La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna
Читать онлайн книгу.el tipo de demanda y solución que se buscaba desde el mundo popular (ver los trabajos publicados por Sergio Toro y Macarena Valenzuela en Ciper Académico). En esas crónicas se verifican la potencia del estallido, pero también sus limitaciones. La rabia contenida (y ahora desembozada) durante años de «desesperanza aprendida» (Toro y Valenzuela, 2020) y el fuerte carácter antiinstitucional del movimiento, hacían difícil ser optimista respecto a un componente necesario (aunque insuficiente) para la síntesis: un proceso exitoso de institucionalización del estallido. Esas mismas crónicas ponen en entredicho las posturas y eslóganes ideológicos de quienes, desde arriba (y especialmente, desde la izquierda), pretenden interpretar y representar una demanda que desconocen en base a repertorios que están tan cuestionados como «el modelo».
Sin embargo, contra todo pronóstico, la vía institucional fraguada el 15 de noviembre de 2019, y especialmente los aplastantes resultados electorales del plebiscito de 2020 y de la elección de convencionales de 2021, lograron legitimar una vía de salida al conflicto. La elección de la Constituyente fue primordialmente una elección destituyente de quienes eran percibidos como operadores políticos de la «coalición del abuso» que articuló el modelo durante estas décadas. Es en ese carácter destituyente que radica la legitimidad con que se inició el proceso constituyente.
A su vez, el pésimo rendimiento electoral —más allá de las comunas del «Rechazo»— de las campañas con más apoyo de la élite empresarial, así como la irrupción de independientes, potenciaron una profunda representación descriptiva (la Convención Constituyente refleja a Chile mejor que cualquier otro órgano electo en la historia del país). Y esa mayor representación descriptiva otorgó a la Convención un piso adicional de legitimidad social.
Mediante este resultado, la elección de convencionales permitió incorporar a la calle y a la protesta en la institucionalidad. Y si bien tentativo y provisorio, este resultado puede generar un poderoso efecto de demostración respecto a la revalorización de la vía electoral (aun cuando un porcentaje sumamente relevante de la ciudadanía sigue restándose). Quienes antes negaban la vía electoral como una forma de conseguir cambios en el país (porque con razón sentían que no importaba lo que votaran, la cosa seguía igual), hoy han descubierto el potencial disruptivo de su voto.
El plebiscito de 2020 y la elección de convencionales de 2021 representaron una vocación de cambio y transformación social tan estridente, porque también lograron convocar a un grupo mucho más amplio que el que salió a protestar durante 2019. La calle y las urnas, que hasta hace poco funcionaban como repertorios separados y hasta antagónicos para la acción política, comenzaron a generar sinergias relevantes. A pesar de todos sus méritos, sin embargo, la capacidad de síntesis necesaria para articular un modelo alternativo para Chile sigue siendo limitada.
En ese sentido, la fragilidad y evanescencia de las estructuras de representación política, así como la falta de alternativas funcionales para reemplazar o complementar adecuadamente el vacío de mediación, constituyen un desafío central. Las sociedades contemporáneas, no solo Chile, no están logrando canalizar legítimamente conflictos sociales que se han vuelto al mismo tiempo más fragmentados e intensos. Así, la institucionalidad de la democracia representativa heredada de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, y perfeccionada durante el siglo XX, se nos ha quedado corta. En otras palabras, las democracias liberales contemporáneas están teniendo problemas para vertebrar y mediar legítimamente conflictos intensos entre grupos e identidades sociales crecientemente fragmentadas.
Por esta razón, hoy se ha vuelto frecuente explicar resultados electorales sorpresivos o cambios súbitos en las preferencias y la adhesión a liderazgos o referentes políticos recurriendo a la noción de «liquidez». Mi impresión es que tras resultados que nos parecen líquidos hay bastante más estructura de la que se presume. Pero es una estructura fragmentada. En cierto momento, en torno a una elección, liderazgo o evento particular, los fragmentos se agregan dando lugar a un resultado visible, cristalizado. Pero rápidamente esa sumatoria de fragmentos se desfonda. Los domingos de fiesta (electoral) dan rápidamente paso a lunes de resaca.
