Al hilo del tiempo. Dámaso de Lario Ramírez

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Al hilo del tiempo - Dámaso de Lario Ramírez


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para los agravios (greuges), con el fin de no exceder la suma establecida oficialmente en 1528. Querían hacer ver así, al actual rey, la buena voluntad con que siempre habían obrado los brazos del Reino. Lo cierto es que su magnanimidad comenzaba a pesarles; para satisfacer el último servicio tuvieron que cargar nuevos impuestos que, en veintidós años, no habían podido ser cobrados, al irrumpir la catástrofe de 1609. En el fur 70 pedirían, sin obtenerlo, la remisión de las cantidades adeudadas al rey hasta la celebración de las Cortes que estudiamos.11

      Con lo único que no transigían era con ofrecer una determinada cantidad de hombres, buscando luego los arbitrios para su pago, pues «no es decensia ofrecer lo que no saben si podrán cumplirlo». Lo que en realidad estaban diciendo los estamentos era que no estaban en condiciones de otorgar una «cantidad de gente», no un servicio –naturalmente en dinero– como afirma Carrera Pujal.12

      ¿Blandura, miedo o falsas justificaciones? Ésta es la primera cuestión que se plantea, al examinar la respuesta que dan los estamentos al memorial de Felipe IV.

      Por debajo del tono suave y diplomático en que está redactado el documento, parece advertirse un miedo a oponerse a los deseos del rey. Demasiado preocupados con que fueran juradas sus leyes, quizás los representantes valencianos no calibraron en toda su amplitud la importancia de la aceptación de una propuesta de ese tipo en aquellos momentos. Se ha escrito mucho sobre el peso que Olivares tuvo en las decisiones tomadas en aquellas reuniones. No lo ponemos en duda. Hay, además, documentos que lo confirman; pero no fue Olivares el único que influyó en las resoluciones tomadas. Si admitimos la redacción de este documento en una de las primeras sesiones de las Cortes, habremos de admitir también la presencia activa de unos intereses creados, que suavizaron las opiniones de los representantes en perjuicio del pueblo al que representaban, principalmente las capas medias y bajas de la población. Unos intereses que se acrecentarían ante las promesas de concesión de títulos al finalizar las Cortes.

      En la última parte de este capítulo, se señalaba una de las muchas paradojas que se produjeron en estas reuniones de 1626. Quizás la más grande de todas ellas fuera la concesión del servicio más alto otorgado en la Historia de las Cortes valencianas (1.080.000 libras), en la época de mayor depresión económica del Reino. ¿Estaba verdaderamente Valencia tan esquilmada como ha parecido deducirse de la mayoría de documentos? Boronat transcribe alguno donde se habla de que hubo nobles que incluso salieron beneficiados con la expulsión. Quiero apuntar con ello, simplemente, que la cuestión de las consecuencias de la expulsión morisca no está definitivamente zanjada, como este mismo memorial puede inducir a sospechar.

      De poco sirvieron a los estamentos, el tacto y la suavidad de modales en su respuesta a Felipe IV. A la postre, a pesar de haber querido huir del establecimiento de una contribución permanente, al acabar aceptando el pago de 1.800.000 libras en quince años, la habían establecido. Lo que, en definitiva, prevaleció en las leyes sancionadas en aquellas reuniones de Cortes fue el afán de introducir economías en todas ellas, como señala Martínez Aloy. No andaba falto de razón Olivares, cuando, en enero de 1626, hacía referencia a la blandura de los valencianos para convocarles unas Cortes de estas características y con estos condicionantes.13

      Oid Aragón malas nuevas

      que por teneros por justo,

      os rindieron por su gusto

      los escrivas Villanuevas

      Vendióle Olocáu fiero,

      lo eclesiástico le hirió

      el Jurado le mató

      ministros le amortajaron

      cavalleros le lloraron

      y Olivares le enterró…1

      Estas dos estrofas, entresacadas de unas décimas populares, aparecieron inesperadamente en Valencia el día en que era votado el servicio ofrecido por los representantes del Reino en las Cortes de Monzón de 1626. Es evidente que los versos van referidos a éste; su sarcasmo, rayando en lo morboso, pone de manifiesto, mucho mejor de lo que podamos explicar algunos siglos después, el sentir del pueblo valenciano tras aquellas Cortes.

