26 años de esclavitud. Beatriz Carolina Peña Núñez

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26 años de esclavitud - Beatriz Carolina Peña Núñez


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del correo, fechado el 30 de agosto de 1997, se apretujaba, obviamente, parte de un ensayo que García-Conde había escrito varios semestres antes como asignación final de un curso de Cañas en el que aquella incorporó el tema de los Spanish Negroes. Las dos últimas hojas que el profesor me facilitó procedían del trabajo impreso que la alumna le había entregado. En una se puede leer, por ejemplo, un interrogante manuscrito de Cañas que cuestiona algo en una de las notas a pie de página: “¿cuál?”.

      Aquel fragmento del trabajo de García-Conde me dio pistas para iniciar la investigación. Me atrajo en especial la noticia que daba de que los Spanish Negroes estuvieron involucrados en una supuesta conspiración esclava en 1741, y este fue el derrotero que seguí para el trabajo final del curso. Más tarde, esta monografía se convirtió en una ponencia que presenté en un congreso en Saint John’s University (Queens, Nueva York), y que luego publiqué en forma de artículo en Cuadernos de ALDEEU con el título de “Ser negro, hispano y católico en la Nueva York colonial” (2000). Me arrastró tanto el asunto que entonces deseé haber estado cursando un doctorado en historia para dedicarle la tesis doctoral. Si había localizado muy poco material en inglés sobre los Spanish Negroes, no había encontrado nada en español. Con los años, nunca olvidé el tema ni la esperanza de ocuparme de este.

      Por un sendero muy distinto, gracias a Raquel Chang-Rodríguez, cuando llegó el momento de decidirme por un campo para hacer la tesis doctoral en el programa de literatura, accedí de su mano al área de los estudios coloniales. Desde ese momento, la intersección de mis investigaciones con la historia, entre otras disciplinas, se fue incrementando considerablemente. Por esa interdisciplinariedad feliz del campo en el que me especialicé, he buscado saciar mi fuerte atracción hacia la historia y el arte; y me he dado permiso gradual, envalentonada por algunos reconocimientos, para ingresar en estos terrenos. Ciertamente, he entrado por la puerta trasera en los estudios históricos, pero la pasión por este campo y mi conciencia incipiente de esta vocación tienen orígenes remotos, por cierto también enlazados a la literatura. Comenzó con la lectura de la novela histórica Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, cuando tenía trece años y estaba en el primer año de la secundaria.

      De vuelta a los Spanish Negroes, hace algunos años retomé el tema. Comencé a recabar libros, artículos, documentos de archivo donde se los mencionaba y a pensar sobre estos materiales. Así es como di con el caso de Juan Miranda, a quien se nombraba, en general, al vuelo, aquí y allá, en algunos libros y artículos. En mis búsquedas de archivo, su figura fue tomando forma; y su historia, juntada a retazos, se me hizo muy relevante. Además, el personaje se me presentó en un sueño.

      Hoy me corresponde agradecerles a Dionisio Cañas y a Luisa García-Conde, pues, si no hubiera tomado aquel curso y si el poeta no me hubiera asignado aquel trabajo, no sé si alguna vez habría descubierto el tema de los Spanish Negroes. El impulso procede de Cañas. Las dos páginas de García-Conde fueron mis primeras referencias escritas sobre la materia.

      Asimismo, mi gratitud al personal de los New York State Archives y de la New York State Library; a la Patricia D. Klingenstein Library de la New-York Historical Society, en especial, a la sección de Manuscript Collection; a la New York Public Library y a su Rare Book Division; a la Columbia University Library y a su Rare Book and Manuscript Library; al Department of Finance, Office of the City Register, New York County; a la P. K. Yonge Library of Florida History, de la University of Florida; a la Benjamin S. Rosenthal Library de Queens College y a su equipo de préstamo interbibliotecario. Mi asociación al University Seminar on Latin America, del Institute of Latin American Studies en la Columbia University, me ha concedido, por casi una década, el acceso a los maravillosos recursos bibliográficos de esta universidad. En su biblioteca, reconozco, con afecto, la desprendida amabilidad de Mayra E. Álvarez.

      Expreso mi gratitud a Juan Felipe Córdoba-Restrepo, director editorial de la Universidad del Rosario, y a su Comité Editorial, por recomendar el manuscrito para que pasara a la evaluación de pares. Les estoy muy agradecida a los lectores anónimos por sus comentarios y recomendaciones. Mi gratitud también va para la historiadora colombiana Diana Inés Bonnet Vélez, por valorar mi trabajo.

