Clima, naturaleza y desastre. AAVV

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sufrían a las faldas de Peñalara no era nada con el que hacía en Madrid. Podríamos mencionar también el episodio de fines de julio de 1762 en La Granja, no por el calor, sino porque trajo consigo uno de los raros casos de desencadenamiento de tempestades, según explicaba el mismo monarca (124).

      Pero no fueron, como ya parecían indicar los fenómenos extremos comentados, los periodos cálidos los que dieron el tono, según nuestra fuente, a la primera mitad de los años 60. Ciertamente, buena parte de los inviernos resultaron suaves, y las menciones a puntas de temperatura por encima de lo normal tampoco faltan a finales del invierno y al principio de la primavera (14, 15, 18, 225), pero entendemos que forman parte de la variabilidad normal de la estación. Ahora bien, llama la atención la sucesión de meses con episodios de excesivo fresco o frío (incluso para La Granja) que se dan en algunas primaveras pero sobre todo en los veranos y otoños, precisamente en algunos de los años donde también hemos identificado olas de calor: 1761, 1762 y 1763 registraron episodios de esa naturaleza en verano; y 1760, 1761, 1762 y especialmente 1764 en otoño. El resultado es que 27 de los 65 meses observados registrarían valores inusuales, de los cuales 22 estarían por debajo de lo normal, y sólo 5 por encima. Hemos procurado emplear criterios restrictivos, pero si el observador no era especialmente sensible al frío –y no tenemos porqué pensarlo– el resultado sería un periodo con una clara tendencia a producir bruscas oscilaciones extemporáneas de tiempo fresco y frío. El mes de junio de 1762 puede servir de ejemplo, no siendo ni mucho menos el único: tras haber hecho ya calor en su primera mitad, las temperaturas cayeron como consecuencia de unas lluvias, de modo que lo cerraron aún vestidos de paño (119), unas prendas que tendrían que vestir ese mismo año antes de que terminase septiembre debido a la pronta caída de las temperaturas (133).73 Una muestra adicional de estos comportamientos inhabituales la tenemos en la primera semana de noviembre de 1763, cuando el rey escribía desde El Escorial –en un párrafo que no deja de recordarnos el conocido texto del barón de Maldá sobre lo extraño de las tormentas que él sufría en 178674– diciendo que tenían «un tiempo malísimo de lluvias, y truenos» (181), algo bastante poco habitual en la actualidad en aquella zona, incluso en observatorios de montaña, como el de Navacerrada. Por cierto, no es la única ocasión en la que el monarca alude al miedo que doña Isabel de Farnesio sentía por las tormentas.75

       Sobre el tiempo en Parma

      Como se ha dicho, el epistolario de Carlos III con Felipe de Parma contiene referencias indirectas al tiempo reinante en Parma durante el mismo periodo, extractadas de las cartas que le enviaba su hermano desde los distintos enclaves por los que si iba moviendo, en un circuito similar al de las jornadas reales españolas, si bien a escala más reducida y flexible (Parma, Sala, Colorno y Castelnuovo). En conjunto, contienen este tipo de referencias 177 cartas de Carlos III.76 Diversos factores aconsejan no efectuar por ahora la explotación de esta información. Ante todo, tanto por el hecho de tratarse de información secundaria, como creer no cerrada la posibilidad de poder localizar las cartas originales de D. Felipe a su hermano, si bien nuestros esfuerzos por hallarlas en diversos archivos españoles (Palacio Real, General de Simancas, Histórico Nacional) han resultado por el momento infructuosos. Hay que tener en cuenta también la menor densidad de la serie, que con ser importante, está claramente por debajo de la referida a la Península Ibérica; incluso el umbral de sensibilidad personal del duque de Parma, un hombre que también practicaba la caza pero que gustaba de la ópera y de otros placeres más cómodos, ajenos a los de su austero hermano, lo que bien podía generar unas percepciones diferentes del tiempo. Por todo ello, hemos preferido limitarnos a poner a disposición un extracto de las citas que contienen las cartas de Carlos III sobre el tiempo que su hermano le decía que tenía en Parma (anexo 2).

      El lector encontrará en dicho cuadro un conjunto de indicaciones que son las propias de un clima como el de Parma, templado pero con claras diferencias respecto a los propios del interior ibérico (Cfa frente a los Csa/Csb de los Reales Sitios). Eso sí, de ser fieles las citas efectuadas por D. Carlos, el clima parmesano de estos años estuvo sometido a unas acusadísimas oscilaciones, tanto en lo que se refiere a temperaturas como a precipitaciones. Ello contribuye, en primera instancia, a enriquecer en cierta medida el vocabulario empleado a la hora de caracterizar dicho clima, especialmente el adverso. Así, cuando se trata del mal tiempo invernal, puede calificársele como «terrible» o «perverso»; o si se trata del calor veraniego, como «insufrible», «horrible», «excesivo», que no dejaba «vivir ni de día ni de noche». También se incorporan fenómenos nuevos o que apenas tienen representación en las descripciones del tiempo en España, como nevadas que dejaban mantos de nieve de mayor espesor y duración, heladas persistentes del suelo, desbordamientos y avenidas fluviales... todo lo cual llegaba a forzarle a permanecer en casa durante semanas sin poder salir, o interrumpía seriamente las comunicaciones. Por supuesto, algunos de estos episodios fueron lo bastante notables como para llamar la atención de los observadores. Así, en 1760 el mucho frío de mayo, las inundaciones de septiembre y la tierra helada de diciembre; en 1761 el atraso de las cosechas por el exceso de lluvias seguido de un verano muy cálido; en 1762, el exceso de nieve y hielo, en marzo, que se conceptúa más propio del mes de enero, las crecidas fluviales en abril, el insólitamente frío mes de junio («como en invierno») y el superlativo calor de julio y agosto; en enero de 1763, la caída de media vara de nieve y su persistencia, así como los campos «como mares» del mes de junio; y en 1764, de nuevo el frío mes de junio (calificado como «raro» y que les forzó a andar aún vestidos de paño), la prematura nevada del 30 de septiembre (considerada también «muy temprana»), y de nuevo las inundaciones de noviembre. Los testimonios, que es necesario contrastar aún más que en el caso de las informaciones sobre España, parecen apuntar a unos veranos anómalos (bien por unos meses de junio muy frescos o húmedos, bien por los de junio y julio muy cálidos), así como a un comportamiento muy frío y simétrico al español en el caso del inicio del otoño de 1764.

      A MODO DE CONCLUSIONES

      Es evidente que, tal como el profesor Alberola ha puesto recientemente de manifiesto,77 los epistolarios ofrecen grandes posibilidades para los trabajos de climatología histórica, en primer término como fuente de diversos proxy-data. Sin duda, es difícil que ofrezcan la continuidad y la consistencia de los aquí presentados y en cuyo análisis vamos a continuar, pero la abundancia de este tipo de fuentes en los archivos españoles, apenas explotada, abre un camino que debe ser explorado sistemáticamente.

      Sin duda, ello exigirá el desarrollo de herramientas –hemos señalado las lexicográficas– y una sistematización metodológica adaptada a las peculiaridades de esta documentación y de los procedimientos de cuantificación ya establecidos.

      Del mismo modo, hemos querido también poner de manifiesto la absoluta necesidad de contrastar la información obtenida mediante los epistolarios con la proporcionada por otro tipo de fuentes, en primer término las propias documentales (rogativas, dietarios...), pues es indudable que por sí solos los epistolarios –aun con el grado de consistencia del que hemos manejado– están lejos de permitirnos efectuar, por sí solos, una caracterización climática de los periodos en que fueron escritos.

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