Curva Peligrosa. Pamela Fagan Hutchins

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Curva Peligrosa - Pamela Fagan Hutchins


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intercambio promocionaba cachorros, artículos de esgrima y arneses para caballos de trabajo. Competía con la televisión de la otra habitación y con los ronquidos de Ferdinand, su lobero irlandés, que se comía toda la casa y olía siempre como si se hubiera revolcado en un perro de la pradera muerto. A través del ventanal del fondo de la sala de estar y el comedor, podía ver las hojas doradas del otoño en los álamos del patio trasero, que brillaban con la brisa y el sol. A pesar de la insistencia del reloj, no se movió. Echaba de menos a su madre y a su hermana de forma paralizante. Ya había agotado su presupuesto mensual para llamadas de larga distancia hablando con ellas en las dos primeras semanas de septiembre. Les escribía cartas, pero sólo le respondían una de cada tres que les enviaba. Ella lo entendía. Se tenían la una a la otra y a su familia, amigos y a la comunidad. Ella era la solitaria.

      ¿Por qué Patrick tuvo que alejarlos tanto de todas las personas que le importaban? Sólo se tenían el uno al otro. Parecía que estaba intentando recuperar un elemento –el norte- del sueño que había abandonado en favor de la facultad de medicina: ser un biólogo especialista en fauna silvestre o un guardabosque pobre pero feliz. Claro que había hecho algunos amigos en Búfalo, pero no era lo mismo que en casa. Bueno, excepto por Evangeline Sibley. La esposa embarazada del ranchero era lo más parecido a tener su propia hermana aquí. Patrick también era muy amigo del marido de Vangie, Henry. Pero, a decir verdad, el resto de las mujeres nativas de Wyoming eran demasiado rudas y campestres para Susanne. La mayoría de ellas nunca había conocido un lápiz de labios o un colorete. Cazaban y pescaban con -o sin- los hombres. Susanne estaba orgullosa de ser una dama sureña. No quería ser como las mujeres del lugar, pero seguía sintiéndose de alguna manera... insignificante... cerca de ellas.

      Como para confirmar sus pensamientos, el locutor de la radio dijo: "Becky Wills ha sacado una marca de alce cerca de Jackson y está buscando a alguien que cuide a sus hijos, de tres, cinco y siete años, durante unos diez días mientras ella y su marido se van de cacería".

      Sólo en Wyoming una mujer se anunciaría en la radio para encontrar a alguien que cuidara a sus hijos para poder ir a cazar. Susanne nunca habría dejado a sus hijos con extraños. Al menos no en Texas. Quizá hubiese hecho lo mismo si tuviera que salir de la ciudad a toda prisa por una emergencia, pero seguro que nunca lo hubiese hecho solo por irse de cacería.

      ¿Cómo se suponía que iba a convivir con mujeres como Becky Wills? Y todas eran como ella.

      Trish entró en la cocina, frotándose los ojos. Parte de su cabello rubio formaba un marco borroso alrededor de su cabeza y su rostro, habiéndose soltado de dos largas trenzas francesas. "¿Qué hay para desayunar?".

      Ferdinand se levantó. Estiró su cuerpo flaco y desaliñado de poni en una postura de perro boca abajo. Luego, como un galgo, rebotó y flotó hacia Trish. Ella lo abrazó por el cuello y le arrulló.

      "Perry, Ferdie y yo comimos hace dos horas. Hay cereales en la despensa".

      Los ojos de Trish se entrecerraron y frunció la nariz, pero cogió un tazón y una cuchara, y los posó con fuerza sobre la gruesa mesa. Susanne se estremeció. La mesa era especial para ella, junto con el aparador a juego que había al lado. Nogal pulido, herrajes de latón y puertas de cristal. Eran los primeros muebles nuevos que ella y Patrick habían comprado. Por suerte, el mantel individual absorbió el impacto del bol. Trish se dio la vuelta para buscar los cereales y la leche.

      "Tu padre está en el hospital. Va a querer irse en cuanto vuelva".

      "Bien por él".

      "Trish". El tono de su voz decía: "Basta ya". Ella suspiró. "No eres demasiado mayor para darte unos buenos azotes". No estaba orgullosa de ello, pero Susanne había roto varas de medir, cucharas de madera, cepillos de pelo y palos en los traseros de sus hijos. Esto no los había frenado mucho.

