Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
Читать онлайн книгу.entonces. Pero, incluso hoy, ¿acaso una mujer tiene una posición comparable a la del hombre? El nacimiento de una niña hace que se tuerza el gesto de todos los presentes. Para muchos, es preferible un aborto que una hija.
«Hay una variedad de recursos que se utilizan para evitar que nazca una hija. Tú los entiendes mejor que yo, profesor. ¿Los activistas por los derechos humanos no deberían evitar que se aplasten los derechos de las mujeres? La dote, ese cáncer, sigue carcomiendo nuestro tejido social. Las mujeres se enfrentan a la muerte por inmolación, no al fuego que las cremaría después de la muerte. Se incendian y luego mueren, en vez de que sea a la inversa, como dicta la costumbre. ¿No es algo desalmado? ¡Despiadado! Pueden verse unas cuantas mujeres en ciertas asambleas, tanto como en el Parlamento. Con todo y eso, ustedes, los hombres, hacen lo que les place. Se escriben leyes a su medida».
—¡Espera, espera! ¡Escucha, mujer! ¿Por qué me atacas? ¿Soy acaso un emperador o la cabeza del Parlamento? —dijo el profesor, exasperado—. ¿Qué puede hacer una persona ordinaria como yo? ¿Qué?
—Te lo diré —respondió Shaama—. Es justo el hombre común quien da a luz ese sistema y lo legitima. Si lo rechazaran, podrían levantarse para derrocarlo. ¿Qué clase de enseñanza dabas a tus estudiantes? Transmitir el conocimiento significa despertar a las mentes. ¿Cuántas de ellas lograste elevar, a cuántas iluminaste? Hablas con elocuencia cuando se trata de los derechos humanos. ¿Alguna vez se te ocurrió que podías haber estado impidiendo el ejercicio de esos derechos en tu propia casa?
El profesor se había quedado mudo. Ni una palabra podía decir. Su Shaama parecía estar sumamente elocuente ese día. ¿Algo había cambiado en ella o se trataba de rabia pura? No dejaba de mirarla.
Cuando al fin vio Dharmaraj que la tormenta amainaba, volvió a interrogar a esta mujer sagaz y de veloz ingenio:
—Shaama, todos tus argumentos serán recuperados en la Tierra, cuando renazcas en tu nueva forma humana. Y entonces podrás lograr todo lo que no te fue posible en tu encarnación previa. Es posible que ésa sea la base para tu salvación futura. Tengo una sola pregunta que hacerte: ¿aceptas, para tu siguiente vida, la unión para la que el señor profesor ya tiene el corazón dispuesto?
—Señor, ¿para qué apresurarnos? Nos será concedido un renacimiento antes de eso y luego, llegado el momento, seremos adultos y nuestro matrimonio será un asunto a considerarse. ¿Cuál es la urgencia? En su curso normal, el tiempo decidirá cuándo será propicia tal unión... pero no con él... nunca... ¡de ninguna forma!
El profesor Suraj Prakash se quedó incapaz de ver: sus ojos se apagaron ante la imagen del rostro real de Shaama. Perdió el uso de todos sus sentidos. Sintió vértigo y se desmayó, dando un golpe en el suelo como un leño al caer.
Dharmaraj observaba el triste estado de las cosas. El resto de los presentes esperaban, como pilares de hierro, las órdenes que daría Dharmaraj.
Al ver todo esto, Shaama perdió el control y se sintió fuera de sí misma. Como una demente, se lanzó hacia su marido y comenzó a sacudirlo. Él parecía haber perdido toda sensación y estaba inerte. Shaama entró en pánico. Sin preocuparse de pedir permiso, tomó el vaso de agua que el señor tenía sobre la mesa y fue a rociar unas gotas sobre el profesor. Luego vertió un poco más sobre sus labios. El profesor abrió los ojos y su cuerpo, hasta entonces estático, cobró vida y se movió. Shaama lo llevó a sentarse en una silla cercana. Luego, volvió la vista hacia Dharmaraj, para saber si había hecho algo incorrecto. Vio una sonrisa contenida en su rostro y respiró, aliviada.
Dharmaraj les aconsejó ir a la habitación contigua, recomponerse y luego hablar entre sí, libremente, hasta desahogarse.
—Luego, pronunciaré mi sentencia —dijo.
