La historia cultural. AAVV

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que permite que penetren las novedades metodológicas). La asignación a Carlo Ginzburg en la Scuola Normale Superiore de Pisa de un curso titulado «Historia de las culturas europeas» (2006) representa un giro desde este punto de vista.

      Sin embargo, si dejamos por un momento de lado la cuestión del nombre, el estudio de los aspectos culturales de la historia está muy arraigado en la tradición historiográfica italiana, en el sentido de que no representa la marginalidad que Peter Burke reconoce a la experiencia británica en su aportación a este volumen. Sobre ésta ha pesado (por la importancia que se concede a los hechos culturales) el idealismo de Benedetto Croce durante la primera mitad del siglo xx. Dos maestros entre los historiadores de la generación siguiente, Federico Chabod y Delio Cantimori –ambos nacidos en 1901 y en activo durante la Segunda Guerra Mundial–, se distinguieron igualmente, entre otras cosas, por la importancia que le atribuían a la construcción de las ideas políticas y religiosas. Para un historiador italiano de su generación, así como de las generaciones posteriores, dar un curso o publicar un ensayo sobre un personaje como Maquiavelo era una actividad normal e incluso inherente a su profesión, que obligaba a medirse con las grandes etapas de la evolución del pensamiento, y no solamente con las instituciones y las prácticas sociales. Si bien a partir de un determinado momento determinadas historias particulares, como la de las doctrinas políticas (o de la filosofía, de la ciencia o de las religiones), se hicieron un hueco, no por ello se sustrajo su campo a la curiosidad del historiador general.

      Naturalmente, el lector ha de ser consciente de que historia cultural e historia de la cultura no son lo mismo. Una gran tradición se ha centrado durante largo tiempo en la historia de las ideas, concebida, ante todo, como una reconstrucción de grandes personajes, de páginas y giros fundamentales en la historia del pensamiento (sobre este punto existe en Italia una escuela específicamente turinesa, con Franco Venturi, Furio Diaz, Luigi y Massimo Firpo, Giuseppe Ricuperati, Luciano Guerci, hasta llegar a Vincenzo Ferrone y Edoardo Tortarolo). Pero no es aquí donde podemos encontrar opciones metodológicas acordes con la historia sociocultural, que desde los años setenta era teorizada y practicada por los protagonistas de la investigación internacional y que asociamos comúnmente con la «historia cultural» (encontraremos resistencias, incluso con bastante frecuencia). El enfoque de la cultura que entonces comenzaba a tomar forma era, por el contrario, el aplicado al discurso medio, más que a sus expresiones mayores; más aún, la atención se situaba en la diversidad de grupos sociales y culturales, y sus relaciones (niveles de cultura es una expresión que aparece frecuentemente en los títulos de volúmenes y coloquios de esos años). Una serie de factores concurrieron para producir este tipo de discurso. Entre ellos, sin duda, la influencia de las ciencias sociales, que animaba a atribuir al término cultura una acepción más amplia, antropológica; una atención renovada hacia una historia social, entendida, sobre todo, como historia del pueblo, de los grupos sociales menos privilegiados (sobre este punto, la historiografía británica de inspiración marxista, acogida en Italia con vivo interés, ejerció una influencia patente: Eric Hobsbawm, E. P. Thompson, Christopher Hill). Más concretamente, la obra de Antonio Gramsci constituyó una fuente de inspiración, en especial sus Quaderni del carcere, publicados a título póstumo entre 1948 y 1951, que ponían en el orden del día del debate político-cultural y de la investigación histórica el estudio del papel desempeñado por los intelectuales en los momentos clave de la historia nacional (tema que seguirá siendo fundamental para los estudios de historia contemporánea, incluso con relación al problema de la adhesión al régimen fascista); 2 y, de manera más general, la naturaleza ideológica de las relaciones de dominación («hegemonía»), nunca limitadas a puras y simples relaciones de fuerzas entre grupos de poder o clases sociales.

