Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
Читать онлайн книгу.y tardaban un rato en esfumarse, nomás cuando pasaban debajo se sentía un temblor que daba miedo, el puente crujía igual que si fuera a caerse y brincaba polvo de las junturas, pero eso era nomás un segundo, después todo volvía a estar igual, entonces también los demás comenzamos a subir cada vez que veníamos y nos dimos cuenta de que arriba el aire del llano es más fresco y limpio y el interior de las máquinas se mira más claro cuando se acercan, en veces hasta les miramos las piernas a las hembras, aunque ustedes sigan sin alzar los ojos adonde estamos, y así al final el pelao del casco tenía razón: su progreso nos trajo una vida mejor, ¿qué no?... luego se nos ocurrió que una manera de que nos vieran sería la de darnos a conocer ya no con señas o con la mano extendida como antes, sino llamándoles la atención escupiéndoles gargajos, y aunque no los viéramos mirarnos estábamos seguros de que notaban nuestra presencia porque sus máquinas pitaban harto y bien fuerte al pasar por debajo y a veces hasta alguno sacaba el brazo por la ventana pa hacernos una seña, y recordábamos otra vez al chamaco listo contentos de seguir su ejemplo, porque aunque a ustedes no les importáramos ni les íbamos a importar nunca, sí conseguíamos que nos miraran y supieran de nosotros como él lo había conseguido, a lo mejor un día haríamos realidad nuestros impulsos y nuestras esperanzas de largarnos de aquí a un mundo mejor… así fue como nos fuimos acercando a ustedes cada vez más, y más luego, como esas ideas que nos vienen solas de quién sabe dónde, a otro se le ocurrió lo de las pedradas, y fue también gracias al puente, porque así como temblaba a su paso y desprendía montones de polvo de pronto comenzó a soltar cascotes de cemento, y con eso nos dimos cuenta de que no iban a durar mucho nuestro progreso y nuestra vida mejor porque el día que pasara cualquier máquina de las pesadas se vendría abajo con todo y escaleras, algo se olieron muchos de ustedes porque comenzaron a bajarle a su carrera cuando se acercaban, como si se cuidaran de algo, y lograban sacarle el bulto a los terrones y cascotes, unos cuantos atinaban en veces en la trompa, en veces en los vidrios, pero sin que consiguiéramos hacerlos detenerse a pesar de los pitidos y hasta los gritos que nos echaban al alejarse… y nomás porque hace dos noches volvieron a pasar varias de las maquinotas como las que levantaron el puente y con los temblores se desgajó un pedazo de la escalera, se me ocurrió que ora sí cualquiera de ustedes iba a acabar parándose, de buenas que estaba solo, los demás quién sabe por qué no habrán venido, desde que me encontré el trozo grande de cemento en la arena supe que era del tamaño suficiente como pa detener cualquier máquina y trepé al puente retecontento, acordándome del escuincle listo y de todo lo que se dice de él, con las ideas en alboroto y cada vez más claras gracias al aire fresco de arriba, pensando, ora sí pensando, que a lo mejor no era tan difícil largarme de aquí dejando atrás pa que los aproveche cualquier otro a la hembra fea y a los chamacos hambreados, la soledad y el silencio, el calor y el frío, aunque nunca se me ocurrió que en la máquina viniera usted, una mujer, una hembra como muchas de las que pasan por aquí, de pelos colorados, que esta vez, segurísimo estoy, sí plantó las niñas de sus ojos en mí pa verme muy bien cuando alcé la piedra por encima de mi cabeza, antes de dar el volantazo que hizo chirriar las llantas con un ruido fuerte que se confundió con el del vidrio roto y el mismo grito que salió de su garganta… a la máquina se le abollaron los lados de las maromas que dio pero quedó sobre sus llantas, derechita y andando todavía un rato, luego se apagó, pero ai está, a unos pasos del camino, apenas metida un poco detrás de aquella nopalera, y usted, que todavía alcanzó a verme de cerca con los ojos muy abiertos y hundidos igual que los chamacos de por aquí, y con su mirada atenta a mis trajines mientras la levantaba de donde fue a dar pa arrastrarla acá junto a los cactos por si pasa otro de ustedes no pueda verla, me hizo sentir al final que sí existo, que todos nosotros existimos, que no nomás somos sombras ni manchas oscuras en la arena del desierto, y ora que con sus últimos resuellos termina de oír las palabras que gasto pa que no nos aplaste el silencio, me doy cuenta también de que con un poco de esfuerzo podemos llegar a importarles, así como ustedes nos importan a nosotros…
Me olvidaste, mi amor
autar krishen rahbar
india
Aquello sucedió: el mismo hecho, relacionado con tradiciones antiguas, del que le habían hablado los ancianos de su familia. Su alma fue llevada por los mensajeros de la muerte, quienes la presentaron ante Dharmaraj. Su cuerpo o su carcasa, como quiera que se le llame, quedó tendido en el lugar del accidente. Su esposa iba junto a él y ahora estaba fría como la muerte. Después de ella, él soltó también su último aliento.