      Muchas gracias a mi brillante amigo Carlos Alberto Carreño González, quien, pese a su discapacidad visual, a los apagones, a las interrupciones del servicio de internet y a tantas luchas y dificultades, “leyó” en Venezuela, con amor y entusiasmo, a través de su lector de pantalla, cada capítulo de este libro a medida que se iba haciendo. También gracias al talentoso Pablo García Loaeza, por su asistencia en la elaboración de un mapa. Finalmente, le agradezco al galardonado escritor dominicano Miguel Aníbal Perdomo, quien leyó el manuscrito motivado por su interés en conocer más sobre la esclavitud en Nueva York, en concreto en la isla de Manhattan, donde vive desde hace muchos años.

      Para terminar, reitero mi gratitud al poeta Dionisio Cañas, por elegirme hace veintidós años para averiguar más sobre los Spanish Negroes, y a Luisa García-Conde, por las pistas que, inadvertidamente, me regaló.

       De las barracas de vergüenza de la historia, me levanto;desde el pasado enraizado en dolor, me levanto.

       Soy un negro océano, amplio e inquieto, manandoe hinchándome me extiendo sobre la marea.

      “Still I Rise” (“Aun así me levanto”), Maya Angelous

       El golpe más grave sufrido por el colonizado es ser retiradode la historia y de la comunidad. La colonización usurpacualquier rol libre en la guerra o la paz, cada decisiónque contribuye a su destino y el del mundoy toda responsabilidad cultural y social.

      Albert Memmi

      El 25 de agosto de 1755, el gobernador1 de la provincia de Nueva York y los miembros del Consejo de la Colonia de Nueva York consideraron, por primera vez, el caso de Juan Miranda.2 Aquel lunes, el expediente revisado en el Fuerte George lo formaban apenas tres documentos: una instancia, dirigida al gobernador James DeLancey, y dos declaraciones juradas. La instancia exponía que Juan Miranda residía en la ciudad de Nueva York, en la casa de la viuda Sarah van Ranst, y con estilo reiterativo, deponía que Miranda era un vasallo libre del rey de España, nacido en Cartagena, en las Indias Occidentales, de padres libres, y que estos eran Juan Manuel Miranda,3 un hombre libre, y Nicolasa López, una mujer negra libre.4 Asimismo, la petición indicaba que la edad de Miranda era entonces treinta y seis años, y que cuando tenía quince o dieciséis había abordado un guardacostas español, llamado María Luisa,5 con destino a Margarita. Desde allí, el joven tomaría otra embarcación a La Habana, donde lo esperaba Lucas Miranda, un tío residente en esta ciudad, quien lo había invitado a estar con él.

      En la costa de Coro, lugar de tierra firme, el guardacostas detuvo dos naos holandesas y una francesa que realizaban transacciones ilegales en el área. Los españoles confiscaron las naves y las mercancías, y satisfechos con estas presas, dejaron marchar a las tripulaciones vencidas en lanchas de remos. Cuando los despojados regresaron a Curazao y reportaron lo sucedido, los holandeses despacharon dos barcos en persecución del guardacostas. Lograron capturarlo y detuvieron a los ocupantes. Entre estos, se llevaron a Juan Miranda, rumbo a la prisión y a un destino muy distinto del que se había imaginado.

      Juan Miranda manifestó en el petitorio que, luego de seis o siete meses encarcelado en Curazao, Axon,6 uno de los capitanes a quienes los holandeses habían enviado meses antes a detener y apresar el guardacostas español, donde viajaba el adolescente, lo sacó de la prisión y lo condujo a su barco. Esta vez, Axon, un corsario inglés, navegaría hacia Nueva York, y entre la tripulación, contaba al joven. Durante el viaje, expuso Miranda reiterando, en el navío estaba entendido que él era un hombre libre; y los señores John Cruger y Stephen van Cortlandt, ambos caballeros dignos de la ciudad, pasajeros a bordo del barco desde Curazao a Nueva York, podían informar a su señoría, el gobernador, que estaba entendido entonces que Miranda era un hombre libre. Una vez en Nueva York, con asiduidad, el capitán le pedía al joven que no se sintiera nervioso


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