Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México. Jorge Enrique Horbath Corredor

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Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México - Jorge Enrique Horbath Corredor


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y de registro histórico cultural, el INI fundado en 1948 (Gutierrez, 2004). Hoy en día, parece superada esta etapa del indigenismo institucionalizado, pero hace falta una postura clara sobre cómo abordar la relación entre el Estado y los pueblos indígenas; de una u otra forma la cerrazón a escuchar a los indígenas y sus demandas es lo que sigue imperando, una situación en la que el reconocimiento cultural y étnico no ha sido más que una estrategia de marketing por parte de las nuevas administraciones, dado que les ha sido imposible replantear en nuevos términos las relaciones entre los indígenas y el aparato estatal.

      La aparición del movimiento armado en 1994 ha buscado el reconocimiento de la desigualdad de oportunidades y el racismo que han dado paso a prácticas discriminatorias hacia los grupos indígenas. Al respecto Soberanes Fernández (2010) señala que en respuesta a dichas situaciones de vulnerabilidad en la que se desarrolla la vida de millones de indígenas, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos creó, en 1994, la Cuarta Visitaduría general como un área especializada en las protección, defensa, promoción y difusión de los derechos humanos de los pueblos indígenas en México conforme a lo establecido por la propia carta magna y los instrumentos internacionales firmados y ratificados por el estado mexicano (como el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes de la Organización Internacional del Trabajo, OIT).

      Las diversas reformas del estado mexicano han sido respuestas a fuerzas endógenas y exógenas. Durante los años cuarenta y cincuenta predominó la visión de que el reparto del ingreso podría mejorarse por dos vías: la redistribución más o menos radical, directa, ejemplificada claramente en la reforma agraria y la ingeniería social dirigida a intensificar los procesos de desarrollo y modernización económicos con el fin ampliar la redistribuir y buscando un impacto positivo sobre la productividad y los salarios.

      Las vicisitudes económicas, sobre todo la crisis latinoamericana de la deuda externa y las fuerzas del nuevo orden internacional, indujeron nuevas alteraciones en el modo de concebir el tratamiento de los problemas y las garantías sociales. Por un lado, algunos excesos del populismo resultaron insostenibles y, sobre todo, incongruentes con la dirección central de las estrategias dirigidas al desmantelamiento del intervencionismo estatal y a la apertura de fronteras. Por otra parte, los programas de estabilización de los ochenta limitaron los alcances de la ingeniería social y estorbaron la recuperación pronta de las tasas de desarrollo. Todo ello hace perder fuerza a la política macroeconómica macrosocial. Al mismo tiempo la política social se aleja del intento de reducir directa –redistribución– o indirectamente –vía desarrollo– la desigualdad, y se centra en la tarea más limitada e inmediata de abatir los síntomas de la pobreza y su intensa difusión entre los grupos vulnerados, entre ellos los indígenas. Estas políticas tienen como objetivo el alivio de los más desprotegidos, más que corregir las fuerzas que los sumergen en esa situación. Acaso el defecto más serio de las garantías sociales contemporáneas sea el de encubrir la separación de las demandas de una democracia verdaderamente incluyente con respecto a los objetivos ahora estrechos de la política económica. De sumarse, sin duplicaciones, pobres e informales, entre 40% y 50% de la población no tiene voz ni influencia en las decisiones que afectan a su bienestar.

      Hay aquí una desarticulación medular de las políticas públicas. La cuestión es seria porque se dejan de lado las metas del empleo y de la distribución, pilares insustituibles de sustentación del bienestar de los países. En consecuencia, la eficiencia que se gana con la supresión de subsidios y la focalización de las erogaciones públicas no basta para compensar la desocupación, la pobreza y las desigualdades derivadas de la situación de cuasi-estancamiento estabilizador que priva desde los años ochenta sin interrupción.

      Lograr la aceptación ciudadana del paradigma descrito fue un trabajo arduo que incluso debió incurrir en exageraciones ideológicas. Así, las críticas al Estado de bienestar y al populismo fueron satanizantes de sus políticas sociales por entrañar interferencias estatales en el funcionamiento del mercado y en el logro de la eficiencia productiva.

      En síntesis, las instituciones básicas de respaldo a las garantías sociales (gobierno, mercado, familias) se desgastaron peligrosa y simultáneamente sin poder descargar entre sí las responsabilidades que ya no pueden satisfacer algunas o todas. Más aun: las mejoras parciales recientes en las condiciones de pobreza obedecen más a los esfuerzos y sacrificios adaptativos de la población –ocupaciones múltiples, trabajo femenino, migración y remesas– que a los efectos de las políticas públicas. Al mismo tiempo hay que considerar el peso de distintas estrategias vinculadas con las economías solidarias, sobre todo en algunas partes del país (Gracia, 2015).

      La crónica crisis fiscal del Estado impide que los órganos gubernamentales asuman funciones sociales en escala suficiente; la prestación de servicios sociales vía el mercado excluye al grueso de los hogares pobres o de ingresos bajos; las familias –y singularmente las mujeres– absorben el costo de la transición económica, pero sus capacidades se ven menguadas ante el embate de la escasez de empleos, los bajos ingresos y los complejos fenómenos sociodemográficos que disuelven los núcleos familiares.

      El meollo del problema deriva de la incongruencia entre las estrategias microsociales incluyentes y los enfoques macroeconómicos excluyentes, incapaces de afrontar con verdadera efectividad los problemas de marginación y pobreza. El sector moderno de la economía, sobre todo las actividades industriales, ha dejado de absorber a las oleadas generacionales de nuevos trabajadores y de emplear los excedentes de mano de obra de la agricultura. Es decir, se ha creado un mecanismo macroeconómico y macrosocial perverso de fomento a la exclusión que los programas microsociales alivian pero no son capaces de erradicar.

      La situación descrita se viene traduciendo en el crecimiento explosivo del sector informal, en pobreza crónica. En rigor, ganar la batalla contra la injusticia social y los rezagos económicos implica dar un contundente golpe de timón a la orientación de las políticas públicas en varios frentes, incluida la necesidad de hacer paulatinamente exigibles los programas micro-sociales, así como negar aprobación a reformas que, por sus efectos primarios o secundarios, alienten la exclusión y los sesgos concentradores del ingreso nacional.


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