Desde la capital de la República. AAVV
Читать онлайн книгу.LA FLEUR AU BOUT DU FUSIL.
POLÍTICA EN TIEMPOS DE GUERRA CIVIL
LA GUERRA DE LA RETAGUARDIA: DIVERGENCIAS REVOLUCIONARIAS
José Luis Martín Ramos
Universitat Autònoma de Barcelona
Uno de los lugares comunes más extendidos en la historia de la guerra civil, y muy particularmente por lo que se refiere a Cataluña, es el que la divide en dos etapas: antes y después de los sucesos de mayo de 1937; y, a renglón seguido, el relato histórico se centra en la primera de ella, menospreciando –excepto para los principales acontecimientos militares: primera invasión de Cataluña por los sublevados, batalla del Ebro, y segunda y definitiva ofensiva– toda la segunda etapa. Ese lugar común es consecuencia de la pretensión de un enfrentamiento en la retaguardia entre un proyecto revolucionario, impulsado por los anarquistas y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y su réplica contrarrevolucionaria por parte del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y Esquerra Republicana de Cataluña (ERC). Resuelto el enfrentamiento en mayo de 1937 con la derrota de los primeros, lo que viene después se considera poco más que un trámite militar, de desenlace inevitable, en el marco de un triunfo de la contrarrevolución o del fin del impulso revolucionario de julio de 1936; en otros términos, el fin de la política en la retaguardia catalana, subrayado por la insidiosa afirmación de un control comunista creciente –del PSUC– y la subordinación de Cataluña, y de la República, a los intereses de la URSS, en general, y de Stalin, en particular.1
Ese relato, que no refleja en absoluto la realidad, desprecia el hecho de que la segunda etapa es la más larga y en última instancia la decisiva de la guerra; que la guerra dura más de dos años y medio, en su naturaleza y en su evolución fáctica, y la dinámica y la confrontación política interna en la retaguardia también, y no solo los diez meses y medio que van de julio de 1936 a mayo de 1937. No cae en la cuenta de que la revolución, los procesos revolucionarios, siempre ha sido un hecho histórico que no tiene propietario único; ni en la inglesa, ni en la francesa ni en la rusa podemos sostener que hubo «una» revolución en el sentido de «un solo proyecto» revolucionario, ni siquiera un solo protagonista social o un solo agente organizado. Y, lo que es peor, falsea el proceso histórico de la sublevación militar y fascista y de la guerra civil, el hecho incontestable de que la propuesta y la acción contrarrevolucionaria correspondió a los sublevados. En el campo republicano, en Cataluña, la formulación de propuestas revolucionarias como respuesta a la sublevación y consecuencia de su derrota en ese territorio, tampoco fue única, ni predicha o prefijada, sino plural; puestas en práctica con la correspondiente diversidad de teorizaciones legitimadoras y el desarrollo de políticas diferentes, en congruencia con el contenido concreto de sus proyectos revolucionarios.
Esa pluralidad de proyectos, en la circunstancia extrema de una guerra civil, de una lucha a todo o nada, generó una intensa dinámica política notablemente conflictiva, por más que pudiera haber puntos de encuentro y momentos de compromiso, que llevó en el extremo a los enfrentamientos de mayo de 1936; una dinámica de conflicto que respondía y era a su vez condicionada por la evolución de la guerra y su incidencia efectiva sobre la población y el territorio catalán. La intensidad del conflicto político no se redujo después de mayo de 1937, cambió de protagonistas principales y de formas e instrumentos; e incluso se elevó y se hizo más compleja con la instalación del Gobierno de la República en Barcelona, octubre de 1937, y la conversión de la retaguardia catalana en principal retaguardia política de la República. La historia política de la retaguardia no se dividió en esas pretendidas dos etapas, una de afirmación y otra de negación; expondré aquí que en una primera aproximación puede considerar por los menos cuatro, y aún la última de ellas sería susceptible de dividirse.