En 2016 sugerí que dada su fragmentación y personalización creciente el sistema político chileno avanzaría más rápido hacia un escenario de «peruanización», de lo que el sistema peruano se movería hacia la anhelada institucionalización del sistema de partidos que (aparentemente) tenía Chile. La tesis de la «peruanización» ha ganado tracción, pero en un formato distinto: es el nuevo «Chilezuela». El punto de aquella columna era analítico y descriptivo, no normativo. Intentaba enfatizar los problemas que tienen las sociedades contemporáneas, en contextos de Estados débiles y desparejos y de sociedades fuertemente desiguales y fragmentadas, para anclar sistemas de partidos como el que varios imaginaban estaban presente en Chile.
El fenómeno de la Lista del Pueblo en las elecciones para la Convención Constitucional refleja bien la fragilidad de la agregación electoral. Por mecánica del sistema electoral y generando una marca atractiva que le dio visibilidad, la Lista del Pueblo logró, en esa elección, sumar liderazgos muy bien enraizados en sus comunidades. Cada uno aportó sus adhesiones y prestigio local a la Lista, y entre todos lograron elegir un número tan significativo como imprevisto de convencionales. Pero bastaron unas semanas en la Convención y la búsqueda de un candidato presidencial capaz de representar al colectivo para que la Lista se quebrara escandalosamente. Cuando hay que ponerse de acuerdo en algo la agregación dura poco. La legitimidad se desfonda rápido cuando la superioridad moral se encuentra (siempre muy rápido) con las miserias humanas que todos llevamos a cuestas.
Los partidos políticos actuales no están tan lejos de los problemas de la Lista del Pueblo. Siguen eligiendo autoridades locales y parlamentarios, pero lo hacen más en función de trayectorias personales y de individuos con bases electorales propias. Los partidos pueden hacer poco para disciplinarlos una vez electos y no tienen incentivos para hacerlo porque, de incomodarlos, corren el riesgo de generar un nuevo independiente y perder representatividad. En ese sentido, los partidos son hoy cáscaras vacías con muy poca capacidad de agregación sustantiva. Por lo mismo, sus candidaturas presidenciales buscan venderse como independientes, en función de trayectorias personales que los separan de sus colectividades, porque saben que tienen más capacidad de movilizar adhesiones en clave individual que sincerando sus apoyos, equipos y elencos partidarios.
La compresión temporal de las adhesiones políticas (que se derrumban ante la primera controversia) y la fragmentación social de las identidades, demandas y preferencias ciudadanas no son problemas exclusivos de Chile y su estallido. Tienen que ver con la imposibilidad de los mecanismos tradicionales de representación política de generar orden legítimo en las sociedades contemporáneas. Y a este respecto, estamos a ciegas.
Por un lado, unos repiten una y otra vez que la democracia liberal no funciona en ausencia de partidos programáticos. Añaden raudamente que los independientes no son solución: o se convierten a poco andar en un partido más o se disuelven (a veces dañando en su tránsito a la institucionalidad democrática). Aunque en teoría todo esto es cierto y relevante, no parecemos comprender que el argumento tiene limitaciones prácticas. En América Latina, de acuerdo con una estimación reciente (Munck y Luna, 2022, extendiendo estimaciones previas de Levitsky et al., 2015), menos del 4% de los más de trescientos partidos políticos surgidos desde 1975 en diecinueve países logró enraizarse y perdurar con un mínimo de éxito. En ese 4% se encuentran tres partidos chilenos (el PPD, la UDI y RN) y otros como ARENA y el FMLN de El Salvador y el FSLN de Nicaragua, los tres recientemente desplazados por liderazgos personalistas y autoritarios en ambos países. Juzgue usted.
El caso del PPD (Rosenblatt y Toro, 2022), por ejemplo, refleja otro problema de la utopía del partido político programático: le llamamos partido político a vehículos electorales que no logran cumplir las funciones de agregación vertical y coordinación horizontal que permiten a los partidos contribuir a la representación democrática (Luna et al., 2022). En otras palabras, muchas veces confundimos vehículos personalistas o etiquetas partidarias sin organización colectiva detrás con partidos políticos, por el mero hecho de que cuentan con el timbre oficial que otorga el Servel.
Ese sesgo nos hace sobreestimar en el análisis el peso de los partidos