Johannes Kepler. Max Caspar
Читать онлайн книгу.días, complementan de un modo singular las fuentes oficiales a partir de las cuales seguiremos la marcha de los acontecimientos.
De las dos tendencias que se oponían con rudeza y hostilidad en la capital estiria, el bando protestante se apoyaba en la mayoría de los ciudadanos y en los estados territoriales nobles, los cuales gozaban de ciertos derechos en asuntos militares y financieros. Los católicos obtuvieron su mayor respaldo en las figuras de los soberanos y de los jesuitas. El partido católico de restauración contaba con dirigentes diestros y experimentados en las personas de Martin Brenner y Georg Stobäus, obispos de Seckau y de Lavant respectivamente, y perseguía sus grandes aspiraciones con enorme optimismo. Por el contrario, los protestantes no mostraron la misma unidad a la hora de defender su causa, por mucho interés que pusiera cada uno de los ciudadanos perteneciente a aquella mayoría por salvaguardar con todo fervor su libertad para el ejercicio del culto. Exaltados de ambos frentes atizaron el fuego y desencadenaron incidentes escandalosos. Los protestantes elaboraron una relación de quejas que presentaron ante el emperador, el cual, sin embargo, remitió a los solicitantes al archiduque. Un episodio como aquel procuró al archiduque la ocasión perfecta para actuar en contra de sus oponentes.
En el año 1597 sus ataques se limitaron a ciertas disposiciones para casos particulares. Pero el recrudecimiento de la situación motivó que el año siguiente se produjera la primera gran sacudida. El elector viajó a Italia desde el 22 de abril hasta el 28 de junio de 1598. En el trascurso del viaje mantuvo un encuentro con el papa y visitó el milagroso santuario de Loreto. Cuentan que fue allí donde formuló el voto de devolver su patria al catolicismo. Diversos acontecimientos acaecidos durante aquel viaje, difundidos a través de rumores e interpretados de inmediato como presagios, instaron a los protestantes a esperar lo peor. «Todo tiembla», escribe Kepler, «ante el regreso del príncipe. Dicen que viene al frente de tropas italianas de refuerzo. Las autoridades municipales que profesan nuestra confesión han sido destituidas. La custodia de las puertas de la ciudad y de los arsenales se ha trasferido a los seguidores del papa. Por todos lados se oyen amenazas» [86]. Apenas había regresado el elector de su viaje cuando volvieron a producirse incidentes dolorosos. En los círculos protestantes se distribuyeron caricaturas del papa y el príncipe montó en cólera. Ordenó llamar a los dirigentes del ministerio eclesiástico y les dijo: «Despreciaríais la paz aunque yo os la ofreciera» [87]. Se efectuaron detenciones. Al mismo tiempo, los mendigos protestantes sufrieron represalias y fueron ignorados en el hospital común. Los luteranos afirmaban que les exigían elevados tributos por enterrar a sus muertos. Cuando los predicadores de la iglesia del colegio solicitaron donaciones desde el púlpito para destinarlas a un hospital y un cementerio propios, sobrevino una prohibición del elector. A esa refriega le siguió una embestida del arcipreste católico Lorenz Sonnabenter que desencadenó el golpe de gracia. Inhabilitó a los predicadores evangélicos para todo ejercicio religioso, para otorgar los sacramentos y la bendición nupcial, acogiéndose a un derecho reservado desde antiguo al arcipreste de aquel lugar si se daba el caso de que sus honorarios menguaran por causa de que otros siervos de la Iglesia ejercieran las funciones mencionadas. Con esto se puso en práctica la restitución del patrimonio y el derecho eclesiásticos, una cuestión que se venía considerando en Graz de manera teórica desde hacía ya una década. El ministerio eclesiástico se opuso con firmeza y el problema se agravó. Se apeló a la autoridad terrena. El elector explicó que no solo debía protección a los protestantes, sino también a sus propios correligionarios, y el 13 de setiembre dictó contra los delegados la orden [88] de, en el plazo de 14 días, suspender [89] a los predicadores y todas las funciones del seminario, la iglesia y la escuela evangélica tanto en Graz como en otras ciudades. En una memoria del 19 de setiembre, los delegados solicitaron la derogación del decreto. El archiduque emitió una respuesta negativa y dio orden de que la iglesia de la escuela permaneciera clausurada. El 23 de setiembre decretó que los predicadores y los docentes de la escuela abandonaran Graz en el plazo de ocho días [90] bajo amenaza de ejecución. La situación se tornó crítica. Se movilizaron tropas y parecía que se habría de llegar a una lucha abierta. Se convocó a los Estados con toda urgencia, pero solo pudo asistir una fracción de