El profesor estaba por dirigirse hacia allá, obediente, cuando la lengua de la mujer volvió a agitarse:
—No... ¡no, maharaj! Pronuncia ahora tu sentencia. La aceptaremos de corazón. Sostengo todo lo que dije. Aunque te ruego, con toda humildad y mis manos dobladas, que su alteza no preste atención a nuestro altercado. En la Tierra, estos intercambios estridentes ocurren continuamente, en la vida de cualquier pareja. ¡Di tu plegaria! Entrega tu sentencia, cualquiera que tú dispongas.
Todos los presentes miraban atentamente a la mujer de fuerte espíritu, ¡una flor excepcional! Se ocupaban en juzgar su conducta. Dharmaraj concedió su veredicto de la forma que había sido prefigurada y anunciada por la refinada mujer, en su última declaración.
Traducción de Atahualpa Espinosa, a partir de la versión del kashmiri al inglés de G. L. Labroo
2 La palabra soy, en hindi, significa tanto «ella» como «ortiga». El juego de palabras es intraducible. (N. del T.)
3 Nagraj es el protagonista de un relato tradicional cachemir, Nagraj y Heema. (N. del T.)
El vestido
hélia correia
portugal
Fátima
La mujer tenía la libertad en el vestido. Giraba los pies, haciendo la danza de los derviches, y la falda, tan amplia, iba subiendo y ondulando, hasta quedar horizontal. Entonces aquel gran movimiento se detenía, como al borde del desastre. El tejido alisado como lámina de un metal muy ligero, en suspensión. Era una de esas negaciones de las leyes de la física que no se sabe en qué difieren de un milagro. Si insistía, la mujer comenzaría, ciertamente, a volar. Pero conocía los límites. Mujer no vuela. Algunas cosas puede compartir con los pájaros: cantar, llevar comida a los hijos. Hasta colgar de un murito, apreciando un fragmento de paisaje, sin embargo, sin dejar de ponerse alerta. Levantar el vuelo, no.
Hasta porque le verían las piernas y las vergüenzas. Ya sin hablar de los periodos de la sangre. Las mujeres condenadas menstruaban, por la desregulación que hay en el terror, poco antes de ser ahorcadas. Eso hacía explícito lo que había en el espectáculo de muy sexual, equivalente a las misteriosas eyaculaciones que llenaban los pantalones masculinos, y hacía levantar las cabezas en un impulso nervioso, con el anhelo de ver el cadáver que caía, cortada la cuerda, hacia un lado del patíbulo.
La mujer giraba hasta el punto en que la falda quedaba horizontal. Los derviches subían. Ella no.
Tenía el nombre de Fátima y se sentía cómoda con él. Siempre pensó que era bendecida, ligada por el nombre a aquella tierra en que la Virgen había hablado con los pastores. Ella creía que allí todo había comenzado. Y que, antes de eso, no había mujeres-Fátimas. En cierto modo, en cada mujer-Fátima se repetía la escena, la aparición. Había nacido el nombre hacía pocos años, dos, tres generaciones, en un lugar medio desierto que se había llenado, sin embargo, de gente. En Portugal. Con la Virgen entregando recados de su hijo que, por lo demás, nunca la trató bien. Pero nadie quería leer esa información en los Evangelios.
Fathma
La mujer tenía la libertad en el vestido. Era otra mujer, de nombre Fátima, Fathma, como la hija de Mahoma. Nunca alguien le había indicado exactamente a qué siglo, a qué año pertenecía. Y ella no necesitaba saber. No necesitaba, por cierto, nada. Por otro lado, una parte de sus nervios no había alcanzado la evolución final. Lidiaba con pequeños pensamientos que ni siquiera se tocaban entre sí. El pensamiento de moler. El de amasar. El de soplar las llamas al brasero. El de coger las aguas con cuidado. El de hacer sumisos a los niños. El de abrir el camino de su hombre al cuerpo de abajo, allí, donde ella no conocía nada de sí misma y el pensamiento, aunque pequeño, se convertía en una masa de pavor.
Fathma tenía la libertad en el vestido. Era un vestido compacto, una prisión, con una rejilla frente a los ojos. La cubría de cabeza a los pies, creando así una especie de horizonte. Hacía parte de una miríada de pequeños mundos pesados y azules, cada uno de los cuales contenía una mujer con su vientre, con sus brazos de trabajo y nada más. Tenía un ambiente muy controlado