Política y prácticas de la educación de personas adultas. Francisco Beltrán Llavador

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Política y prácticas de la educación de personas adultas - Francisco Beltrán Llavador


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la impronta que está teniendo en la dinámica social y cultural. Un objeto que, además, y como veremos, tiene implicaciones y observa conexiones importantes con la esfera de lo sociológico.

      La cuestión de la EA como asignatura pendiente de la modernidad se ha puesto de relieve recientemente (Flecha, 1991:189, 1992:27-56: Kade, J., 1991: 32-35), a partir del conocido artículo de Habermas (1988: 265-283) «La modernidad: un proyecto inacabado», que ha supuesto un momento de inflexión importante para el debate entre los partidarios y detractores de la modernidad o de la posmodernidad (AA. VV., 1988). En dicho artículo, y resumiendo mucho aún a costa de simplificar, Habermas se posiciona frente al conservadurismo de quienes pretenden dar por saldado el proyecto de la modernidad, dando por superada la razón a base de ignorarla. Con ello, Habermas defiende la necesidad de repensar un proceso con el que se inició un giro copernicano de signo histórico, a partir de la conciencia creciente de la finitud humana, así como la posibilidad toda vez que la responsabilidad de constituir sentido que acompaña a esta conciencia. El debate de la modernidad que plantea Habermas, en cualquier caso, cabe situarlo dentro de un movimiento más amplio que responde a la llamada «dialéctica de la Ilustración», una de cuyas últimas formulaciones, por el lado de la posmodernidad, viene expresada por el llamado pensamiento débil (Vattimo, G., 1986). La dialéctica de la Ilustración, a grosso modo, sostiene la tensión entre una progresiva racionalización (aumento de racionalidad) en las sociedades modernas y su reducción a una mera razón instrumental, que subordina los fines a los medios. Esta dialéctica revela no tanto la debilidad de la razón, sino la extensión de una falsa racionalidad del mundo moderno por la que la idea de razón aparece como ilusoria. Dentro de esta dialéctica, el polo de la condición posmoderna vuelve la espalda al poder explicativo y legitimatorio de los grandes relatos y de las metanarrativas, y así se cuestiona, por ejemplo, la validez que puedan tener los estudios sobre la competencia comunicativa como argumento o marco teórico para proporcionar criterios universalistas. El pensamiento débil, en esta línea, renunciando a todo fundamento, esto es, a toda certeza ontológica, y tirando por la borda el lastre de las determinaciones históricas, tan sólo puede librar algunas verdades débiles. Pero con ello paradójicamente se confía al cumplimiento de su propio destino metafísico que busca su apertura, más allá del callejón sin salida de la modernidad, hacia otros horizontes posmetafísicos.

      Enmarcadas en este debate, que afortunadamente continúa abierto, pero cuyos detalles desbordarían los propósitos de esta obra, las aportaciones de la teoría crítica de Habermas están teniendo un importante impacto en el ámbito de los estudios sociológicos de la EA. Sin duda, la importación y la aplicación de las propuestas de Habermas resultan valiosas para situar la EA en un contexto de reflexión más amplio y diferente de los planteamientos mayoritariamente paidocéntricos a los que nos tenía acostumbrada la literatura sobre el tema. Aunque lo cierto es que algunos aspectos de la obra de Habermas, sobre todo los que se refieren a su teoría de la acción comunicativa, tampoco escapan a un tipo de crítica que se concentra, entre otras cuestiones, en la pretensión de alcanzar verdades por acuerdos intersubjetivos o por consenso. Ante el riesgo de convertir a Habermas en una suerte de nuevo guru para la educación (haciendo un flaco favor a su pensamiento) sería necesario recordar que para algunos su obra no quedaría del todo inmune de ciertos rasgos conservadores contra los que arremete (AA. VV., 1988: 153-192).

      Mientras tanto, entre uno y otro extremo de la discusión, habría que retrotraerse a un texto fundacional para encontrar al menos un punto de partida sobre el fenómeno de la Ilustración con el que se abre la modernidad. Es el conocido texto de Kant de 1784 que, como indica su título, pretende dar una Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?

      La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración (AA. VV., 1989: 18).

