Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

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Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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alados de la antigua Hélade con los sonidos del pequeño tambor novecentista de Günter Grass, recordó que era conveniente haber leído diez libros clásicos. Pero era ya el fin de tarde, la pila aún estaba voluminosa, cada uno de los autores paseaba los ojos por el techo de la sala, a excepción de ese autor que, por el momento, hablaba de su obra. Era una estafa mantener esos diálogos cerrados. Entonces invoqué la hora tardía y dije que continuaríamos en otra ocasión, y todos concordaron, sabiendo que eso no sucedería. La habitación estaba cómoda, aún había copas servidas. Sin el peso de la lectura de los libros de los demás, todos se relajaron, y todos salieron discretamente. Todos se fueron sólo con su copia bajo el brazo. Varias decenas de copias quedaban en mi casa. Y así fue, en una mañana de otoño ya fría, que decidí regresar al campo.

      Regresaba a casa como el soldado que regresó de la guerra. Vio demasiado, conoció el estruendo, la herida, la muerte, únicamente no conoció el azar de morir. Ya vio todo lo que había que ver y sabe que la supervivencia inventará una ciencia y le dejará marchar. Así era yo. Sí, regresé a la calle donde viera las primeras luces rosadas, con la idea de que en el pasado, o en el futuro, habría en algún lugar un único libro, al que todos nos aproximábamos sin fin, y por eso no tenía que ofenderme ni desgastarme. El hecho de que no nos leamos hasta era bueno, era sano, porque así la diversidad todavía se mantenía. Si ya todos estuviéramos escribiendo el libro único, entonces también todos habríamos leído el libro único y en ese caso ya no formaríamos parte de esta humanidad sino de otra, la que escribiría y leería un solo libro. No leernos tal vez fuera salvador. Eran razonamientos de entretenimiento para encontrarle un sentido a la soledad que alimentaría bajo mi luz rosada. Mi éxtasis sin ascesis ni dioses. Como todos los demás, sólo yo, las palabras y la pantalla. Así que llegué a la casa de campo a mitad de la mañana, y cuando pensaba que ya no iba a suceder, sino que únicamente regresaría al connubio con la maquinita de teclas, fue entonces que la jardinera apareció. Llegaba prácticamente sin armas; sólo un par de guantes le colgaba del bolsillo de los pantalones. Tina se acercó, risueña, para decir que el hombre de enfrente quería conocerme. Más que eso, él había dicho que quería leer mi libro, ese que él sabía que yo había estado escribiendo, un año antes, mientras él escribía el suyo.

      —¿Y qué más dijo? —le pregunté.

      —Dijo que sean otros los que apaguen la luz. No él.

      Antes de que Tina se sacudiera las diminutas ramas que la cubrían, se limpiara los zapatos fangosos y montara en su camioneta, yo le pedí:

      —No se vaya aún; por favor, cruce la calle y diga que sí, Tina, dígale que sí.

      Traducción de Renato Sandoval Bacigalupo

      El verano de la Piedadray

      bradbury

      estados unidos

      —¡ya no aguanto la espera! —dije yo.

      —¿Por qué no te callas? —contestó mi hermano.

      —No puedo dormir —dije—. No puedo creer lo que va a pasar mañana. ¡Dos circos en el mismo día! Ringling Brothers viene en el tren grande a las cinco de la mañana y Downey Brothers viene en camiones un par de horas después. No puedo soportarlo.

      —¿Te digo algo? —dijo mi hermano— Duérmete. Tenemos que levantarnos a las cuatro y media. Me di vuelta en la cama, pero simplemente no pude dormir, porque podía escuchar cómo los dos circos se acercaban desde el borde del mundo, para levantarse con el sol.

      Antes de que me diera cuenta ya eran las 4:30 am y mi hermano y yo estábamos de pie en la fría oscuridad, vistiéndonos, tomando una manzana para desayunar, corriendo por la calle y colina abajo hacia la estación de trenes.