La policía intervino. Entregaron los cuerpos a los parientes más cercanos, quienes los llevaron al crematorio.
Dharmaraj pidió que le fuera entregado el archivo del profesor: el archivo que contenía el balance de sus pecados y sus méritos. Dharmaraj debía revisar el documento y decidir cuál sería la forma que habría de tomar el alma del profesor.
Se dice que la mayoría de los mortales llega a renacer. Este hecho mantiene en su curso el ciclo de vida y renacimiento. Sólo unos cuantos son liberados del vórtice de la vida y la muerte, una salvación que se concede nada más que a aquellos que llevaron una vida intachable, que realizaron actos absolutamente desinteresados y cuya naturaleza fue ejemplar en sí misma. En el caso de los que han de renacer, debe establecerse, entre otras cosas, cuál será la nueva forma que habrán de adoptar. ¿Habrán de ser humanos, o tomarán la forma de otra especie? Las criaturas vivas que pueblan el universo son incontables y de una variedad infinita. En ellas, se incluye un sinfín de animales, insectos y criaturas voladoras. Dharmaraj pondera y estima cada caso. Luego, emite su sentencia.
«No tengo idea de cuál será la orden que llegue», pensaba el profesor Suraj Prakash. «¿Me convertiré en un alce o en un búho? ¿En un perro o en un oso? ¿En un murciélago o en un halcón? ¿León o chacal, o acaso una serpiente o un pez?».
Se sentía, alternadamente, exaltado y abatido, después de caminar más de cien pasos, esperando impaciente la decisión de Dharmaraj. «¿Cómo hacerle saber las vicisitudes crueles y los laberintos que debe atravesar un pobre ser humano? Cada segundo es un martirio. Desearía que él mismo se instalara en la Tierra y llevara una vida normal. Seguramente entonces entendería lo que cuesta hacerlo», siguió el profesor con sus reflexiones y sus cavilaciones. Justo entonces una sonrisa, con un trazo de ironía, se dibujó en las facciones de Dharmaraj.
«¡Maldita suerte! Tal vez él entienda todo...», comenzó a preocuparse el profesor y, en su tumulto interno, se imaginó a sí mismo, mientras desgarraba a mordidas la carne de sus propias muñecas.
El aura y la conducta de Dharmaraj, grandiosas y solemnes, eran incomparables. La mesa en la que trabajaba estaba impecable. Sobre ella, en un costado, había un vaso de agua cristalina, con una tapa sobre él. Del lado opuesto, estaba el archivo del profesor y nada más.
Lucía apuesto y soberbio en su túnica, más elevado que el resto. Detrás de él estaban plantados dos guardias. ¡En verdad, Dharmaraj tenía toda la apariencia de un juez!
Mucho más abajo de Dharmaraj se hallaba sentada una persona que extraía, de cada lote, el archivo que se requería. Era el encargado del registro que, según se decía, era llamado Inderjeet. Sus dos brazos se proyectaban hacia atrás. Mientras trabajaba, su vista no recaía en sus manos. Por lo tanto, gracias a esto, no era capaz de hacer trampa o cometer fraude. El profesor, entonces, miró sobre su hombro para contemplar, erguidos sobre sus pies, a los emisarios de la muerte, que habían transportado su alma hasta la morada de Dharmaraj. Sus lenguas eran púrpura y sus rostros del color de la brea, cual si se hubiera untado alquitrán sobre ellas.
«¡Astutos, pillos! No sueltan ni un chillido, como si no supieran nada. ¿Acaso me trajeron a estos lares, a través de leguas y leguas de senderos peligrosos? Supieron que habría de tener un accidente y de inmediato me raptaron, como a una gallina, para traerme aquí. Mi esposa estaba a mi lado. Me pregunto si su alma fue transportada hacia acá. Mi vida estaba por expirar, pero la suya se había extinguido ya. Un costado entero de su cabeza, hasta la mejilla, estaba empapado en sangre. Está bien que haya muerto. Shaama simplemente no habría sido capaz de vivir sin mí. ¡Cuánto me quería! Ella vivía por su esposo. Era un referente para todas las esposas. ¡Una diosa, de hecho! ¿No debería preguntar dónde