DE JULIO A NOVIEMBRE DE 1936. SUBLEVACIÓN, RESPUESTAS REVOLUCIONARIAS Y PACTOS
La derrota de los sublevados en Barcelona, que determinó el desenlace en toda Cataluña, fue producto de la acción coincidente de las fuerzas de orden público, bajo el mando de la Consejería de Gobernación del Gobierno de la Generalitat, y los militantes de las organizaciones obreras, y en menor medida también las republicanas, que fueron sumándose a la lucha de manera creciente, a medida que pasaban las horas y los sublevados perdían iniciativa y quedaban sitiados. En el transcurso de los acontecimientos, del 19 al 21 de julio, el protagonismo de las fuerzas armadas, sufriendo bajas sin poder reponerlas, decreció al contrario del de los obreros que acabaron controlando las armas de los cuarteles y con ellas las calles de la ciudad. El resultado no solo fue el de la derrota de la sublevación, sino al propio tiempo un nuevo escenario social y político, imprevisto, de retroceso de la capacidad de control de las instituciones de gobierno y de fragmentación del ejercicio del poder, reclamado por centenares de comités territoriales y sectoriales constituidos durante y después de la lucha. Lluís Companys, Presidente de la Generalitat, consciente del cambio de escenario, propuso a las organizaciones sindicales y a las políticas del Frente Popular un pacto: constituir un Comité que asumiera la organización de la continuidad de la lucha, dirigida a renglón seguido hacia Zaragoza –donde sí habían triunfado los rebeldes–, y regulara la actividad de los comités y los hombres armados, mientras el Gobierno de la Generalidad mantenía en sus manos la administración civil. Contra ese compromiso, García Oliver, líder hasta entonces del Comité de Defensa de la CNT, propuso aprovechar el control de las calles por los obreros armados para proclamar la revolución social, pero su posición no tuvo eco y se materializó el pacto propuesto por Companys, si bien no en los términos que habría querido Companys, de subordinación del Comité a su autoridad, sino en los que impusieron las organizaciones obreras, de horizontalidad.
Entre el Comité Central de Milicias Antifascistas –que así se denominó finalmente– y el Gobierno de la Generalitat se configuró una dualidad de funciones, en la cual el CCMA asumió algunas que iban más allá de la promoción de la movilización miliciana y la lucha contra los sublevados en el frente de Aragón; en particular funciones de represión interna y la puesta en marcha de un nuevo sistema de abastecimientos de la población, sobre la base de la red de comités. No hubo, empero, dualidad de poder; por más que aquella actuación en la represión interna produjera conflicto, tanto más cuanto que las fuerzas de orden público estaban desarboladas de hecho y en parte movilizadas hacia el frente, lo que proporcionó una completa libertad de acción a las patrullas más o menos vinculadas a las organizaciones y una parte de ellas, las de Barcelona, teóricamente subordinadas a la autoridad del CCMA. A pesar de todo, este último no se alzó como contrapoder de la Generalitat; lo que es más, ni el Gobierno ni el CCMA, a pesar de la voluntad enfática de llegar a asumir esa centralidad que proclamaba, pudieron sustraerse e imponerse a la fragmentación del poder que significó la multiplicación de comités que, por su parte, tampoco llegaron a constituir una red general ni siquiera de coordinación. Esa insólita dispersión de la autoridad, prolongada a lo largo del verano, se vio favorecida por la creencia de que la guerra sería corta, así como por el hecho de que esta se mantuvo fuera del territorio catalán, sin afectar masivamente a la población catalana, con lo que no hubo sobre aquélla razones de fuerza mayor que obligaran a superarla y a imponer criterios firmes de unidad y de recuperación, aunque fueran limitadas a criterios de centralidad y autoridad en la toma de decisiones.
En esa etapa inicial, la lucha contra el faccioso se extendió, individual y colectivamente, a la lucha contra el sistema económico y social del que había sido base social dominante; la persecución del propietario, del patrón o del amo y la lucha contra el sistema de propiedad. La respuesta antifascista fue interpretada por todos sus protagonistas como una respuesta propositiva de transformación de las estructuras económicas, sociales y políticas existentes. La derrota de la sublevación produjo, estimulada por la dispersión de la autoridad y la fragmentación del poder, una reacción revolucionaria. Una en términos generales, pero diversa, plural, en sus contenidos y protagonistas. Los anarquistas y el POUM la entendieron como una revolución específicamente proletaria, fundamentada en el nuevo poder miliciano y patrullero –en la cuota de poder que habían obtenido–, con un programa colectivista