El pasado cambiante. José María Gómez Herráez
Читать онлайн книгу.el subdesarrollo económico tiene, de forma autónoma, el menor desarrollo científico. Aunque no deja de incrustar en algún caso el papel que en el atraso tienen las oligarquías interiores y, con más frecuencia, el de los países avanzados, estos factores aparecen bastante desdibujados. En realidad, la insistencia en esa división entre primer y tercer mundo, como categorías muy separadas, impide vislumbrar, por un lado, las semejanzas generales, y, por otro, la variedad de casos en una y otra situación: se trata, de hecho, siempre, en ambos espacios, de países marcados por una estructura y una dinámica capitalistas, que se resuelven bajo manifestaciones diversas tanto por factores internos como por las interacciones externas que se producen. Por otra parte, no queremos dejar de insistir en otra cuestión: el relativismo no supone, básicamente, negar las posibilidades del desarrollo científico, sino que, ante todo, preconiza cautela ante un cientifismo absoluto, promueve un sentido crítico por parte de la sociedad y nubla, eso sí, la idea de la ciencia como ámbito ordenado donde la comunicación interna resulta fluida y el progreso es la meta unívoca e incuestionable.
En general, ante toda esta serie de visiones críticas, queremos concluir enfatizando algunas ideas y formulando algunos comentarios. Es cierto que, en algunos planteamientos, las posturas relativistas diluyen la posibilidad de progreso científico en función de la variedad de teorías alternativas disponibles, como en el caso de Feyerabend, que incluso, aunque quizás de forma más provocativa que efectiva, colocaba en el mismo plano las tradiciones de carácter racional e irracional. La idea de que diversos aspectos sociales y profesionales marcan direcciones distintas en el desarrollo de las teorías constituye, en realidad, un punto poco propicio para comparar y optar por una de ellas como más próxima a la verdad. Con frecuencia, ni siquiera la verdad final constituye una perspectiva única, puesto que a partir de valores diferentes se generan objetivos explicativos distintos. Pero esto no significa un rechazo tajante de las posibilidades de progreso y de discernir entre enfoques ni, menos, que los autores relativistas constituyan, como Bunge alega, un «caballo de Troya» para destruir la ciencia. Por lo pronto, al margen de sus intenciones de autorreflexión, los relativistas deben considerar sus propias visiones, al menos, como mejores y más «objetivas», como reflejan al argumentar minuciosamente en su defensa y compararlas con otras, aunque sea en términos difusos. Pero, además, aunque se destaque la existencia de varias formas de percepción y de pautas previamente trazadas por la comunidad científica en un contexto social, ello no significa que la realidad externa no juegue papel alguno como campo de referencia. Las premisas marcan cauces a la percepción, pero es la realidad externa la que circula por ellos, la que se analiza o se ignora, la que induce también en parte al acuerdo o no permite salir del desacuerdo. Por otra parte, si se considera que son diversas y contingentes las posibilidades de desarrollo del conocimiento científico, no es por una cuestión de voluntades o veleidades en abstracto que puedan desembocar en tantas posiciones como individuos intervengan, sino porque existen diversos elementos –marco social, ideologías, negociaciones, inercias inevitables, rumbos previstos de innovación, etc.– que actúan como condicionantes fundamentales. Las concepciones científicas no se siguen de forma indefectible en función de unas u otras preferencias personales, sino que se relacionan con diversos factores y se aceptan mediante procesos donde juega un papel fuerte el inconsciente. La crítica y el debate, además, vienen a formar parte consustancial de las negociaciones, sin que en ello pueda prescindirse de la realidad, aunque sea para deformarla burdamente.
A nuestro juicio, aceptar el enfoque relativista de la ciencia no supone, contra la opinión y los temores posibles, un abocamiento hacia el caos, hacia la inseguridad y hacia la arbitrariedad. Aunque guiado por su defensa de las tradiciones irracionales, Feyerabend (1982: 91-92) realiza una defensa tan sugestiva como la siguiente:
¿En qué consiste el relativismo, que parece sembrar el temor a la divinidad dentro de cada cual?
