Al hilo del tiempo. Dámaso de Lario Ramírez

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Al hilo del tiempo - Dámaso de Lario Ramírez


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e incluso, excava pacientemente en la legislación aprobada (o simplemente presentada), descubre un microcosmos fascinante de la sociedad en que las Cortes se desenvolvían.

      Se desvelan así, de forma incontestable, las tensiones internas entre los distintos brazos, y dentro de cada brazo, en justa correspondencia con la diversidad de intereses que los teóricos representantes valencianos defendían. No hay que olvidar que los brazos rara vez representaban los intereses de los habitantes mayoritarios del Reino, del pueblo llano, que era precisamente el que debía de pagar lo que los estamentos ofrecían al monarca. Lo que los asistentes a Cortes representaban eran los intereses específicos de la iglesia, la nobleza y las oligarquías municipales, y la defensa de éstos era lo que les llevaba a enfrentarse con el rey, aun cuando se disfrazara como un enfrentamiento en defensa de los intereses del Reino. Es así como surgen (lo descubrimos también en el estudio de las Cortes) curiosas solidaridades entre brazos que, a veces, parecen irreconciliables: eclesiásticos y nobles, nobles y representantes de las ciudades, y éstos con los eclesiásticos. Al final, todos se arreglaban y se arreglaban también muchos de ellos con el mismo rey, como prueban las prebendas, títulos y honores que éste solía conceder al término de las Cortes.

      También nos revela el estudio de la documentación de Cortes: los problemas económicos, financieros, religiosos y sociales que, en distintos momentos, atraviesa el Reino valenciano; las reformas y atropellos de la Real Audiencia; los problemas de la Generalitat; el problema crónico –en la Edad Moderna– del bandolerismo o el de la defensa del Reino; y un sinfín de cuestiones capaces de dar pistas útiles a historiadores sociales, de la economía, e incluso de la espiritualidad.

      Estas observaciones son válidas, por supuesto, para cortes no valencianas y, tal y como se puso de manifiesto en la reunión de Madrid de 1990, de la Comisión Internacional para la Historia de las Instituciones Representativas y Parlamentarias, para los otros parlamentos europeos también.

      ¿Qué fueron entonces, y a fin de cuentas, las Cortes valencianas forales? Aun a riesgo de cosechar algunas críticas severas, yo diría que las Cortes del Reino de Valencia fueron: pactistas, a pesar de los monarcas; democráticas, a su manera y sólo en lo que respecta al estamento real; y útiles a los intereses de las capas dominantes del Reino y, por supuesto, a los intereses del rey, al aprovechar estas asambleas parlamentarias para desplegar en ellas sus estrategias particulares, dirigidas a mejorar, en la medida de lo posible, sus respectivas posiciones.

      Todo ello sucedía, por supuesto, a espaldas de los que, en última instancia, daban sentido a esas reuniones: el pueblo llano, que era al que le tocaba efectuar la contribución económica que discutían, negociaban y votaban sus señores.

      Es posible que este juicio, algo teñido de ironía, aunque –sospecho– no muy alejado de la realidad (al menos, en cuanto al fondo de las cuestiones), escandalice a los que han visto en las Cortes de la Corona de Aragón en general, y en las valencianas en particular, un ejemplo de parlamentarismo democrático de viejo cuño, en el contexto de los parlamentos y cortes de la época. Mucho me temo que se trate de espejismos de la teoría pactista. Porque, visto desde la perspectiva de hoy, y con las herramientas analíticas de que disponemos, es difícil sostener que hubiera unos parlamentos absolutistas y otros democráticos. Aun admitiendo la sugerente distinción entre dominium regale y dominium politicum et regale, lo que hubo fue unas Cortes más absolutistas que otras, algunas Cortes con absolutismos más matizados y, en definitiva, una compleja maraña de tensiones en el seno de todas las Cortes por imponer –rey y estamentos– sus particulares absolutismos, siempre que las circunstancias y las debilidades en presencia se lo permitieran.

      De hecho, tal y como prueba contundentemente el dramático final del parlamentarismo foral valenciano, cuando una de las partes (la monarquía en este caso) pudo romper las reglas del juego, lo hizo sin contemplaciones.