      Cuando el sol empezaba a salir, el gran tren de Ringling Brothers y Barnum & Bailey —noventa y nueve vagones cargados de elefantes, cebras, caballos, leones, tigres y acróbatas— llegó al patio de maniobras; las enormes locomotoras, envueltas en vapor, bufaban también grandes nubes de humo negro, y los vagones de carga se abrían para dejar a los caballos dar sus primeros pasos en la oscuridad de afuera, y a los elefantes descender con cuidado, y a las cebras, en manadas grandes y rayadas, reunirse bajo la luz del alba, y mi hermano y yo estábamos ahí, temblando, a la espera de que empezara el desfile, porque iba a haber un desfile de todos los animales, a través del pueblo todavía a oscuras, hacia los terrenos remotos donde las carpas se elevarían, murmurando, hacia las estrellas.

      Por supuesto, mi hermano y yo acompañamos al desfile colina arriba y a través del pueblo, que no sabía que estábamos allí. Pero allí estábamos, caminando con noventa y nueve elefantes y cien cebras y doscientos caballos, y la gran carroza de los músicos, silenciosa entonces, hacia el prado totalmente vacío que, de pronto, empezó a florecer con el levantamiento de las carpas.

      Nuestra emoción crecía a cada minuto porque donde horas antes no había habido nada en absoluto, ahora estaba todo lo que había en el mundo.

      Para las 7:30, Ringling Brothers y Barnum & Bailey ya se había instalado bastante bien y era hora de que mi hermano y yo corriéramos de vuelta a donde los camiones descargaban el pequeño circo Downey Brothers: versión en miniatura del gran milagro, salía de camiones en vez de trenes, con sólo diez elefantes en vez de casi cien, y sólo unas pocas cebras, y los leones, adormilados en sus jaulas separadas, se veían viejos y sarnosos y exhaustos. Esto se aplicaba también a los tigres, y a los camellos, que se veían como si hubieran caminado cien años y la piel empezara a caérseles.

      Mi hermano y yo trabajamos toda la mañana cargando cajas de Coca-Cola en botellas de verdad, hechas de vidrio y no de plástico, de modo que llevar una significaba levantar más de veinte kilos. Para las nueve de la mañana yo estaba exhausto, pues había tenido que mover cuarenta cajas o más, cuidándome a la vez de que no me pisoteara alguno de los monstruosos elefantes.

      A mediodía corrimos a casa por un sándwich y de regreso al circo pequeño para dos horas de explosiones, acróbatas, trapecistas, leones sarnosos, payasos y jinetes del Viejo Oeste.

      Al terminar la función del primer circo, otra vez corrimos a casa y tratamos de descansar. Tomamos otro sándwich y a las ocho salimos otra vez, hacia el gran circo, con nuestro padre.

      Siguieron otras dos horas de truenos de metal, avalanchas de sonido y caballos al galope, tiradores expertos, y una jaula llena de leones nuevecitos y verdaderamente irritables. En algún momento mi hermano se fue, riendo, con unos amigos, pero yo me quedé al lado de mi padre.

      Hacia las diez las avalanchas y las explosiones cesaron de pronto. El desfile que yo había presenciado por la mañana ocurrió en reversa ahora, y las carpas empezaron a hundirse, suspirando, para quedar en el pasto como pieles vacías. Nos quedamos de pie en el borde del circo mientras todo exhalaba, y todas sus carpas se colapsaban, y empezaba a alejarse en la noche, con la oscuridad llena de una procesión de elefantes que jadeó todo el camino de vuelta a la estación de trenes. Mi padre y yo nos quedamos allí, en silencio, mirando.

      Di un paso con mi pie derecho, para empezar la larga caminata a casa, cuando de pronto pasó algo extraño: me quedé dormido de pie.

      No me derrumbé, no sentí miedo, pero —de pronto— simplemente ya no pude moverme. Mis ojos se cerraron y empezaba a caer cuando sentí, súbitamente, que unos brazos fuertes me atrapaban y me levantaban en el aire. Pude oler la nicotina en el aliento cálido de mi padre, que me acunaba en sus brazos, daba media vuelta y comenzaba la marcha arrastrando los pies.

      Todo aquello fue increíble porque estábamos a casi dos kilómetros de casa, y era realmente tarde, y el circo casi se había desvanecido y toda su extraña gente ya no estaba allí.

      Por la banqueta vacía, mi padre marchó, cargándome en sus brazos toda esa gran distancia. Imposible: después de todo yo era un muchacho de trece años y pesaba más de cuarenta kilos.

      Podía sentir sus esfuerzos para no soltarme, pero no podía despertar del todo. Luché por parpadear y mover los brazos, pero pronto estuve profundamente dormido y durante la siguiente media hora no tuve


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