Ostracia. Teresa Moure
Читать онлайн книгу.que las mujeres habíamos sido expulsadas de la familia antigua, privadas de la protección del padre o del marido. Pero someterse a la autoridad de otro libera también de tener que tomar decisiones. Las mujeres, infantilizadas durante siglos, se quedaron desorientadas. Por así decir, de alguna manera habíamos catapultado a las mujeres hacia la lucha de clases...
−¡Igual que a los hombres!
−No es cierto, Várvara, no igual. De una manera bien distinta.
El lord inglés entra de nuevo enfadado porque finalmente el caballero con quien estaba citado no ha acudido a su hora. Se decide a fumar como método infalible de espera cuando divisa otra vez a esas dos comadres con poca vergüenza y muchas ganas de hacerse ver. Tendrá que recurrir de nuevo al periódico para controlar esos nervios suyos. La mayor está aleccionando a la joven. ¿Estará explicándole cómo comportarse en un galanteo? Sin duda.
−La Nueva Mujer −y los ojos de Alexandra Kollontai brillan cuando habla– debe negarse a ser sumisa. Nuestro tiempo demanda características distintas de la pasividad y de la gentileza. Precisamos rasgos como la determinación y la hiperactividad, tenidos tradicionalmente por masculinos. Si en el mundo previo el eje de la vida de una mujer era el matrimonio, el crecimiento de la industria rompió el modelo tradicional de familia: estamos desesperadamente a solas. Como el demonio cuando declaró: “no serviré”.
−Pero el espíritu revolucionario exige servir. No sé cómo decirlo... Servir una causa, servir una idea, servir a quien pueda llevar a buen término esa causa... Por mucho que nos pueda repugnar, ¡eso forma parte del deber militante!
−De acuerdo, querida. Lo que estoy rechazando es que las mujeres se apoyen exclusivamente en sus emociones. La dependencia material de los hombres deja a las mujeres sin ayuda, forzándolas a estructurar sus relaciones de un modo con que asegurar su sustento. La Nueva Mujer experimentará el matrimonio como una forma de prisión. En vez de someterse a la tiranía de la emoción, deberá demandar respeto de los hombres y consideración como su igual.
−No sé... Visto lo que hay, y alguna experiencia tengo, tampoco estoy completamente segura de querer ser exactamente igual que los hombres.
Las dos mujeres acomodadas en sus asientos rompen a reír de nuevo. Cualquiera sabrá qué le ven de gracioso a la igualdad, pero ellas, que no se preocupan de ser respetuosas con los camareros elegantes ni con los lores ingleses, no van a privarse de reír de ese imponente concepto de la igualdad ahora que les ha venido en forma de broma obscena a la cabeza. El ruido de sus carcajadas, My God, es francamente irritante. Parecería que todo el jolgorio de las calles –llenas de perezosos, de vagabundos, de desheredados– estuviese colándose dentro de los cristales del Grand Hotel con esas risas desmedidas. Of course, exclama el lord inglés, no son bien criadas y carecen de toda la distinción de una dama. Y si les preguntasen, ellas habrían de reconocer que el señor sabía de mujeres porque daba completamente en el blanco.
4
–“¡Habla de eso con Sverdlov!”. Era la frase que Lenin repetía cuando alguien le venía con quejas de un camarada. Los detalles cotidianos le daban igual... es lógico: siempre habría asuntos que resolver y, por grande que fuese su genio como político, no podría revisar personalmente todo.
A Várvara, de la tribu de los teatreros, le gusta la manera dramática y algo exagerada con que su amante relata cualquier episodio. Le gusta cómo se explica, cómo desmenuza cada aventura. Porque él es, sobre todo, un aventurero. Eso trae algunas nubes a su mente: tendrá que dejarlas pasar para seguir, atenta, lo que está contándole. Sentada en la cama, con la cabeza apoyada en las tres almohadas que les pusieron en aquel pequeño hotel de Estocolmo, se concentra en escuchar atentamente.
–¡No estás atenta, Vavushka...! Deberías valorar más lo que hago para complacerte. –Y un gesto de enfado se pinta en su cara de rasgos rectos y viriles.
−¿Hace unos minutos o cuándo?–dice ella, provocativa.
