La estabilidad del contrato social en Chile. Guillermo Larraín

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La estabilidad del contrato social en Chile - Guillermo Larraín


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el caso de Camilo Catrillanca?

      La razón que esgrimiremos es que destruyen la lógica de asociación voluntaria contractualista. Si no se adquiere el mismo derecho que se cede, ¿a título de qué un ciudadano responsable daría algo suyo a la sociedad? ¿Por qué pagar impuestos si hay despilfarro y corrupción? ¿Por qué adherir a leyes que están hechas para favorecer siempre a los mismos? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos, si la violencia estatal siempre recae en los mismos?

      Tenemos que enriquecer el análisis del capitalismo democrático. Muchas personas, la mayoría de los analistas y casi todos los economistas piensan usando un enfoque utilitario. ¿No es razonable que, si hay más bienes y servicios disponibles, deberíamos estar satisfechos con el funcionamiento de la economía? Esta es la paradoja actual: la riqueza privada, el seguro social y los bienes públicos están en sus niveles históricos más altos, y sin embargo hay operando importantes fuerzas destructivas.

      El utilitarismo es seductor, pero no nos permite comprender esta paradoja, menos aún proponer una salida razonable y práctica.

      Desde el punto de vista de la economía política, juzgar el diseño de instituciones desde una perspectiva utilitaria es engañoso. El criterio de juicio utilitarista clásico se basa en los efectos de las instituciones y las políticas sobre la disponibilidad general de bienes y servicios. Sin embargo, las instituciones son multidimensionales. Cuando un parámetro de eficiencia se mueve en una dirección, es probable que un parámetro de equidad lo haga en la dirección opuesta. Más allá de la tensión conocida entre eficiencia y equidad, hay otras tensiones en la sociedad y es el rol de las instituciones gestionarlos.

      El hecho de que todos hayamos mejorado nuestra calidad de vida no es un argumento suficiente para comprender el malestar actual. La mayor disponibilidad de bienes y servicios no puede explicar por qué las instituciones han sido desacreditadas, por qué persiste el malestar social y por qué el populismo gana audiencia. No se entiende, desde el punto de vista utilitario, el descrédito de las instituciones —políticas y económicas— que han permitido estos avances objetivos.

      El utilitarismo es un guía incompleto para sugerir cómo enfrentar los desafíos del mañana. Una reforma que promete más crecimiento alivia la situación, pero difícilmente por sí sola reconstruirá la confianza en las instituciones. Sin embargo, algunas personas insisten en que el problema es la competencia y el crecimiento. En un artículo de The Economist, en la edición del 24 de agosto de 2019, llamado “¿Para qué son las empresas? Los accionistas de las grandes empresas y la sociedad”, su título introductorio dice: “La competencia, no el corporativismo, es la respuesta a los problemas del capitalismo”. Si bien estamos de acuerdo en que el corporativismo no es la respuesta adecuada, es insatisfactorio pensar que el problema se reduce a la falta de competencia y crecimiento.

      Al leer un artículo como este en The Economist, se podría pensar que el utilitarismo es de derecha. No es así. Si pensamos en el utilitarismo de manera más amplia como el uso de criterios unidimensionales para evaluar el impacto de instituciones, entonces hay claramente utilitaristas de centro e izquierda. Basta reemplazar el criterio de disponibilidad de bienes y servicios por el de cómo estos están distribuidos, para pasar de un utilitarista de derecha a uno de izquierda. Ambos son imperfectos para evaluar instituciones que por su naturaleza deben gestionar tensiones entre eficiencia y equidad, autointerés, confianza y cooperación, libertad y seguridad, competencia y ética, entre otros.7

      Una digresión es importante en este punto: esta visión unidimensional de derecha o izquierda tiene como protagonista, aunque no exclusivo, a economistas. Estos, en ambos lados del espectro político, utilizan regularmente el principio de utilidad en el sentido ampliado que definimos aquí para llevar a cabo sus análisis.8 Es difícil pensar en otra disciplina académica que tenga tanta primacía en la configuración de las políticas públicas hoy en día. Mientras el economista de derecha usa el impacto sobre el PIB como variable decisoria sobre lo deseable de una política, el de izquierda usa el coeficiente de Gini. Ambos enfoques son útiles para evaluar políticas específicas, pero son insuficientes para evaluar instituciones.

