La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna

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La chusma inconsciente - Juan Pablo Luna


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del Estado en diferentes territorios, su dificultad para resolver conflictos o garantizar seguridad pública. A partir del análisis sobre la desorientación del Estado en sus estrategias para enfrentar el conflicto mapuche o de la cruda y altamente compleja realidad del narco en el país, Juan Pablo Luna nos obliga a mirar y a no retirar la mirada de una escena que permanece escondida para una parte importante de la población, especialmente la más beneficiada. Un velo que es efecto tanto de la segregación urbana y distancia imaginaria regional, como de un conjunto de trucos narrativos a partir de los cuales entronizamos una visión del país que nos tranquiliza, reasegura y al mismo tiempo nos fragiliza. La negación, parece ser su advertencia, es, como ya lo propusiera Freud, una posición que no tarda en cobrar la comodidad en la que nos instala y lo hace con altísimos intereses.

      El libro se organiza en partes que, luego de situar los contornos de la crisis, abordan con mucho más detalle y creatividad de la que serían capaz de devolver en estas breves páginas estos cuatro factores. Luego, termina con una vibrante coda en la que el autor analiza los posibles desenlaces de la encrucijada actual.

      Este es un trabajo en el que los grises nunca dejan de hacer notar su presencia, y por eso, al final de su lectura, no solo la impresión de entender mejor las cosas se impone, y por supuesto uno que otro desacuerdo (es inevitable cuando una practicante de la sociología lee a un practicante de la ciencia política), sino que la inquietud es el sentimiento más aguzado. Cruzar los hilos de las diferentes argumentaciones da la magnitud de la incertidumbre en la que nos encontramos. Las cosas son mucho menos prístinas que lo que uno quisiera, y hacérnoslo saber es un valor enorme de este libro. Las preguntas que deja no son pocas y sobre todo no son nimias. Por ejemplo, si por un lado Juan Pablo Luna insiste en que los partidos políticos necesitan retomar el arraigo territorial perdido como condición para eventualmente recuperar peso y presencia, por otro, las estrategias para este arraigo, como el autor lo menciona en su discusión sobre el crimen organizado y su presencia en ciertos territorios en Santiago y otras zonas del país, se encontrarían potencialmente afectadas o tensionadas por modalidades de instalación territorial corruptas y de connivencia con estos grupos, dada la manera en que ha sido intervenida ya la urdimbre social de diferentes territorios por algunos actores, en particular del narcotráfico. La pregunta se impone: ¿será acaso que las demandas a los partidos políticos sobre transparencia y no corrupción y las de arraigo territorial terminan por contradecirse y no necesariamente se resuelven de manera virtuosa? ¿Será que los partidos políticos se encuentran ante un desafío que no puede ser resuelto en clave política? La pregunta es válida al menos si uno piensa en esos territorios de los que nos habla Luna. Las respuestas: todo menos simples.

      Luna sabe que las tareas son enormes, pero cree, apelando a la distinción propuesta por Merton, que más vale apostar por la innovación de quien se desvía de las normas para construir referentes nuevos, que por el ritualismo de quien insiste en responder a las situaciones objetivamente transformadas con estrategias obsoletas y gastadas. Estoy completamente de acuerdo, aunque quizás solo valdría la pena agregar que ese ritualismo es una tara no solo de las élites, como el autor desarrolla con detalle, sino que también afecta a otros y muchos actores sociales y políticos, incluidas las fuerzas de izquierda o el llamado progresismo. La lucha necesaria para no quedarse en la orilla, como propone el autor, no es solo contra los supuestos falsos o los lugares comunes, sino contra este empuje ritualista que nos gana.

      Este libro puede ser leído como una invitación razonada a abandonar nuestras posiciones ritualistas y avanzar hacia la innovación. Pero, también, a reconocer que la innovación no es espontaneidad pura: que la provocación no es nada sin la lucidez; que la esperanza no debe permitirse la ingenuidad; y que la urgencia no es resultado del arrastre de los acontecimientos, sino de la fina exploración de los mismos.

      La invitación está hecha. Léala con cuidado. La acepte o no, habrá, sin ninguna duda, valido la pena.

