Beguinas. Memoria herida. María Cristina Inogés Sanz

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Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz


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que dirigía los pensamientos y actividades de un laicado obediente y receptivo a causa de su falta de preparación en temas religiosos. En este laicado obediente, receptivo, y añadiría que sumiso, entraban por igual reyes, nobles, comerciantes y campesinos. La falta de solidaridad entre los laicos, fruto de una sociedad fuertemente jerarquizada en sus diferentes estratos sociales, hizo que nadie viera mal ni se sintiera perjudicado por la superioridad intelectual del clero, sobre todo del clero proveniente de familias pudientes, que se permitía tener una buena formación, y que nosotros conocemos como alto clero.

      Ese alto clero distaba mucho de querer parecerse al clero bajo, sin casi preparación y que a duras penas subsistía de la celebración de misas y poco más. Sin embargo, ambos –el alto clero y el bajo clero– compartían un interés común respecto a la protección de las «libertades» –que así de denominaban– del clero. Estas libertades consistían en la exención del clero de la justicia de los tribunales seculares; la exención de pagar impuestos por los bienes clericales; la exclusión de toda interferencia secular en los nombramientos eclesiásticos –aunque esto no siempre se consiguió–. Aunque siempre hubo alguna tensión dentro de esta pretendida unidad del clero, hay que reconocer que era la fuerza de mayor peso en la sociedad medieval. De ahí la impronta que ha dejado en la historia.

      La jerarquía clerical reivindicó su papel como único canal para la autoridad sobrenatural. Para ello contaron con un considerable número de sacerdotes y religiosos diseminados por Europa desde el siglo XII y, de forma muy estable, desde el XIII; se dieron algunas injerencias civiles en el gobierno de la Iglesia, y esta, como respuesta, se reafirmó con un clericalismo que fue adquiriendo un grado de poder que no todo el mundo aceptó y que, a la larga, le trajo más problemas –que todavía hoy padecemos– que beneficios; no toda Europa bebía del cristianismo –más bien de la religión– que proponía la jerarquía eclesiástica, que se convirtió en garante de qué formas de conocimiento y expresión guardaban la ortodoxia y cuáles eran heterodoxas.

      En prácticamente la totalidad de los territorios, el obispado era la institución más antigua del lugar; más que los monasterios, por muchos años que llevaran instalados; más que cualquier dinastía o señorío. Los obispos eran los señores territoriales más importantes de Europa, que, además, estaban en su mayoría emparentados con la realeza o la nobleza del lugar. Llegar a obispo tenía mucho que ver con la cuna en la que hubiese sido criado un niño desde su nacimiento. Una vez elegido obispo, era muy complicado que se destituyera a alguien, incluso para el propio papa, y esto propiciaba que se sintieran muy seguros de su puesto y que no se dejaran manejar fácilmente.

      La distancia física con Roma podía ser mucha, y las comunicaciones, lentas, por eso, y porque la ley eclesiástica los amparaba, actuaban como señores de su territorio y a favor de la institución a la que representaban, y a sí mismos en algunas ocasiones. Reconducidos a una vida más pastoral y ayudados por el papa, algunos se resistieron a cambiar, ya que veían al papa como el obispo de Roma, pero obispo al fin.

      Lejos quedaban figuras de obispos como Willibrord (658-739) –primer obispo de Utrech y miembro de la misión anglosajona– y Bonifacio 15 (680-755), fundador de los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau, en Alemania. Estos obispos reflejaron el espíritu misionero que debían tener los pastores a los que se les entregaban las diócesis. Sin embargo, en la Baja Edad Media, el perfil general de los obispos era completamente diferente.

      Llegados a ese punto, con un clericalismo cada vez más creciente, una parte numerosa de esa sociedad teocrática se fue convirtiendo en un hervidero de movimientos que pretendían la incorporación de los laicos –hombres y mujeres– a lo que hoy llamaríamos tareas de evangelización y la posibilidad de acceso a los textos sagrados –que solo leía el clero–, traducidos a las lenguas que las gentes que no sabían leer pudieran escuchar y entender, porque desconocían el latín culto. Estos movimientos encontraron en el medio urbano el terreno abonado que necesitaban para expandir sus ideas, ya que sus habitantes recibían las novedades y las transmitían mucho mejor que los que vivían en zonas rurales, tradicionalmente más aislados. Todos los grupos fueron calificados de heréticos cuando realmente no todos lo fueron.

