Yo no pedí ser oro. Patricia Adrianzén de Vergara

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Yo no pedí ser oro - Patricia Adrianzén de Vergara


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que él formó para que sostuviera a aquél. Porque jamás anhelé desecharla ni mucho menos estirarme hacia arriba; permití que todo lo que Él iba enseñándome a través del sufrimiento se concentrara en aquella entonces incomprensible forma en que termina mi cuerpo de bastón. Porque desde el principio me preparó para serlo y yo no entendía por qué siempre tenía que aprender sufriendo, por qué no podía ser como las demás niñas, más tarde como las demás muchachas y reír y disfrutar de la vida en vez de cargar siempre sobre mí las emociones o los problemas de alguien. Es que mi felicidad no radicaba en otra cosa que no fuera servir, pero era una felicidad doliente ¿es que puede existir la felicidad doliente? Era la satisfacción de saber que te estabas dando, que estabas sirviendo, que eras autora de sonrisas ajenas a costa de la tuya.

      La renuncia ingresó sigilosa a tu vida desde el desprendimiento del juguete aquel cuando niña. Lo que aún no comprendes o terminas de comprender es el material del que estás hecha; siempre se habló de tu transparencia, algunos la amaron, otros la estrujaron, otros se burlaron de ella y otros se rehusaron a creer que fuera realidad. Ahora recuerdas las veces en que las personas te señalaron como algo especial y hacían que te sonrojaras una y otra vez, una y otra vez. Ahora empiezas a comprender por qué lo recibiste, porque nada tenemos que no hayamos recibido, ni nada somos si no es por gracia. Sí, ahora empiezas a comprender sus designios, ya estás formada y tienes que empezar a funcionar como bastón, no anhelar erguirte y ser vara, no desear ser pierna, cuidar la transparencia de tu ser amando.

      Porque realmente anhelas y precisas del cuerpo aquel que se apoya en ti. Porque la razón de ser en esta vida es cumplir el propósito que Dios tuvo para ti, porque en esto radica tu gozo, aunque cada día tengas que renunciar a algo distinto, tal vez a algo de ti misma.

      Porque anhelas que aquél sea grande a los ojos de Dios, que cumpla todos sus propósitos divinos. Y tú siempre estarás cobijando su rostro, acariciando su corazón, ayudando a renovar sus fuerzas, sin que nadie te vea, soportando el peso del ser humano que tanto amas, del ministerio que juntos asumen por más difícil que sea.

      Sólo espero que Dios siga perfeccionando mi forma y que aquel que amo jamás olvide que: aunque soy fuerte, soy también de cristal.

      3

      LLAMADO

      “Después oí la voz del Señor, que decía. ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí”.

      (Isaías 6:8)

      El Señor me llamaba y no podía eludir su voz. Durante toda la reunión me estuvo hablando. Recordé la primera vez que lo hizo, de una manera similar, hacia aproximadamente siete años, cuando me llamó al ministerio. Fue en un congreso juvenil que mi corazón tuvo la convicción que debía limpiar mi vida para servirle. En ese entonces tenía veinte años y no entendía a plenitud la naturaleza del llamado que estaba aceptando. Sólo recuerdo que fue sincero y solemne y que el deseo de vivir para servirle se desbordaba por mi piel y por mis lágrimas.

      Algo similar vivió mi esposo, que en ese entonces no lo era, por la misma época. Casi paralelamente a su conversión con un pasaje del libro de Jeremías, entendió que Dios lo usaría como un instrumento para llevar su mensaje a otros si él aceptaba su llamado. Y lo aceptó, renunció a otras oportunidades profesionales para dedicarse más tarde a servirle a tiempo completo.

      Esta experiencia común fue una de las cosas que nos unió cuando nos enamoramos. Ambos amábamos su obra y sentíamos que trabajar en su viña era el privilegio más grande. Fue así como Dios permitió que uniéramos nuestras vidas sobre esta base como una amalgama cuando él ya ministraba como pastor asociado en la iglesia en la cual habíamos nacido espiritualmente. Sentíamos plenas nuestras vidas consagradas enteramente a su servicio.