      Kathya Araujo

      Santiago de Chile, septiembre de 2021

      INTRODUCCIÓN

      El 18-O encastró las piezas de un rompecabezas que por mucho tiempo solo veíamos por separado, en sus luces y en sus sombras. En ese momento, quienes mencionábamos la crisis latente en Chile teníamos que responder agudas críticas basadas en métricas objetivas («los datos duros», presumiblemente omniscientes) y en comparaciones convenientes cuyo sustrato último era la noción de que Chile se había escapado de los patrones típicos de las sociedades latinoamericanas, en cuanto a su modelo de desarrollo y calidad democrática. Aunque la metáfora de «Chilezuela» sí prendió, en el fondo sentían, a ciencia cierta, que Chile era un oasis en el desierto de la región.

      En mayo de 2019, en la conferencia de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) en Estados Unidos, un connotado columnista y académico de plaza me espetó: «¿Dónde está esa crisis de la que tanto te gusta hablar hace años? ¿Dónde están los indicadores, cómo los mides?». Sin contar con datos objetivos para sostener el punto, me llamé a silencio. Pero tras darle vueltas al asunto en el viaje de regreso, escribí una respuesta. El segundo texto de esta compilación de columnas aparecidas entre 2016 y 2021 fue lo que pude articular. Lo hice arriesgando una interpretación (equivocada, en su énfasis sobre el efecto de las redes sociales como válvula de escape) sobre por qué, aunque la crisis estaba ahí, no la veíamos. Pero confieso que la escribí bajo una duda que me persiguió durante mucho tiempo: ¿por qué los niveles de conflicto social que veíamos en terreno, desde hacía tiempo, no escalaban y se mantenían larvados? ¿Eran tan potentes el individualismo, la fragmentación y las promesas del modelo, en el sentido de mitigar la agregación de múltiples descontentos y desasosiegos presentes a nivel local y en los discursos de los individuos?

      Cuando sorpresivamente Chile «estalló», apuramos interpretaciones sobre lo que había pasado. En aquel momento argumenté que se trataba de la politización de múltiples desigualdades. Esa politización, de nuevo, no se condecía con la evolución del coeficiente de Gini, ni con la modernización capitalista que el país ha efectivamente vivido. «¿Cómo va a ser la desigualdad si el Gini ha bajado? ¿Cómo van a salir a romper todo si hoy están mucho mejor que sus padres y hasta les encanta ir al mall los fines de semana?». ¡Las métricas (y los parámetros normativos) nuevamente!

      Ahí resurgieron, para iluminarnos, el informe Desiguales del PNUD, los textos de Kathya Araujo sobre las asimetrías de poder en Chile, los trabajos de Manuel Canales sobre las frustraciones de una generación más educada, con más acceso a bienes de consumo, pero también fuertemente vulnerable. Una generación empoderada, pero también endeudada. Una generación cuyos padres apostaron a las promesas del modelo y que hoy, estando objetivamente mejor, tenía una ilusión rota entre manos: la promesa de movilidad social ascendente, aunque parcialmente cumplida, chocaba con redes de reproducción del privilegio que desafiaban al mercado y al mérito individual, porque eran propias de una sociedad marcadamente estamental.

      Eran redes cuya operación comenzó a volverse más visible desde principios de los 2000, a través de escándalos de corrupción que exponían los distintos mecanismos que vinculaban a figuras prominentes del sistema político, a diversas instituciones sociales y del Estado (incluyendo, por ejemplo, al sistema de acreditación de la educación universitaria y a varias universidades) y a actores connotados de la élite económica.

      Y por si faltara combustible, los escándalos dieron paso a la sensación de impunidad. Estaban el Dicom y una dura e implacable «justicia para pobres» (cuyas facetas más denigrantes quedaron expuestas en el incendio de la cárcel de San Miguel), y estaban «las clases de ética» y los «perdonazos» para los empresarios y políticos corruptos. Todo legalmente permitido y constitucionalmente garantizado.

      Los siguientes tres gráficos muestran, a modo de recordatorio, la retahíla de casos de corrupción que emergieron públicamente a lo largo de este tiempo. Utilizando datos de la encuesta CEP, también ilustran el efecto progresivo de esos escándalos en la creciente valoración de la corrupción como un problema en la sociedad chilena1.

      Con este trasfondo, la potencia del estallido estuvo en constituir una antítesis respecto


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