Consiste en darse cuenta de que nuestro punto de vista más querido puede convertirse en una más de las múltiples formas de organizar la vida, importante para quienes están educados en la tradición correspondiente, pero completamente desprovisto de interés –y acaso un obstáculo para los demás. Sólo unos pocos están satisfechos de poder pensar y vivir de una forma que les agrada, sin soñar en imponer obligatoriamente a los demás su tradición. Para la gran mayoría (que incluye a los cristianos, los racionalistas, los liberales y buena parte de los marxistas) existe una única verdad que debe prevalecer. La tolerancia no se entiende como aceptación de la falsedad codo a codo con la verdad, sino como trato humanitario a quienes desgraciadamente están sumidos en la falsedad. El relativismo pondría fin a este cómodo ejercicio de superioridad y, por tanto, a la aversión.
No está claro que este planteamiento literal, pese a su talante abierto y democrático, pueda abocar a situaciones menos adversas que las que este pensador deplora por la primacía del sistema racionalista. El irracionalismo abarca vertientes bastante negativas para el género humano o para algunos sectores del mismo. Pero, si se reclama una libertad amplia de pensamiento, que suponga liberación de reglas estrictas, y la ciencia deja de verse como una panacea neutral contra todos los problemas, la sugerencia cobra especial interés. En realidad, Feyerabend no llega en su marcado relativismo a rechazar el papel de los científicos en la sociedad, pero sí contempla la necesidad de que los ciudadanos controlen su comportamiento y participen en las decisiones que les conciernen. En una línea próxima, aunque marcada por el análisis de las conexiones sociales, son varios los autores que, como G. Fourez, han defendido una posición importante para la ciencia, pero sin ignorar el carácter social y político –no susceptible, por tanto, de soluciones meramente técnicas– de los problemas. El científico puede ser escuchado, pero sus criterios no deben prevalecer ante cualquier otra consideración, puesto que, a fin de cuentas, también él esgrime determinados planteamientos políticos bajo sus argumentos técnicos. Las respuestas científicas aparecen, bajo esta nueva luz, como unas posibilidades abiertas al seguimiento, al rechazo, a la matización y a la renegociación en el propio seno social que las ha inspirado. El problema evidente que surge, en cualquier caso, es el de cómo organizar y ponderar la participación de cada elemento, de los científicos y de los no científicos. Por un lado, en la defensa de sus intereses y de sus criterios, los científicos hallan aliados en la sociedad y en las instituciones. Por otro, los ciudadanos se encuentran fragmentados en clases y grupos de interés que condicionan sus posturas ante las teorías y propuestas científicas. Pero, además, por otra parte, aunque del conjunto de la población emerjan colectivos experimentados capaces de plantear contrastes e influir positivamente en algunas alternativas, los criterios de la mayoría respecto a muchos problemas vienen modelados, precisamente, por las visiones que de forma vulgarizada y más convencional que en sus trabajos especializados difunden los propios científicos.
La idea de que los criterios del experto constituyen una postura más en un debate que debe implicar a los afectados se encuentra, en realidad, muy arraigada en sectores profesionales y políticos de orientación diversa que, con sus efectos positivos, también contemplan riesgos diversos en la ciencia.26 Mediante estas ideas, se entra en un terreno donde es difícil hallar el punto idóneo de equilibrio. Puede aceptarse, con Cereijido, que la capacidad de interferencia social explica límites como los que las distintas Iglesias, con sus valores y sus concepciones especiales, han puesto históricamente sobre el desarrollo científico. Pero ello no es óbice para otorgarle a la ciencia un papel privilegiado, al margen del debate político y social. Desde la órbita de la economía, la necesidad de diálogo era resaltada por un autor como Arthur C. Pigou (1973: 124-125) cuando, tras comparar los sistemas capitalista y socialista, trataba de presentar unas conclusiones. En esta fase, el economista británico no rehuía decantarse por una fórmula que, aunque capitalista en sustancia, incluía una serie de elementos de aplicación gradual –nacionalizaciones, planificación de inversiones, impuestos de herencia y de la renta, etc.– para «disminuir las escandalosas desigualdades de fortuna y de oportunidades que afean nuestra civilización». Pero, previamente, no dejaba de presentar tales sugerencias como «cuestiones de fe» personales sobre las que él, como especialista académico más o menos «enclaustrado», no tenía la calificación, experiencia y sensibilidad de quienes afrontaban directamente los problemas.
Además