      "Si es que puedes atraparme".

      Susanne señaló el cabello de su hija. "Para eso están las colas".

      Trish echó los cereales y la leche en su cuenco. Hizo sonar la cuchara contra sus dientes y luego sorbió la leche de un gran bocado. "¿A qué hora llegará?".

      "Modales, Trish. Debe estar por llegar".

      "Gracias por despertarme".

      Susanne fingió no notar el sarcasmo. "De nada".

      El teléfono sonó. Esperando que fuera su madre o su hermana, Susanne se lanzó a por él. No fue tan rápida como su hija.

      "Residencia Flint, habla Trish". La adolescente puso los ojos en blanco mientras decía el saludo que sus padres le exigían. Escuchó un momento. "No está aquí ahora mismo. Déjame llamar a mi madre". Tendiendo el teléfono a Susanne, dijo: "Quieren dejar un mensaje, ya sabes".

      "No digas 'ya sabes'. No lo sé si no me lo dices tú". Susanne gruñó pero le arrebató el teléfono a su hija. "Soy Susanne Flint".

      "Hola, señora Flint. Soy Hal Greybull, el forense del condado".

      "Hola, Sr. Greybull. Nos conocimos en el desayuno de panqueques para los bomberos, creo".

      "En efecto, lo hicimos. Intenté comunicarme con Patrick llamando al hospital, pero no lo he localizado. ¿Puede decirle que me llame?"

      "Lo siento. Debe estar de camino a casa. ¿Él sabrá de qué se trata?".

      "Tengo algunas preguntas finales para él antes de dar a conocer la autopsia y el informe de Jones". Recitó un número de teléfono.

      Susanne sabía de qué caso se trataba. Su marido había estado fuera de sí desde el día en que no pudo salvar la vida de la anciana. Patrick era brillante, y ella sabía que había hecho todo lo posible. A veces las cosas malas simplemente suceden. Sin ningún motivo. Los humanos viven, los humanos mueren, y los médicos no son Dios, pero muy poca gente entiende eso. "No hay problema".

      "Gracias".

      Susanne colgó el teléfono. Su mente se trasladó a la noche en que Bethany Jones murió. Patrick había llorado en los brazos de Susanne. Sus ojos ardían. Había tenido mucha suerte con su marido en muchos aspectos. Quizá Wyoming no fuera para siempre.

      La cuchara de Trish cayó a la mesa, fuera del mantel. Con la boca llena, dijo: "¿Por qué papá nos hace ir a cazar alces con él?"

      Buena pregunta. Una que prefirió ignorar. Las discusiones con las adolescentes debían evitarse a toda costa. "Quita tu cuchara de mi mesa".

      Trish lo hizo, lentamente.

      Un pensamiento golpeó a Susanne. Entendía por qué Patrick quería ir. Le encantaba cazar. Incluso entendía lo mucho que quería pasar tiempo con los niños y compartir con ellos esa actividad que tanto le gustaba. Pero, ¿por qué tenía que ir ella? Ella estaba con los niños todo el tiempo. En su mente marcó los puntos en contra de la caza. Odiaba, sin ningún orden en particular, pasar frío, dormir en el suelo, disparar, los caballos y las cosas muertas. En un instante, supo por qué no había hecho que los niños empacaran o terminaran de preparar sus propias cosas.

      Ella no iba a ir.

      "Mamá, ¿me has oído? He preguntado por qué papá nos hace ir".

      La puerta principal se abrió y se cerró. Patrick estaba en casa. Ferdinand bajó trotando a saludarlo. Oyó a Patrick saludar y luego sacar al perro.

      "Pregúntale a tu padre".

      Perry estaba tan absorto con la televisión que no oyó entrar a su padre. De haberlo hecho, habría saltado y apagado el aparato. Patrick y Susanne solían limitar a los niños a El mundo submarino de Jacques Cousteau o El reino salvaje, y a un dibujo animado a la semana. En su desasosiego, Susanne había olvidado supervisar la adición de Perry a la televisión.

      La silueta de Patrick apareció en lo alto de la escalera, que daba al salón, y Perry. "¿Quién está listo para la caza?" Su apuesto rostro lucía un poco demacrado, pero su voz sobaba alegre.

      "Hola, cariño", dijo Susanne. "¿Una noche larga?".

      Trish


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