      Ostrom (2005) define las instituciones como la forma en que “los humanos organizan todas las formas de interacción repetitivas y estructuradas”, explicando que “las oportunidades y restricciones que los individuos enfrentan en una circunstancia determinada, la información que obtienen, los beneficios que reciben o de los que son excluidos y cómo ellos razonan dicha situación” están críticamente determinadas por la existencia o ausencia de reglas que la estructuran. Una institución no pretende lograr un objetivo particular, sino arbitrar muchas cosas deseables.9

      El utilitarismo clásico, el criterio de Pareto y la compensación

      Volvamos al utilitarismo clásico, aquel que se preocupa por la disponibilidad total de bienes y servicios, digamos su eficiencia, pero que minimiza las preocupaciones por otros problemas como los efectos distributivos de políticas e instituciones. Si como consecuencia de una política al menos algunos mejoran y nadie empeora, es una buena opción de política. Por ejemplo, focalizar el gasto social hace que se usen eficientemente los escasos recursos públicos financiados por los impuestos porque mejora la situación de los más pobres, pero deja a un lado a la clase media, haciendo de esta solo algo menos vulnerable a la pobreza. En la política tributaria, el instrumento preferido por los utilitaristas es el Impuesto al Valor Agregado porque penaliza el consumo y no la generación de ingresos, a pesar de que, por la misma razón, recae desproporcionadamente sobre aquellos cuyos ingresos y consumo son similares, es decir, las clases medias y pobres.

      Si una política mejora la capacidad general para la creación de riqueza, debe ser deseable. ¿Y si en el camino algunas personas, pocas o muchas, pierden? ¿Importa si algunos pierden si el resultado agregado es mejor? La respuesta de los economistas es doble.

      Por un lado, una política es deseable si nadie empeora su situación y al menos uno gana. Esto es lo que llamamos óptimo de Pareto. Es un criterio atractivo, pero pensemos que ocurre en una situación repetitiva: ¿es deseable que siempre ganen los mismos, aunque los otros no pierdan? Es lo que ha pasado en Estados Unidos en los últimos 30 años, en que el ingreso del 0.1% más rico de la población ha aumentado del 3% al 10% del PIB,10 mientras el ingreso absoluto del resto de la población no cayó en este período. Una fracción importante de la población considera que este argumento no es razonable. Implícitamente, la mayoría de la gente piensa que la prosperidad debe ser compartida.

      Por otro lado, los economistas dirían que, en la medida en que aparezcan los perdedores, la política puede seguir siendo óptima en tanto se realicen transferencias para compensar las pérdidas de estos grupos.

      Hay tres tipos de problemas que las políticas compensatorias deben abordar. Primero, un shock como una pandemia o una política pública como la apertura comercial pueden tener efectos permanentes. Las transferencias pueden mitigarlos, pero no debieran impedir que las personas afectadas modifiquen su comportamiento para que sea compatible con las nuevas circunstancias. Las transferencias, en este caso, subsidios de cesantía, pueden prevenir o retrasar dicho cambio. Por lo tanto, habrá presión para cesar esas transferencias.

      En segundo lugar, las transferencias son financiadas por el Estado, pero existen restricciones presupuestarias. Cada compensación debe analizarse desde una perspectiva prudente de política fiscal. En el Chile de la pandemia, ya se alzan voces diciendo que habría un límite prudente de endeudamiento fiscal en torno al 45% del PIB, y que más allá de eso, se pone en riesgo la calidad crediticia soberana. Con el aumento de la deuda pública, la capacidad de compensar a posibles perdedores de reformas es menos factible. A medida que aumenta la deuda pública, la lógica compensatoria pierde fuerza.

      Finalmente y en tercer lugar, aparecen restricciones ideológicas. En 1975, Chile inició una amplia apertura unilateral de su economía. La reasignación de recursos fue masiva, porque los requisitos de los sectores emergentes no coincidían con los de los sectores en declive. Además, en 1982, como resultado de graves errores de política económica, el país sufrió una fuerte recesión en dos años consecutivos, en los que el PIB cayó un


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