      Y ahora, su voz desde el cielo nuevamente sonaba con potencia en lo más profundo del corazón. Se trataba de un culto sobre misiones y casi al finalizar, Dios claramente me invitaba a que acepte el llamado de salir al campo misionero, de ir lejos y ser portadora de su mensaje a aquellos que nunca escucharon de Él. Su voz me destrozaba por dentro.

      Luché unos minutos sentada en la banca y le cuestioné.

      —¿Es que acaso todo lo que haces no es perfecto? ¿Por qué me llamas ahora con esta intensidad, ahora que estoy casada y espero mi primer hijo? ¿Por qué no lo hiciste cuando esta soltera? ¿Cómo podré ir así? Si mi esposo no siente lo mismo que yo, será imposible Señor obedecerte.

      Su Espíritu siguió ministrando mi corazón y el quebranto ante la urgencia de la salvación de quienes esperaban oír su mensaje se apoderó de mi alma.

      —Está bien, Señor, iré donde tú quieras que vaya.

      Sentí la respiración de mi esposo orando a mi lado y le susurré al oído:

      —El Señor me está llamando.

      Y cual no sería mi sorpresa al ver su rostro en el mismo estado que el mío y oír su voz diciéndome:

      —A mí también.

      Nos pusimos de pie y le dedicamos nuestras vidas y la de nuestra familia nuevamente para su obra y decidimos obedecer su llamado e ir donde Él mande.

      4

      LA CUCHARITA NO CESABA…

      “Así pues téngannos los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”.

      (1 Corintios 4:1)

      La cucharita subía y bajaba en las manos de mi esposo hacia la boca de nuestra pequeña hija de año y medio. Esta al principio se resistió un poco a recibir su contenido, pero tras breves segundos abrió su boquita y absorbió el medicamento. Era la enésima vez que observaba a mi esposo en esa rutina y me enterneció. Esbocé una sonrisa, le acaricié el cabello y le dije:

      —Pobrecito, hace cuatro años que vienes haciendo lo mismo sin descansar.

      —¿Qué? —me interrogó él sorprendido, pues no era consciente de mis reflexiones.

      —Administrar las medicinas, ¿no estás cansado de esa cucharita?

      —Ah…

      Sonreímos los dos, y él repitió el acto con nuestra hija de tres años y medio. Esta abrió rápidamente la boca, pidió agua, sorbió un trago y desapareció de la habitación corriendo. Luego mi esposo me preguntó si le había dado la medicina a nuestro hijo mayor, antes que éste partiera al colegio. Sí lo había hecho.

      Había amanecido algo animada aquella mañana, a pesar de no sentirme tampoco muy bien físicamente. Las jaquecas de las que sufría desde hacía veinte años eran más frecuentes ahora. Pero recuerdo perfectamente mi estado de ánimo, pues al ver la cucharita sonreí y hasta bromeé, ¡ah esa cucharita en otras ocasiones me hacía llorar!

      Hacía cerca de cuatro años que dejamos nuestro hogar en Lima para venir a ministrar a esta ciudad, una de las provincias de nuestro país. Y estábamos aquí experimentando un sin número de vivencias que jamás nos imaginamos. Aprendiendo a fructificar en medio de la adversidad, intentando esforzarnos en la gracia y recibiendo de nuestro Dios tanto el bien como el mal. Recuerdo perfectamente nuestra actitud cuando partimos. Habíamos pasado meses de oración buscando la voluntad de Dios para nuestras vidas, sabíamos que Él nos había llamado a las misiones, que nos había dicho claramente que íbamos a “salir”, se habían cerrado otras puertas y se habían abierto las de esta iglesia en esta ciudad. Entonces Dios nos dio la convicción, no hubo lágrimas, ni sufrimiento, sino gozo y alegría.

      Estábamos seguros que era su voluntad, que él estaba dirigiendo claramente nuestras vidas, ni la sombra de una leve duda. Era un desafío desconocido, pero tal vez el primer paso para aprender a hacer misiones. Y salimos. Trabajo arduo mudarse de ciudad con un niño de cuatro años y una recién nacida. ¿Qué nos esperaba? No lo sabíamos, la inquietud de nuestros corazones era llevada al altar del Señor en una


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