      El siglo XVII europeo se había abierto bajo el símbolo de una grave crisis de subproducción, con todas las consecuencias que ello acarreaba. Las revoluciones que estallaron a mediados de la centuria en diversos puntos del continente (Países Bajos, Cataluña, Portugal, Inglaterra…), no eran sino parte de un mismo fenómeno global, mostrándose, en última instancia, como una revolución general.2

      La monarquía hispánica, situada en el centro de la política mundial del momento, no podía ser ajena a la tendencia secular. Pese a que Castilla seguía aumentando su posición preponderante en el imperio español, los comienzos del Seiscientos son fundamentalmente el período del ocaso castellano. Este fenómeno explicará gran parte de la historia política española en las décadas de 1620 y 1630. El hecho de que, mientras subsistiesen los fueros y libertades de la Corona de Aragón, ésta no contribuiría a las necesidades del rey en proporción comparable a la de Castilla, se convirtió en un argumento de vital importancia en los últimos años de Felipe III y dio nueva significación y urgencia a las peticiones, ya clásicas, de castellanización de España.3

      Al acentuarse la inflación a partir de 1621, cuando el país comienza a realizar un gran esfuerzo bélico, el conde-duque de Olivares tiene que empezar a pensar en movilizar ingentes recursos de los miembros no castellanos del imperio. Simultáneamente, era necesario realizar una serie de reformas institucionales, que permitieran el control de las diferentes capas sociales y dieran una nueva fisonomía a la monarquía española.

      Fruto de estas exigencias es el Informe secreto sobre materias de Gobierno, elevado por Olivares a Felipe IV a fines de 1624. «El largo memorial secreto al rey… iba seguido de un memorial más breve, destinado a su publicación, que exponía un proyecto que debía llamarse Unión de Armas». Valencia no sería otra cosa que una pieza más a insertar dentro de los planes integracionistas del conde-duque, y las Cortes de 1626 fueron el mecanismo institucional para establecer el despegue legal del proceso.4

      Apenas se hizo público el informe de Olivares, comenzaron a movilizarse las cancillerías de la corte con objeto de arbitrar los medios necesarios para la realización del plan. Así, el 5 de enero de 1625 llegaba al Consejo de Aragón una orden de Felipe IV en la que se daban instrucciones generales, para pedir a los distintos reinos la contribución económica que aquél necesitaba. Contenía la orden una serie de normas generales para toda la Corona, que debían inspirar las instrucciones particulares a elaborar según la estructura de cada uno de los reinos de la misma. Sin embargo, tanto éstos como los demás impuestos que se crearon, estaban ideados con una finalidad exclusivamente recaudatoria, descuidando los efectos regresivos que éstos pudieran obrar en la actividad económica de la Corona de Aragón.5

      El 10 de mayo de 1625 salía una carta de Aranjuez, firmada por Felipe IV y dirigida al virrey de Valencia, marqués de Povar; su contenido estaba en la más pura línea de lo indicado unos meses antes en la consulta del Consejo de Aragón. Asimismo, fueron enviadas cartas a los barones de los lugares del Reino, comunicándoles que, a través del virrey, conocerían el estado en que se hallaba la monarquía y que el rey esperaba su colaboración para poder seguir proveyendo, como hasta entonces, las defensas y prevenciones necesarias al mantenimiento de los reinos.6

      Mientras, el Reino era totalmente ajeno a lo que se fraguaba en la Corte matritense, creyendo que, de serle convocadas cortes, éstas serían para ofrecer a Valencia «satisfacción y reparo de los daños que conosía seguírseles por la expulsión [morisca]», según había prometido Felipe III. Pero, tal vez lo más alevoso de todo este planteamiento fue el hecho de que no se hablara hasta el último momento de la Unión de Armas, presentando el donativo como voluntario y de utilización exclusiva para las necesidades del Reino. De ser esto cierto, hubiera existido una clara contradicción entre los fines teóricos de la Unión y los medios puestos en


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