Cristianismo Práctico. A. W. Pink

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Cristianismo Práctico - A. W. Pink


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adelante hay un río imposible de atravesar, y que el puente para cruzarlo está podrido: Si él se rehúsa a regresar, ¿no tengo yo la garantía de concluir que no me ha creído? O si un médico me dice que tengo cierta enfermedad, y que en poco tiempo tendrá un efecto mortal si no uso el remedio que me ha prescrito el cual me debe sanar con toda seguridad, ¿No estaría justificado en declarar que yo no confié en su diagnóstico al verme ignorando sus indicaciones, y más bien viéndome hacer lo contrario? Igualmente, creer que hay un infierno y, sin embargo correr hacia él; creer que continuar en el pecado lleva a la condenación, y aun así vivir en él, ¿De qué propósito sirve alardear de semejante fe?

      Ahora, de lo expuesto anteriormente, no debería haber espacio para dudar que cuando Dios imparte fe salvífica a un alma, afectos verdaderos y radicales vendrán de inmediato. Un hombre no puede levantarse de la muerte sin haber un consecuente caminar en vida nueva. No puede ser sujeto de un milagro de la gracia realizado en el corazón sin un cambio que sea notorio para todos los que le conocen. Donde ha sido sembrada una raíz sobrenatural, fruto sobrenatural debe nacer. No es que se obtiene una vida perfecta y sin pecado, ni que el principio de la maldad y la carne, haya sido erradicado de nuestro ser. Sin embargo, hay un anhelo por la perfección, un espíritu que resiste a la carne y una lucha en contra del pecado. Y aún más, hay un crecer en la gracia y un persistir hacia adelante en el «camino angosto» que conduce al cielo.

      Un grave error completamente esparcido hoy en los grupos «ortodoxos», y que son responsables por muchas almas que están engañadas, es el de la doctrina que parece honrar a Cristo de que «solo Su sangre, salva a cualquier pecador». Satanás es muy inteligente; pues sabe exactamente qué carnada usar para cada lugar en el cual pesca. Probablemente, muchos de manera irritada se resistirán al predicador que les diga que bautizarse y participar en la Cena del Señor fueron medios indicados para salvar el alma; sin embargo, la mayoría de estas mismas personas aceptarán sin problemas la mentira de que es solamente por la sangre de Cristo que podemos ser salvos. Esto es verdad con respecto a Dios, pero no respecto a los hombres. La obra del Espíritu Santo en nosotros es igualmente esencial como la obra de Cristo por nosotros. Por favor lea cuidadosamente y medite en Tito 3:5.

      La salvación es doble: Es tanto legal como experimental, y consiste en justificación y santificación. Por otra parte, la salvación la debo no sólo al Hijo sino a tres personas de la Deidad. Sin embargo, muy poco se comprende esto hoy en día, y muy poco se predica. Primero y principal, mi salvación se la debo a Dios el Padre, Quien la decretó y planeó, y Quien me eligió para salvación (2 Tesalonicenses 2:13). En Tito 3:4, es Dios Padre Quien es declarado como «Dios nuestro Salvador». Segundo y merecidamente, le debo mi salvación a la obediencia y al sacrificio de Dios el Hijo Encarnado, Quien actuó como mi Fiador por todo lo que la Ley requería, y satisfizo todas las demandas por mí. Tercero y eficazmente, le debo mi salvación a la regeneradora, santificadora y preservadora operación del Espíritu: note que Su obra es mostrada tan preeminentemente en Lucas 15:8–10, como la obra del pastor en Lucas 15:4–7. Tal como afirma Tito 3:5, que Dios «nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo»; y es la presencia de Su «fruto» en mi corazón y en mi vida la que provee la evidencia inmediata de mi salvación.

      «Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación» (Romanos 10:10).

      Por lo tanto, es el corazón el cual debemos examinar primero, para descubrir evidencias de la presencia de una fe salvífica. La Palabra de Dios es clara cuando dice «purificando por la fe sus corazones» (Hechos 15:9). El Señor dijo, «Lava tu corazón de maldad, oh Jerusalén, para que seas salva» (Jeremías 4:14). Un corazón que está siendo purificado por la fe (compare con 1 Pedro 1:22), es uno que está adherido a Cristo. Este corazón bebe de una Fuente santa, se deleita en una Ley santa (Romanos 7:22), y espera pasar la eternidad con un Salvador santo (1 Juan 3:3). Un corazón que aborrece todo lo que es espiritual y moralmente sucio, aborrece la misma ropa contaminada por la carne (Judas 23). Un corazón que ama todo lo que es santo, bueno y agradable para Cristo.