      Períodos históricos aparte, y salvando las distancias, los problemas, las mentalidades y la cultura política pertinente, los mecanismos de presión y las luchas por el poder siguen siendo en lo esencial, hoy, los mismos que los de ayer.

      Por otra parte, es indudable, y así lo quiero recalcar expresamente, que las Cortes valencianas de hoy, salvo en el nombre, nada tienen que ver con las Cortes valencianas históricas o forales, con las Cortes valencianas de ayer. Como Francisco Tomás y Valiente ha escrito,

      el régimen jurídico de cada Comunidad Autónoma no debe identificarse con el que haya estado vigente en su territorio en cualquier etapa del pasado, pues la Constitución está por encima de toda tentación fuerista y de toda nostalgia que intente resucitar, sin más, instituciones pretéritas, acaso incompatibles con determinados preceptos constitucionales.25

      Las Cortes valencianas de hoy, basadas en nuestro Estatuto de Autonomía, tienen, desde luego, un marchamo representativo y unas garantías para el pueblo valenciano que, por definición, no podían tener las Cortes forales. Sin embargo, estoy seguro de que los historiadores futuros acudirán a la documentación emanada de ellas –igual que nosotros hemos acudido a la de las Cortes pasadas– para saber cuáles fueron los problemas y las preocupaciones que ocupaban a la sociedad valenciana actual. Aunque sólo fuera por eso, y desde mi peculiar perspectiva de historiador, el parlamentarismo valenciano actual habría merecido la pena ya.

      No obstante, desde mi condición de ciudadano, estoy convencido de que este parlamentarismo, estas Cortes valencianas, están sirviendo para muchas cosas más. Pero esa ya es otra historia.

      El siglo XVII inauguró una fase de depresión general en la Península Ibérica. Depresión temprana con respecto a Europa, y producida por un mercantilismo retenido a causa de la superestructura monopolista del momento. En medio de una enorme crisis general, las Cortes valencianas de 1626 marcan un hito dentro de la historia política valenciana, por su especial significación. Rodeada su convocatoria de una serie de extrañas circunstancias, tendrían también un final extraño. La petición del servicio, que por otra parte Olivares necesitaba a toda costa, fue una mera excusa para poder forzar la marcha normal de las sesiones de aquel parlamento, y eliminar así alguno de los privilegios que más fuerza daban a los estamentos, como el nemine discrepante. Los procedimientos legales de esas Cortes fueron deliberadamente violados por los representantes regios. De este modo, al finalizar aquellas sesiones, el organismo legislativo del reino había recibido un fuerte golpe que, unido al inicial de las Cortes de 1604, y al golpe final de 1645, determinaría su descomposición, con todo lo que ello significaba para Valencia. En definitiva, dentro de los planes de Olivares, estas reuniones fueron un paso más hacia la progresiva centralización y sumisión de la monarquía bajo la ley de Castilla.1

      El 17 de diciembre de 1625 el rey mandaba cartas a los representantes del Reino de Valencia, convocándoles a Cortes particulares en Monzón. El 15 de enero del año siguiente se inauguraban las Cortes, sin la asistencia regia. Debió de ser por aquellos días cuando Felipe IV envió a los estamentos allí reunidos cartas conteniendo una proposición oficiosa, que sería la base de las futuras discusiones. En ellas se encontraba el meollo de la petición real, y a ellas contestaron los representantes en el memorial que aquí se comenta. Memorial que no está fechado, pero que debió de ser escrito antes de que el rey hiciera la proposición oficial, el 31 de enero de 1626, y a la que los estamentos respondieron con menor detalle y mayor violencia que en esta ocasión.2

      Con gran sentimiento y ruido para revocar la orden, fueron los valencianos a «ochenta leguas de sus casas», a obedecer la voluntad real. Estribaba el inconveniente, fundamentalmente, en los fueros violados más que en la distancia que separaba Monzón de Valencia, y en la brevedad de la convocatoria. Más tarde, en el contrafur 9, se mencionarán las violaciones hechas, que se repetirán machaconamente a lo largo del proceso de las Cortes.3 La primera de las consideraciones hechas al rey, a la vista de sus cartas, era el deplorable estado en que el Reino había quedado tras la expulsión de los moriscos en 1609. Una expulsión que, además de ser antiforal, según se señalará en el contrafur 29, había privado al Reino del 22-30 % de su población total. Las consecuencias de este despoblamiento


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