−En Moscú todo el tiempo era poco para atender a las investigaciones de la señora y ella, bien ingrata, me paga interrumpiéndome...
−¡No era interrupción! Solo decía que valoro tu esfuerzo por complacerme hace unos minutos...
−Debe tomar lo de antes simplemente como un regalo de la casa...
El enfado debió de ser momentáneo porque ahora es una sonrisa seductora lo que amanece en aquel rostro, dejando ver unos dientes blancos y regulares. Várvara tiende el brazo y levanta el cuerpo en dirección al hombre, que, contra todo pronóstico, besa su mano, pero esquiva el abrazo, convencido como está de que debe continuar hablando. ¡Ay, la estación del amor es inestable como el tiempo en primavera! Y por mucho que los estereotipos repitan que los hombres siempre están dispuestos para el amor, bien sabe Várvara que, cuando se trata de hablar...
−Oye, señora insaciable, lo que quiero que valores es cómo me arriesgo por ti. Pedí entrevistarme con la propia Lidia Fótieva que lo tenía que saber todo. ¡Por algo fue secretaria de Lenin en los últimos años!
−¡La buena de Lidia Fótieva! La conozco.
−Me lo imaginaba. Le dije que era amigo tuyo...
−No deberías haber dicho nada, Yákob. Conviene que seamos prudentes... Son tiempos complicados. –Ahora es el cuerpo del hombre el que se vuelve hacia ella. Se diría que las confidencias en esta habitación de hotel son una danza bien pautada.
−Está hecho, amor. ¡Et... voilà! Aparece en escena una revolucionaria de toda la vida a quien Lenin dictó penosamente sus cartas en la última etapa de la enfermedad, cuando no podía ni escribir. ¿Sabes? Me dijo que, después del último ataque, le costaba tanto trabajo poner sus ideas en orden y poder expresarlas que Lidia aguardaba en su despacho hasta que la llamaba haciendo sonar una campanita.
−¡No te pierdas en anécdotas, Yákob! ¡Vete rápido adonde quieres llegar!
−Eso no lo decías antes...
−Touchée! −Sonríe ante esa alusión erótica, pero la broma no prende en ella, situada ahora en un punto bien distante de las sábanas–. Recuerdo bien aquella triste época. La apoplejía lo había dejado trastornado. Hasta le costaba hablar... y los médicos no le permitían entregarse a la política. María Ilínichna, su hermana, llegó a prohibir la música en casa. Si encontraba alivio en algo, era en estar rodeado de juventud. Nos llamó, a mí y a mis hermanos... a pesar de que María no nos podía ver. Aunque lo visité, como todos, fueron Andrei e Inna los que pasaron más tiempo con él. Creo que también estaban su sobrino Víctor y Vera, la hija de una de las criadas...
−¡Qué extraño que os llamase a vosotros! ¿No?
−No seas chismoso. Nadia y él no tenían hijos y siempre les gustó tener en casa la alegría de los juegos de los niños.
−¡¡Várvara!! Inna andaba por los veintitantos. Hasta Andrei pasaría de los veinte. ¿Quién era el niño?
−¡Bah! Ese no es el asunto. Quería rodearse de un entorno afectuoso y la solterona esa de María Ilínichna empezó a intrigar con que si no era bueno que se supiese que los hijos de Inessa Armand estaban en Gorki, en la casa donde él permanecía para reponerse, así que mandó a Piotr, el guardia personal de Lenin, que los echase. Yo ya me había ido a Moscú unas semanas antes para incorporarme a las clases en el Instituto de Arte. Pero para ellos fue muy frustrante. Nadia le escribió después a Inna, entristecida. Ella solo deseaba que su Vádia se sintiese querido. ¡María estaba tan preocupada por el qué dirán...!
−¿Te das cuenta de que el cuadro que pintas siempre de las mujeres a su alrededor es un poco servil?
−¿Servil? −Várvara no puede evitar recordar su entrevista con Alexandra Kollontai, unos pocos días atrás, cuando la revolucionaria había insistido en que la Nueva Mujer debía permanecer vigilante contra cualquier servilismo, pero el asunto que la ocupa es demasiado irritante como para abandonarse a los recuerdos.
−Sí, Várvara. Leo tus notas y son... buenas, sí... pero extrañamente