Cómo hicimos el 17 de octubre. Ángel Perelman

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Cómo hicimos el 17 de octubre - Ángel Perelman


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de aquella fecha no fueron los hombres, a pesar del machismo de la época, sino hombres y mujeres indistintamente como da cuenta de ello la icónica foto de la fuente donde encontramos unos y otras). Se trata de una iluminación mítica de la “peronidad”, da a luz al peronismo, donde se capta lo esencial de lo argentino de mediados del siglo XX. Así como la premisa de Astrada en el mito gaucho es la figura de la infinita llanura que ensancha los horizontes, el peronismo tiene su figura fundante en el protagonismo popular para cambiar el sentido de la historia y nada menos que en la Plaza del poder. Allí desde donde se manejaron y manejan los destinos de la patria. Y todo esto, como en todo mito fundacional, resulta determinante histórica y proyectivamente. A diferencia del mito gaucho, ya no se trata del hombre que se había hecho infinitamente libre en la extensión interminable de la llanura, sino del trabajador y la trabajadora urbanos que, en su irrupción en la historia, meten sus patas en la fuente. Es decir, el laburante de a pie, el curtidor y la obrera de la textil, que se hacen impensadamente presentes en el núcleo del poder argentino simbolizado en la Plaza de Mayo. Ya no será el marginal, chúcaro y perseguido por el Estado, que relata José Hernández, sino el trabajador con sus manos y su “overol” manchado de aceite que se hace cargo del Estado, y le impone su impronta y su proyecto. También es un mestizo, como esa mezcla híbrida entre “indios” y “moros andaluces” (que, según la particular interpretación de Astrada, vinieron con Garay), dándole entidad al gaucho. Este mestizaje es múltiple como describe en su magistral relato del 17 de Octubre, Raúl Scalabrini Ortiz:

      No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábitos de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de brea y de aceites. Llegaban cantando y vociferando unidos en una sola fe. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rostros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún.

      John William Cooke también hará su contribución a la comprensión de la dimensión histórica del 17 de Octubre:

      La montonera derrotada por el plomo de los civilizadores, el hijo del gringo proletarizado por el régimen, la multitud que había asistido al entierro de Yrigoyen como ciudadanía impotente, ocupaba la ciudad puerto de la oligarquía rapaz y parasitaria. Ya no eran ciudadanos de la democracia liberal, sino seres de carne y hueso, con su hambre, con su necesidad, con sus sueños, con sus cantos y sus bombos.

      En la memoria histórica, el 17 de Octubre ha quedado como una verdadera invasión del conurbano. Una apropiación, para algunos indebida, para otros legítima, de “la Capital”. Los relatos de la época, como el de Scalabrini, mencionan que también los manifestantes venían de La Paternal, y Perelman habla de Barracas, pero la simbología del cruce del Riachuelo como límite, de la irrupción en la ciudadela sagrada, se constituyó como la parte más fuerte de este relato épico.

      Los contemporáneos gorilas la ven claramente como una invasión, es el pánico de que los negros les ocupen barrio norte, como en el relato de Martínez Estrada. Este escritor, que había recibido dos veces el premio nacional de literatura, dejó plasmado el temor del “invadido”: “esos demonios salieron a pedir cuentas de su cautiverio, a exigir un lugar al sol, y aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con una San Bartolomé del barrio norte”. Como subraya en su lectura Horacio González (Perón, reflejos de una vida), no le preocupa de dónde vienen, como detalla Scalabrini, sino su objetivo: el barrio norte (el único lugar que nombra), su lugar en el mundo. Allí parecen pasearse irreverentes e impunes esos bárbaros, los “demonios de la llanura” de los que hablaba Sarmiento en el Facundo.

      Esos nadies provienen del interior profundo en algunos casos, como lo acusan sus rostros, pero insoslayablemente el inicio de su marcha es ese gran Buenos Aires, hábitat natural del “cabecita negra”. Allí se radicaron las grandes masas de la migración interna, lo que siguió ocurriendo con el tiempo. El conurbano es siempre, y a pesar de la clase media que vive allí, la zona de transición entre la civilización y la barbarie. Allí brota lo profundo de la argentinidad, y de la patria grande, engarzado con costumbres urbanas, aunque siempre en modos ásperos y formalmente incorrectos. Es el sitio de lo irresuelto, lo que la historia sigue aun demandando para hacer real la justicia. Es el cono de sombra, donde no se quiere ver que la frazada no alcanzó para todos. Esa es la fuerza simbólica del 17 de Octubre, cuando ese gran Buenos Aires repleto de cabecitas entró de modo contundente, digno, altanero, voraz, irredento, en la ciudad que mira eternamente a Europa. Y esa irrupción fue para disputarle quién manda: si las luminosas minorías de privilegio o las mayorías oscuras.

