, en 1939. «Se trata —sin duda— de una institución pionera que sirvió de modelo a otros centros de formación» (Manrique Castro, 1982, p. 96), lo que dio al trabajo social un espacio propio, adecuado a los requerimientos históricos.

      En el caso de Colombia, el primer programa de trabajo social fue desarrollado en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Bogotá, como parte de la tesis de grado de María Carulla, entonces estudiante de la Escuela de Asistencia Social de Barcelona. En Colombia asimismo la escuela de trabajo social es auspiciada en un contexto de industrialización en sectores como los de calzado, textil, construcción, siderurgia y metalurgia; los cambios propios de la industrialización generan una mayor intervención del Estado en la economía y emergencia de los barrios obreros (Leal, 2015). La «cuestión social» era latente en Colombia: deficiente y precario sistema de servicios públicos, hacinamiento en las viviendas, alta tasa de fecundidad, esperanza de vida de 31 años, mortalidad infantil, analfabetismo del 68 %, enfermedades infectocontagiosas, entre las principales (Leal, 2015, p. 39). «La situación en Colombia era bastante confusa, se vivía un proceso de transición entre la servidumbre y el trabajo asalariado, en el cual los trabajadores desconocían sus derechos y faltaba mucha solidaridad en las relaciones humanas» (Leal, 2015, p. 40).

      Para Colombia, se infiere en ese contexto un trabajo social muy comprometido desde la realidad de los trabajadores y un fuerte trabajo comunitario, particularmente, para atender las problemáticas de pobreza en aquella época:

      Las primeras escuelas de servicio social en el país lideraron la fundación de centros sociales en los barrios populares y obreros. La escuela anexa al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario creó los secretariados sociales […] En Medellín estos centros se denominaban residencias sociales […] Esta institución de bienestar social desarrolla programas educativos para jóvenes y niños, presta auxilios económicos, servicios médicos y odontológicos. Los procesos de intervención profesional se basan en las metodologías de caso, con personas y familias afectadas por problemas económicos o espirituales, así como el servicio social de grupo con los obreros de las fábricas o habitantes de los barrios para suplir las deficientes institucionales de bienestar social y la falta de centros de salud en la ciudad. (Leal, 2015, p. 42)

      La primera formación de la profesión en Colombia no se aleja de lo que era la experiencia latinoamericana. Quiroz (como se cita en Bueno, 2017) señala que los conocimientos impartidos en la formación profesional se articulaban con los métodos de caso, grupo y comunidad, y se fundamentaba la formación con conocimientos de las ciencias sociales, como la sociología, la antropología y la economía. Adicionalmente, según el autor, la formación ética se mantenía desde el catolicismo, y la enseñanza se orientaba «a la protección de la familia o el cuidado del hogar, y estaban muy articuladas con el ámbito de la medicina y el bienestar social» (p. 78). Con el Decreto Reglamentario 1572, la formación pasa de titulación como visitadoras sociales a titulación como asistentes sociales. Se expanden las escuelas de servicio social en Colombia: Medellín, en 1944; Colegio Mayor de Cundinamarca y Bolívar, en 1947, y Cajicá y Cali en 1953. En 1952 se reglamenta la enseñanza de trabajadores sociales en universidades, y a partir de allí se evidencian los esfuerzos por introducir conocimientos científicos en la enseñanza profesional (pp. 78-79).

      Con la marcada influencia del Estado y la religión en la formación de las primeras escuelas de servicio social en América Latina, se gesta la profesión en una tradición conservadora, elitista y «desmovilizadora» (Manrique Castro, 1982, p. 58). Estos hechos históricos influyen en la identidad profesional actual, y se reconocen unas características profesionales relacionadas con la identidad atribuida por el capitalismo en su necesidad de control social, por el carácter subalterno por cumplir con esa legitimidad funcional a la hegemonía dominante, por el atributo femenino y la predominancia empírica.

      Esta amalgama de acontecimientos que rodea el origen de la profesión deja una línea invisible y delicada, muy fácil de transgredir, entre el servicio social como producto de la tecnificación de la asistencia y la caridad cristiana y el servicio social como producto de los intereses de la clase hegemónica. Estos dos orígenes, efectivamente evidenciados en la historia sobre el origen de la profesión, llevan a considerar dos tesis presentadas por Montaño (1998) sobre la naturaleza profesional.


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