      En el siglo XVI, cuando la Reforma de Lutero consiga cuajar lo que durante cuatro siglos se coció a fuego lento en el viejo sistema de ensayo y error, no apelará a una generación de cristianos incrédulos, indiferentes o sensibleros, sino que apelará a una generación que sabía tomarse el cristianismo muy en serio. Dejando de lado las oportunidades políticas que algunos vieron en ese momento y circunstancia, la seriedad de esos cristianos le sirvió de mucho a la Reforma. Y debería ser ejemplo para nosotros hoy.

      La mística

      Hay quien piensa que la mística son los fenómenos paramísticos que llaman la atención: levitaciones, arrobamientos, pérdidas de consciencia, experiencias extracorpóreas, éxtasis... Eso, por extraño que parezca, sería lo fácil de la mística. Es cierto que algunos místicos vivieron esas experiencias; sin embargo, no todos los místicos han pasado por ellas. Las experiencias paramísticas no son lo esencial de la mística.

      Tengamos presentes las palabras de Juan Martín Velasco sobre la mística:

      «Mística» es una palabra sometida a usos tan variados, utilizada en contextos vitales tan diferentes, que todos cuantos intentan aproximarse a su significado con un mínimo de rigor se sienten en la necesidad de llamar de entrada la atención sobre su polisemia y hasta su ambigüedad 16.

      Y en otro texto dice:

      Con la palabra «mística» nos referimos, en términos todavía muy generales o imprecisos, a experiencias interiores, inmediatas, fruitivas, que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la conciencia ordinaria y objetiva, de la unión –cualquiera que sea la forma en que se la viva– del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el espíritu 17.

      Y ahora nos acercamos a la mística desde el punto que creo más cercano a las beguinas y, por supuesto, desde la peculiaridad de la mística cristiana, en la cual es Dios quien toma la iniciativa de unirse al ser humano, frente a otras.

      Es verdad que las expresiones teológicas de las beguinas, a la hora de intentar decir sus vivencias, plantean todo un reto para nuestra realidad cultural y teológica actual; sin embargo, por ello no podemos dejar de admirar su aportación y su forma de vida y, por otra parte, ¿quién no desearía tener una experiencia de ese tipo y acercarse algo al Misterio?

      Toda espiritualidad responde a los interrogantes de un tiempo, y nunca les responde de otra manera que en los mismos términos de tales interrogantes. Y la mejor forma de expresarlo, acaso la única, sea la poesía, una verdad no demostrada, sino solo sugerida por ese más que expande el misterio de la belleza sobre las razones 18.

      La mística es el encuentro con Cristo resucitado y el cambio de vida que esto produce –porque es un Dios muy cercano–, ya que «el ser humano toma conciencia de la presencia de Dios en su interior y adquiere la certeza de ser un santuario en el que reside el soplo del aliento divino» 19. No podemos olvidar que el testigo es el que transmite la experiencia del Resucitado. La mística no es una experiencia puntual y concreta que pasa una vez; el testigo, realmente, no se detiene ante esa puntual experiencia de Dios, sino que sigue en búsqueda del profundo conocimiento de ese Dios que se presenta y es percibido como Amor. A partir de esa experiencia, el místico es capaz de mirar la realidad con categorías creyentes. Como bautizados, todos somos místicos en potencia, e incluso algunos no bautizados han sido místicos, porque el Misterio no encuentra barreras; para eso solo es necesario vivir profunda y abiertamente sin poner barreras a ese Misterio que se derrama.

      Pues bien, mujeres y hombres medievales tomaron la palabra para manifestar la experiencia de Dios que habían tenido –por iniciativa de ese Dios– a través de versos y poemas. Entre los varones destacan Eckhart 20, Taulero 21, Suso 22 y Ruysbroek 23; entre las mujeres destacan Beatriz de Nazaret, Hadewijch de Amberes, Matilde Magdeburgo, Juliana de Norwich, Margarita


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