      Sin embargo, hay que decir que esta incursión no fue un saqueo de respuesta al prolongado despojo, como perfectamente podría haber sido. Tampoco es una invasión anárquica, de zombies deambulantes, como los imaginan los vecinos de los barrios opulentos. Y aunque se hayan paseado por las aristocráticas calles de Barrio Note, tiene finalmente un horizonte concreto: la Plaza. Hacia allí se dirigen las masas incontrolables pero dotadas de sentido. Los grasas, los cabecitas, los descamisados, con sus patas en la fuente del privilegio de la oligarquía vendepatria, a su vez se convierten, se empoderan, se hacen dueños de la Plaza, es decir, del centro del poder.

      La Plaza, como hemos dicho, es el núcleo simbólico del poder en nuestra tierra. Allí se libraron combates por la reconquista frente a la invasión inglesa. Su espacio fue el escenario en el cual los chisperos de French y Beruti amedrentaron a los partidarios del virrey en mayo de 1810, para hacer factible la revolución. Fue allí también donde los caudillos cansados de la prepotencia porteña ataron sus monturas en abierto desafío. Fue el escenario de los primeros bombos utilizados por la chusma yrigoyenista. Todo transcurrió frente a su escenografía dominada, por un lado, por el Cabildo, que con cada modificación arquitectónica era menos fiel a sí mismo. Y, por el otro, por la Casa Rosada. El gran símbolo del poder de la Argentina oligárquica constructora del Estado moderno. Según el relato de la historia oficial, el color rosado se debe a Sarmiento, en su deseo de representar simbólicamente la fusión de los partidos que protagonizaron las cruentas guerras civiles de principios del siglo XIX. Se trataría entonces de una mezcla entre el rojo de los federales y el blanco, supuestamente usado por los unitarios. Pero, pequeño detalle, el color propio de los unitarios no fue el blanco sino el celeste. Con lo cual se cae todo ese relato construido ad hoc. El color rosado, en realidad, proviene de la mezcla entre la pintura a la cal y la sangre de vaca. Hay aquí todo un símbolo de la oligarquía terrateniente y la base bovina de sustentación de su riqueza. Es un color fundado en este modelo agropecuario exportador, es el color de la sangre del poder real.

      En cierta medida, podemos decir que el mito del 17 de Octubre constituye y complementa al relato mítico de los hijos de Fierro, que se dispersaron a los cuatro puntos cardinales, llevando a cuestas el sentido de libertad, nacionalidad y dignidad, y que vuelven a confluir en la Plaza, en tanto centro del poder nacional. Los hijos de Fierro finalmente dejan de huir para hacerse cargo de la situación. Su antagonista sigue siendo la oligarquía que se apropió del Estado e impulsó desde allí la matanza de los gauchos y los pueblos originarios para apoderarse de la tierra como fuente de riqueza relacionada con la producción para el extranjero. Con la irrupción obrera en la Plaza se rompe la cajita de cristal de la ciudad blanca construida por esa oligarquía que le dio forma, a imagen y semejanza de Europa, y cruzada por sus propios intereses.

      Hay también, en este mito fundante, la contradicción y el juego entre el hedor y la pulcritud como categorías propias de Rodolfo Kusch. El peronismo, en este plano, es —sin duda— la encarnación de lo Otro, la corporización concreta del hedor americano. Pero hay algo de este bañarse en las aguas cristalinas de la fuente, de la ciudad blanca, de la pureza, que es una concesión a la pulcritud. El peronismo no se restringe a esa encarnación del hedor, sino también de esa necesidad de lavarse las patas en la fuente. Por cierto, nunca lo hace desde los buenos modales. Estos parecen ser siempre ajenos al peronismo. Aun cuando muchas veces los practica, parecen impostados, forzados. Así pasa cuando se apega a un estricto institucionalismo. Sin embargo, el peronismo siempre está tratando


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