      «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5:8).

      La pureza de corazón es absolutamente esencial en hacernos aptos y poder morar en aquel lugar donde «No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» (Apocalipsis 21:27). Quizás se necesite una definición más completa. Purificar el corazón por la fe consiste en la purificación del entendimiento, para limpiarlo del error por medio del resplandor de la luz Divina. Segundo, la purificación de la conciencia, para limpiarla de culpa. Tercero, la purificación de la voluntad, para limpiarla de la voluntad propia y el egoísmo. Cuarto, la purificación de los deseos, para limpiarlos del amor a la maldad. En la Escritura, el «corazón» incluye estos cuatro aspectos. Un deseo deliberado por continuar en un pecado no armoniza con un corazón puro.

      De nuevo, una fe salvífica siempre se evidencia en un corazón humilde. La fe doblega el alma para que descubra su propia maldad, vileza e impotencia. Le hace comprender su pecaminosidad e indignidad; así como sus debilidades, deseos, su carnalidad y corrupciones. Nada exalta más a Cristo que la fe, y ninguna otra cosa humilla más al hombre que la fe. A fin de magnificar las riquezas de Su gracia, Dios ha elegido la fe como el instrumento más apto, y esto porque es lo que nos hace ir directamente a Él. La fe nos hace entender que solo somos pecado y miseria, y nos lleva como mendigos con manos vacías a recibir todo de Él. La fe quita toda presunción del hombre, toda autosuficiencia, toda justificación de sí mismo, y lo hace parecer nada para que Cristo sea todo en todos. La fe más fuerte siempre va acompañada por la más grande humildad, considerándose el más grande de los pecadores e indigno del más pequeño favor (cf. Mateo 8:8–10).

      De nuevo, una fe salvífica se encuentra siempre en un corazón tierno.

      «Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36:26).

      Un corazón no regenerado es duro como una roca, lleno de orgullo y presunción. Es inamovible ante los sufrimientos de Cristo, en el sentido de que no actúan como un freno contra la voluntad y los placeres del hombre. Pero el verdadero cristiano es movido por el amor de Cristo, y dice, ¿Cómo puedo pecar contra Su amor sufriente por mí? Cuando incurre en una falta, hay un quebrantamiento y una tristeza amarga. Querido lector, ¿Sabes lo que es derretirse delante de Dios, con un corazón roto lleno de angustia por haber pecado contra el Salvador? No es la ausencia de pecado sino el dolor por pecar lo que distingue al hijo de Dios de los profesos vacíos.

      Otra característica de la fe salvífica es que «obra por el amor» (Gálatas 5:6). No es inactiva, sino energética. La fe que es «por la operación de Dios» (Colosenses 2:12) es un poderoso principio de poder, que difunde energía espiritual a todos los aspectos del alma y los alinea al servicio de Dios. La fe es un principio de vida mediante el cual el cristiano vive para Dios; un principio de dirección, por el cual se camina hacia el cielo a través de la carretera de la santidad; un principio de fuerza, que se opone a la carne, al mundo y al diablo.

      «La fe en el corazón de un cristiano es como la sal que fue echada en una fuente corrupta, que convirtió las aguas malas en buenas, y la tierra estéril en fructífera. Es tanto así que le sigue un cambio de la conversación y de vida, brindando un fruto acorde con: “Un buen hombre del buen tesoro de su corazón produce buen fruto;” cuyo tesoro es la fe» (John Bunyan en Christian Behaviour [Conducta cristiana]).

      En el momento que la fe salvífica es sembrada en el corazón, esta crece y se esparce en todas las ramas de la obediencia, y es llenada con frutos de justicia. Hace que su dueño actúe para Dios, y por lo tanto muestre evidencia que es algo vivo y no una simple teoría muerta. Incluso un recién nacido, aunque no puede caminar y trabajar como un adulto, respira, llora, se mueve, come, y por lo tanto, muestra que está vivo. Así también el que es nacido de nuevo; respira para con Dios, clama por Él, se mueve en dirección a Él, depende de Él. Pero el infante no permanece siendo un bebé; el crece,


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