Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar


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Así, cuando Kepler se pregunta por las causas del movimiento planetario, emprende una senda completamente nueva. Ya aquí busca una relación entre el tiempo que tardan los planetas en recorrer sus órbitas y sus distancias al Sol. Bien es verdad que tuvo que esperar aún un cuarto de siglo para dar con la ley correcta, pero el hecho de que se planteara esta cuestión desde la juventud evidencia su genialidad. No es menos relevante la hipótesis que lo llevó a esa búsqueda, la idea innovadora de que existe un foco de fuerza en el Sol que impulsa el movimiento de los planetas y que se vuelve tanto más débil cuanto más lejos se encuentren estos de la fuente de emisión. En el libro habla en concreto de un «anima motrix», un alma motriz [51]; y en una carta de la misma época ya utiliza la palabra «vigor» [52], fuerza. Esta idea contiene en sí misma la primera simiente de la mecánica celeste. Más adelante veremos cómo germinó esta semilla en el espíritu de Kepler.

      En un principio el investigador insaciable tuvo la intención de demostrar en un capítulo introductorio la compatibilidad de la concepción copernicana con la Biblia. Pero por requerimiento del claustro de Tubinga se vio obligado a omitir ese apartado. Las letras cordiales que le envió Matthias Hafenreffer, el rector, haciendo referencia a esa cuestión ilustran el ambiente intelectual de aquellos días: «Fraternalmente os exhorto a que no defendáis ni sostengáis públicamente tal compatibilidad; porque muchos justos se escandalizarían, no sin razón, y todo vuestro trabajo podría quedar prohibido o bien dañado con la grave inculpación de suscitar escisiones. Porque no dudo que en caso de que semejante parecer fuera defendido y sostenido, hallaría opositores y entre ellos también habría algunos bien pertrechados. Por tanto, si escucháis mi fraterno consejo, tal como confío, en la exposición de vuestras conjeturas debéis actuar como un mero matemático que no tiene que preocuparse de si esas teorías concuerdan o no con las cosas creadas. Porque opino que un matemático alcanza su objetivo cuando establece hipótesis que se corresponden al máximo con las apariencias; pienso que hasta vos mismo os retractaríais si alguien pudiera formular otras mejores. En modo alguno sucede que la realidad concuerde de inmediato con las hipótesis emitidas por cada maestro. No deseo hurgar en las causas irrefutadas que podría extraer de las Santas Escrituras, porque, en mi opinión, no se trata de entablar aquí disputaciones eruditas, sino de emitir consejos fraternos. Si los seguís, como firmemente confío, y si os contentáis con el papel de mero matemático, no dudo en absoluto que vuestras ideas procurarán gran deleite a muchos, como en efecto hacen conmigo. Pero si, por el contrario, quisierais sacar a la luz y sostener públicamente la compatibilidad de tal doctrina con la Biblia, cosa que Dios, el todopoderoso de bondad infinita, prefiere evitar, entonces témome en verdad que esta cuestión conlleve disensiones y medidas extremas. En tal caso solo podría desearme a mí mismo no haber conocido jamás vuestras ideas, excelentes y notables desde un punto de vista matemático. Además, dentro de la Iglesia de Cristo ya existe más pendencia de la que los débiles alcanzan a soportar» [53]. Kepler consintió, para gran satisfacción de Hafenreffer, pero no renunció a su enfoque. Su respuesta está contenida en una carta dirigida a Mästlin en la que manifiesta: «Toda la astronomía no tiene tanto valor como para incomodar a uno solo de los pequeños que siguen a Cristo. Pero como la mayoría de los estudiosos tampoco es capaz de ascender hasta la elevada concepción de Copérnico, entonces imitaremos a los pitagóricos también en sus costumbres. Cuando alguien nos pregunte en privado por nuestro parecer, expondremos con claridad nuestras ideas. En público, en cambio, guardaremos silencio» [54]. Sin embargo, varios años después, cuando su prestigio científico estuvo más consolidado, Kepler no fue capaz de seguir conteniéndose. En la introducción de su Astronomia Nova estableció postulados exegéticos que más tarde fueron adoptados universalmente por los teólogos [55].