      En este sentido, la noción de cultura popular (que, en ese momento, fuera de Italia, ocupaba a investigadores del período moderno como Peter Burke, Natalie Zemon Davis y más de un historiador francés) se reveló fundamental. Esta noción no estaba desprovista de una ambigüedad de la que eran perfectamente conscientes los investigadores. Se corría el riesgo de hacer hipóstasis de la existencia de un «pueblo» con su propia identidad y visión del mundo (casi una «conciencia de clase» ante litteram proyectada hacia atrás a partir de las experiencias del movimiento obrero y socialista del siglo xx). Tropezaba, además, con un dilema existencial del que dependían, para remontarse a la cultura de las clases subalternas, de fuentes indirectas, en principio «adversas». Sin embargo, la conciencia de estos problemas permitió a los que evolucionaban en este dominio desarrollar investigaciones que han hecho época, convirtiéndose en clásicos de la historiografía internacional. Es el caso, especialmente, de dos de las primeras monografías de Carlo Ginzburg, que tienen en común el hecho de basarse en una documentación de los archivos del tribunal de la Inquisición de Udine: I benandanti (1966) e Il formaggio e i vermi (1976).3

      La primera muestra al lector una Inquisición inicialmente incrédula frente a una creencia popular desconocida y después activa al interpretarla en el sentido de la demonología; de este modo, sugiere el papel decisivo del inquisidor, que inspira la respuesta a los testigos y sospechosos (guardando después el autor las distancias al subrayar la larga permanencia de la brujería europea como mito, cuando no incluso como rito, y no como pura invención de la Inquisición). Como en todos los estudios posteriores sobre estos fenómenos, la cuestión de la documentación y su uso es esencial: Ginzburg, por otra parte, volverá a hablar varias veces sobre las implicaciones metodológicas del papel del historiador y las ambigüedades del interrogatorio llevado a cabo por el inquisidor, que se asemeja a un antropólogo (o al propio historiador) en su manera de intentar establecer y contar la verdad. La segunda obra tiene como protagonista al heterodoxo molinero Menocchio –destinado a convertirse en una verdadera estrella por la cantidad de citas que se propagaron en libros ajenos–. Y la clave de las páginas esenciales de Ginzburg es precisamente la relación de Menocchio con los libros. La original visión que el sospechoso tiene del mundo (la que, impenitente, lo conduce finalmente al patíbulo) se había construido, efectivamente, mediante la lectura de libros, unos de su propiedad y otros prestados, una vía abierta a los historiadores que hoy se interesan en la circulación de los textos, la mediación oral de la conversación con otros, la subjetividad de los usos y la libertad de interpretación, de asimilación personal. Por esta razón Menocchio figura, incluso fuera de su país, en más de un ensayo dedicado a la historia de la lectura, como ejemplo de una compleja relación entre niveles de cultura (el molinero era, a su manera, un mediador entre diferentes grupos sociales). Como ocurre en general con la microhistoria, de la cual Il formaggio e i vermi es un caso paradigmático, la cuestión que se plantea es saber si este estudio de caso es representativo. Pero Carlo Ginzburg era perfectamente consciente de este punto. Una vez hecha esta advertencia –nos resulta difícil estimar cuántos «Menocchios» poblaban Italia y el mundo del pasado–, el historiador puede consultar las fuentes. Rebuscar es difícil pero no imposible, y algunas de las vías de investigación desarrolladas en los años siguientes, a las que aludimos en las páginas que siguen, han ido en esta dirección, lo que ha producido resultados.

      Que hayamos acabado hablando de libros para introducir los temas y los enfoques de la historia cultural era inevitable: la historia de las formas de comunicación ha sido en todas partes el terreno preferido de esta manera de hacer historia.4 En el panorama de los estudios italianos destaca la figura de Armando Petrucci, investigador en el que se aúnan las competencias y alternativas de archivista, bibliotecario y profesor de paleografía y de diplomática. Pionero en la investigación sobre la historia de la escritura y la lectura, se ocupó (con casi veinte años de retraso respecto a la publicación original) de la traducción italiana de La naissance du livre de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin (1977). En esta fecha Petrucci ya había escrito importantes e influyentes ensayos, pero también había colaborado en varias obras colectivas (como una serie de publicaciones en el dominio en el que se distinguió la editorial Laterza5 en la segunda mitad de los años setenta). La sensibilidad hacia las diferentes formas de alfabetismo y el compromiso cívico han mantenido su atención en los problemas del presente.6 En este singular terreno escogido (la Edad Media italiana) sus investigaciones han hecho emerger «la ciudad de la Alta Edad Media como lugar de producción, de uso, pero también de enseñanza de la escritura, como escuela y scriptorium, sobre todo de los laicos, desde


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