los mismos debido a inundaciones. Los delegados volvieron a solicitar la anulación del decreto de expulsión, el cual les «dolía hasta la médula». Pero en lugar de la distensión esperada, el 28 de setiembre se emitió una disposición más contundente aún. En virtud del poder del príncipe territorial, los pastores, los rectores y los empleados de la escuela recibieron la orden de «partir todos sin excepción y definitivamente, en el mismo día de hoy antes de la caída del sol, de la ciudad de Graz y de su entorno, la cual pertenece a los dominios de Su Alteza el príncipe y, a continuación, desalojar en el plazo establecido de ocho días el resto de sus territorios y, trascurridos esos ocho días, no volver a entrar en ellos so pena de pagarlo con sus cuerpos y con sus vidas» [91]. No restaba más que acatar la orden. De modo que los predicadores y los profesores, entre ellos Kepler, emprendieron la marcha aquel mismo día, siguiendo el consejo y el mandato de los delegados; unos en esta dirección, otros en aquella, camino de territorios húngaros o croatas, donde rigiera la soberanía del emperador. Como confiaban en un pronto regreso, dejaron atrás a sus esposas. Se les abonó su sueldo y, además, recibieron dinero para costearse el viaje [92]. Las esperanzas de regresar fueron vanas. Única y exclusivamente Kepler obtuvo permiso para volver a Graz, a donde llegó a finales de octubre [93].
No está claro el motivo por el que se hizo una excepción con Kepler. Este explica que regresó a Graz «por orden» de servidores del elector. Su amigo Zehentmair escribe en una carta donde alude a cierta declaración del barón Herberstein, gobernador territorial, que Kepler había sido excluido de manera expresa y desde un principio por el príncipe, y que no habría necesitado en absoluto abandonar [94] la ciudad. En la carta de recomendación que los delegados entregaron a su matemático territorial cuando dos años más tarde dejó definitivamente la ciudad, se dice, en cambio, algo distinto. Después de que también él fuera expulsado y cesado como profesor de la escuela, los delegados «a través de la intercesión más sumisa» habrían «solicitado humildemente y conseguido» del elector un «salvum redeundi conductum»12 para su persona «y que este lo autorizara a permanecer aquí como respetable matemático territorial» [95]. El esclarecimiento de los hechos verdaderos está abierto. En cualquier caso, como el decreto de expulsión era generalizado, Kepler tuvo la precaución de solicitar al príncipe que, no obstante, certificara que su labor neutral quedaba exenta, de manera que no corriera ningún riesgo si se quedaba más tiempo en la región. Su petición fue aceptada y dispuesta: «Su Alteza habrá autorizado con esto, por indulto especial, que el suplicante permanezca aquí durante más tiempo pese a la expulsión general etcétera. Pero él deberá hacer uso en todas partes de la discreción oportuna y comportarse, por tanto, sin causar ofensa, de manera que no dé lugar a que Su Alteza deniegue otra vez tal indulto» [96].
El siguiente interrogante va unido al anterior: ¿cómo es que se hizo una excepción con Kepler? A partir de la mencionada súplica presentada por los delegados cabría pensar que se distinguió entre el profesor de matemáticas y el matemático territorial, y que al último se lo autorizó a permanecer en Graz por desempeñar un cargo neutral. Pero podría no haber sido esa la única razón decisiva. Algunos biógrafos creen que los jesuitas movieron hilos en el asunto porque les habría gustado convertir a Kepler al catolicismo; otros, en cambio, lo niegan. En cualquier caso, se puede afirmar que, si Kepler hubiera sido de poca estima entre los jesuitas, también él habría tenido que acatar el decreto de expulsión. En cambio, diferentes hechos evidencian que Kepler despertaba verdaderas simpatías no solo entre los jesuitas, sino también dentro de la corte. Según le contaron, al príncipe elector lo deleitaban sus descubrimientos científicos. En alusión a su trato de favor dentro de la corte, Kepler menciona a un consejero de regimiento, un tal Manechio [97] (acaso el mismo que en distintos documentos aparece nombrado como Manicor), con quien solía tener trato. Pero queda aún otro contacto que resultó de gran trascendencia para Kepler, y debe considerarse. En el otoño de 1597, el canciller de Baviera Hans Georg Herwart von Hohenburg se dirigió a Kepler [98], por mediación de Grienberger, padre jesuita de Graz, para que le aclarara una pregunta científica [99] de la que se hablará más adelante. A partir de esta primera toma de contacto dio comienzo un intercambio epistolar que perduró durante muchos años y unió a ambos hombres muy estrechamente. El influyente canciller dio muestras