      Dicho texto ha resultado, cuanto menos, programático. Quizá, después de todo, el espíritu de las luces resulte ser una idea construida retrospectivamente por los hijos para explicar a los padres. Si es así, habría que seguir saludándola a pesar de todo porque formaría parte de ese deseo todavía no satisfecho por alcanzar una mayoría de edad histórica. Al espíritu de las luces, una actitud más que una filosofía propiamente, se debe la empresa colectiva que persigue el fin de una humanidad más racional, o la extensión de una razón ilustrada. Este fin es el que encuentra su traducción más notoria, dentro de la esfera educativa y social, en la participación y expresión, distribución y producción de manifestaciones y prácticas culturales como derechos básicos de todas las personas. Un ejemplo claro de este afán de extender y divulgar la cultura lo encontramos en la empresa de la Enciclopedia, todo un documento o monumento que recoge y promueve el orden de los saberes y las categorías del pensamiento. No es casual que se utilice la metáfora de las luces para caracterizar un siglo ya emblemático. Las luces de la razón, según esta metáfora, serían como los ojos del pensamiento cuya visión ilumina y dota de legitimidad a las acciones humanas. Por ello, tras dos siglos de la Revolución y a una década escasa de ese horizonte que a modo de marcapasos histórico se ha querido situar en el 2000, el que se siga cuestionando y construyendo una posible identidad europea, sobre un modelo de racionalidad interesada, nos sugiere más bien los rastros de un proyecto inacabado, de una razón que todavía busca su despliegue. Resulta entonces paradójico el que se comience a hablar de posmodernidad (más, nos parece, con el deseo de vaticinarla que con el de constatarla) cuando la modernidad aún no ha acabado de materializar sus ideales. En este sentido, y para los propósitos que nos conciernen, el que se comience a hablar de la Nueva Educación de Adultos (NEA), cuando de hecho aún no hay una tradición que nos permita hablar de la vieja, viene a confirmar algunas de nuestras sospechas. En efecto, la esencia de la modernidad se caracteriza por la reducción del ser a lo novum, a «la novedad que envejece y es sustituida inmediatamente por una novedad más nueva, en un movimiento incesante que desalienta toda creatividad al tiempo que la exige y la impone como única forma de vida» (Vattimo, 1986: 146). Hablamos de nueva educación, entonces, en una época de sonadas efemérides en que se dan cita el pasado, el presente y el futuro en el arco del tiempo, y cuya celebración se cumple como para exorcizar aquello que celebra, para verse desposeídos de sus servidumbres: Revolución Francesa (1989), Año Internacional de la Alfabetización (1990), V Centenario, Exposición Universal (1992), cincuentenario de la bomba de Hiroshima (1995), Año Europeo de la Formación Permanente (1996), medio siglo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1998), por mencionar algunas a las que no podemos sustraernos.

      A partir de aquí, y aun a costa de realizar algunas elipsis inevitables, desplazaremos el centro de gravedad de nuestro análisis desde los contornos filosóficos de la modernidad hasta el terreno más cercano de la modernización, aceptando que esta última noción se debe a una de las traducciones en que ha derivado el concepto de modernidad. Según ésta, habría que considerar la modernización «en el sentido de exigencia de concreción empírica de la modernidad» (Kade, J., 1991: 33). No en un sentido liberal de corte habermasiano, como cumplimiento lineal o progreso efectivo del proyecto de modernidad, sino como proceso reflexivo, que contempla los problemas de las sociedades modernas como derivados de los logros precedentes. Este tipo de modernización sería compleja, negación de la negación, frente a un tipo de modernización simple, gestión de la adaptación, que no cuestiona las premisas de la sociedad industrial. En el campo de la EA, un ejemplo notable de modernización simple lo encontramos en la reciente historia de la alfabetización en nuestro país, cuyo estadio más cercano ya habíamos resumido así en otro lugar: «desde los años 70 hasta la actualidad los procesos alfabetizadores se utilizan casi tan sólo para cubrir una cuota del expediente de legitimación necesario para que nuestra sociedad se encamine hacia el objetivo trazado por los poderes públicos en dominio: un


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