Beguinas. Memoria herida. María Cristina Inogés Sanz

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Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz


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la ruptura de Inglaterra con Roma y la aparición de la Iglesia anglicana se debe solamente al capricho de Enrique VIII al pretender divorciarse de Catalina de Aragón. Y no fue así, ya que desde hacía mucho tiempo se estaba larvando un gran descontento entre la nobleza, que aprovechó una circunstancia personal para convertirla en asunto de Estado. El Concilio de Constanza (1414-1418) condenó las enseñanzas de John Wyclif, que pasó a ser hereje, al igual que sus seguidores.

      Los husitas, herederos directos de los lolardos, creían y predicaban que era Cristo quien sostenía a la Iglesia y no el papa; estaban interesados en una reforma moral en general, más que en una reforma eclesiástica, y predicaban que el castigo para el pecado mortal tenía que ser el mismo fuera quien fuera el que lo había cometido y, si eran papas u obispos, debían ser apartados de sus cargos inmediatamente. Este movimiento arrastraba un sabor amargo ante lo católico, ya que tres siglos antes habían sido sometidos política y eclesiásticamente por católicos alemanes, lo que demuestra que no solo son factores de tipo religioso lo que alimentó a estos movimientos. Hus mantuvo que defendería sus ideas en un juicio; así lo hizo y fue condenado. Le despojaron de su condición de clérigo y fue quemado en la hoguera, y sus cenizas, arrojadas al río Moldava. Esto lo convirtió en un héroe nacional.

      La herejía era sinónimo en la Edad Media de destrucción de la cristiandad, y quienes se veían amenazados, Iglesia y poderes feudales, actuaron en consecuencia. La Iglesia, con una centralización ya consolidada –derecho canónico, monopolio pontificio de la ortodoxia...–, prestó a los señores y nobles feudales la inestimable ayuda de su discurso eclesiástico, y estos, los señores feudales, intentaron un relativo fortalecimiento de su realidad política –Inglaterra, Corona de Aragón, Francia...–, muy fraccionada en la época.

      Al principio, la Iglesia, que se defendía de lo que consideraba un ataque, intentó un acercamiento y la vuelta de los miembros de los movimientos disidentes; finalmente, con el devenir del tiempo y ante la magnitud que cobraron algunos de ellos, la Iglesia admitió el uso de la fuerza y la violencia. Desde entonces, pocas veces resultaron pacíficas las soluciones para disuadir o prohibir los intentos de estas personas y movimientos, que, no olvidemos, actuaban con auténtico deseo de purificar la Iglesia.

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