      De modo que la obra con la que Kepler accedió al ámbito científico estaba terminada. (Sin duda se trató de un lamentable error que su nombre «Keplerus» apareciera equivocado como «Repleus» en el catálogo de la feria de Frankfurt, donde se anunció el libro en la primavera de 1597 [56].) Kepler envió el volumen a diferentes estudiosos y les pidió opinión. Las valoraciones que se conservan en cartas dirigidas a Kepler o en otros documentos relacionados con ellas, en parte lo aprueban, en parte lo desestiman y en parte consisten en reservas críticas. Esas declaraciones evidencian las hondas discrepancias que existían entre las distintas tendencias científicas y filosóficas en aquel tiempo de gran inestabilidad espiritual y política. Ya se ha comentado que Mästlin, uno de los críticos más capaces de su tiempo, se mostró totalmente conforme. Por el contrario, Johannes Prätorius, catedrático de Altdorf, expresó su absoluto disentimiento [57]. No podría partir de esos sofismas para emprender nada. En su opinión tales argumentos corresponden más bien a la física, no a la astronomía, la cual, por ser una ciencia experimental, no podría encontrar ningún provecho en semejantes especulaciones. Las distancias de los planetas debían inferirse a partir de la observación; nada significaba que mantuvieran además cierta concordancia con las proporciones de los sólidos regulares. Georg Limnäus, catedrático de Jena, dio una opinión completamente opuesta [58]. Se muestra maravillado de que al fin alguien haya recuperado el digno método platónico tradicional de filosofar. Toda la comunidad de científicos debería congratularse por esta obra. A Kepler le habría gustado conocer también la opinión de Galileo, que era siete años mayor que él y entonces se encontraba en Padua. Galileo había destacado ya con obras sobre física, pero aún no tenía ningún peso como astrónomo. Le envió su libro. A vuelta de correo, Galileo entregó al mensajero algunas líneas de cortesía como respuesta [59]; en tan corto espacio de tiempo no había podido leer nada más que el prólogo del libro, pero estaba impaciente por adentrarse en la lectura que prometía tanta beldad. Kepler no quedó satisfecho con esa respuesta, de modo que en un escrito cordial y sincero invita a Galileo a conversar abiertamente acerca de la concepción copernicana («confide, Galilaee, et progredere»)6 y reitera impaciente su exhortación a que emita un juicio sobre el volumen. «Podéis creerme, prefiero la crítica, aun cuando fuera mordaz, de un solo hombre de entendimiento a la aprobación irreflexiva de la gran masa» [60]. Galileo guardó silencio. Un amigo informó a Kepler un par de años después (queda en tela de juicio si era cierto o no) que Galileo se había atribuido a sí mismo algunas ideas del libro [61].

      Mucho más importante, en cambio, para la vida y la obra de Kepler, y de una trascendencia mucho más decisiva para el desarrollo ulterior de la astronomía, fue la relación que entabló con Tycho Brahe a raíz de la presentación de su libro. Tycho, que entonces contaba cincuenta años, era considerado con toda justicia el astrónomo más destacado de la época. Él sabía que las divergencias que continuaban existiendo entre teoría y realidad desde Tolomeo hasta incluso después de Copérnico, no podrían eliminarse si no se fijaban los datos empíricos con la máxima fidelidad y de una vez por todas. Durante décadas de trabajo laborioso había perfeccionado el arte de la observación astronómica de un modo inconcebible hasta entonces. Sobre una base amplia apoyada en la colaboración de numerosos asistentes y en sus excelentes instrumentos, Brahe había reunido un valiosísimo tesoro de observaciones. El observatorio astronómico de Uraniborg, construido por el genial observador y organizador en la isla danesa de Hven,7 representaba el centro intelectual de la investigación astronómica por tratarse del observatorio más importante y significativo a comienzos de la edad moderna. Tras veinte años de actividad, Tycho se había visto obligado a abandonar aquel lugar de trabajo debido a ciertos conflictos, y había encontrado refugio en Alemania, cuando indirectamente llegó a sus manos el libro de Kepler acompañado de una carta introductoria [62] del propio autor. Su amplia experiencia captó enseguida que tras el joven investigador se escondía cierto talento y, como acostumbraba a apoyarse en colaboradores jóvenes, pensó de inmediato en ganarlo para sí. Le envió una carta extensa con una valoración cuidadosamente equilibrada entre el reconocimiento y la crítica, sobre el Misterio del universo [63]. El libro le había gustado como pocos. Consideraba muy aguda y brillante la hipótesis de relacionar las distancias y las órbitas de los planetas con las propiedades simétricas de los sólidos regulares. Buena parte de aquello parecía encajar bastante bien, pero no era fácil afirmar que se pudiera estar de acuerdo con todo. Determinados detalles le planteaban dudas, si bien la diligencia, el exquisito discernimiento y la sagacidad merecían sus elogios. Algo más crítica y trasparente es la opinión que Brahe comunicó en aquellas mismas fechas a Mästlin por medio de otra carta: «Si el perfeccionamiento


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