Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
Читать онлайн книгу.apagó la luz. Yo agradecí la oscuridad. De lo que trataba la película casi no me acuerdo. Salían tanques Panzer y otras armas, aunque se hablaba continuamente de la paz y de la difícil pero indispensable tarea de defenderla. Yo tenía los ojos cerrados cuando alguien me tocó en el hombro. Era el suboficial de Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un cine, o en todo caso había una pantalla y varias filas de butacas plegables, y muy pronto escuché por vez primera el nombre búnker cine las botas empañadas. No dijo nada, pero supe que tenía que levantarme. Mi sombra se proyectó contra la pantalla y se mezcló con las imágenes de un campo de prisioneros. La película mostraba ahora una ciudad completamente destruida por la guerra; sobre las ruinas de la altura de una casa se encontraba de rodillas un soldado del Ejército Rojo ondeando la bandera roja, mientras mi sombra agachada se iba desvaneciendo a sus pies. Nos dirigimos hacia un par de luces pálidas que se extendían a lo largo. Por un momento vi al soldado que accionaba el proyector. Su aspecto era sereno, y yo lo admiré. Porque desde hacía mucho conocía todo eso. Y porque lo había sobrepasado (pensé: sobrevivido). En la pared al otro extremo del búnker se habían colocado algunos espejos. Frente a los espejos había poderosas sillas con estribos de metal para recargar los brazos y la cabeza, y con el asiento de altura regulable. Debido a las ideas que me había formado, en lo primero que pensé fue en sillas eléctricas. Ciertamente no se trataba más que de los enseres de un peluquero —eran sillas de peluquería grandes y anchas, forradas de cuero color vino. Los asientos eran enormes, y los respaldos emitían un resplandor grasoso a la luz de lámparas de cono que colgaban de largas barras de metal desde el techo del búnker.
Las bancas de madera detrás de las sillas representaban evidentemente una especie de área de espera. Todos los lugares estaban ocupados ya, y tuve que quedarme de pie. Los estantes del peluquero entre las piletas y también los mosaicos que había encima habían sido pintados de verde. Un oficial de mayor edad y de cuerpo robusto entró gesticulando entre las sillas de peluquería. Parecía alterado, era obvio que trataba de preguntar por qué los peluqueros aún no habían comenzado con su trabajo. Era el capitán Bruddus, jefe del llamado parque técnico, donde más adelante lo conocí en incontables días de parque y durante mi instrucción como conductor de un W50 Ballon, un camión de carga con una anchura descomunal, cuyas ruedas recordaban a globos aerostáticos.
La navaja eléctrica acallaba el ruido de la película con una especie de sonido de paja triturada. Era agradable cuando la máquina subía por el cuello; por el contrario, cuando amenazaba alrededor de los oídos el sonido era demasiado fuerte. Los peluqueros llevaban delantales blancos de goma encima de sus uniformes, daba la impresión de que en realidad trabajaban en la cocina o en un casino, y que se encontraban sólo eventualmente en el búnker cine. Quedaba claro que no eran peluqueros, aunque sabían manejarse con los pequeños aparatos, y tenían sobre nosotros, al igual que el soldado que manejaba el proyector, la experiencia de por lo menos medio año, o en algunos casos de un inconcebible año, en las barracas. La noche anterior a mi alistamiento mi madre me había cortado el pelo. El hueco angosto de los armarios incrustados en nuestra cocina de edificio nuevo: primero tenía yo que girar hacia la izquierda para mostrar el lado derecho, y luego hacia la derecha para el izquierdo. Al mismo tiempo sostenía un espejo de mano frente al rostro y negociaba con ella cada milímetro.
El peluquero dobló mis orejas y dijo algo que no entendí. El ruido de la máquina era demasiado. Olí su aliento, y por primera vez también el olor del producto desinfectante con el que, según supe muy pronto, se lavaba la ropa interior del ejército. Tarde o temprano, el desinfectante provocaba una erupción rojiza en la piel que daba comezón —luego se usaba una pomada que contenía cortisona. La pomada se distribuía en el Medpunkt, el dispensario, en forma de tubo. No se sabía que tuviera efectos colaterales. Tampoco le importaba a nadie, siempre y cuando hubiera un efecto que aliviara la comezón en el costado interno de la parte superior de nuestros muslos, incluso si el rígido algodón esterilizado hacía que nos ardieran otra vez las piernas.
Yo dije «ajá», o «psssí», mientras el peluquero usaba el cuello de mi chaqueta para apoyar la máquina y recorrerla como sobre un riel a lo largo de la nuca. Sobre las rodillas bajo la bata sostenía yo el quepí de mi uniforme; era algo peculiar el volver a cubrirme la cabeza. El quepí producía una sensación en la cabeza que me remitía a mi infancia: vacaciones de invierno, excursiones para esquiar, marcas en la frente y en las orejas, o la gorra cubriendo completamente el rostro y cómo ésta se congelaba una y otra vez con el aliento que se enfriaba en la lana... Alrededor de la silla se habían amontonado cabellos, y los peluqueros con sus botas los vadeaban.
Un estruendo de cañones se alzó a mis espaldas, en el espejo yo formaba parte de la película: tanques que pasaban a toda velocidad por las ondulaciones del suelo y al mismo tiempo sobre mi rostro mortecino bajo la luz de neón. Despliegues y giros de cañones y mi mirada horrorizada. «Secciones de las fuerzas de combate en la avanzada...». Por un momento me pareció posible derribarlas con sólo torcer un poco la comisura de mis labios. «Los Panzer, hijo mío, ¡son sarcófagos móviles!». Eso había gruñido desde su sofá mi abuelo, que se cubría las rodillas con una cobija gruesa tejida con gancho, él seguro sabía. En el espejo vi mi rostro. Bajo el ruido bárbaro de la navaja eléctrica me sentí por primera vez en paz. No me relajé del todo a causa de mis esfuerzos por captar algo de la trama y de los comentarios de la película. Podría ser, pensaba, que luego nos preguntaran acerca de determinados contenidos, o que de alguna forma éstos pudieran incluir alguna recomendación sagaz para mi supervivencia en las nuevas circunstancias. «Nuestras fuerzas de combate aéreo, equipadas con la tecnología más moderna...».
«¡Fin!, ¡fin!, ¡ahora a la foto!». A la orden del capitán, las máquinas enmudecieron. A la izquierda junto al área de espera de los peluqueros comenzaba una fila que se extendía por la parte lateral, poco iluminada, del búnker. Podía advertirse que la cola de reclutas terminaba en un cobertizo de madera, cuya pequeña puerta se abría a intervalos.
Sólo cuando estuve sentado en el banco de madera, a la luz de una lámpara que brillaba cálidamente sobre mi rostro, me percaté de que el fotógrafo era mujer. Por un instante me avergoncé del aspecto que yo ofrecía: el uniforme nuevo y rígido, el corte de pelo estereotipado. Y percibí rechazo hacia el suboficial que la asistía, a pesar de que se dirigió a mí con un tono algo amistoso, muy distinto en todo caso del que empleaba con Bade o con Buddrus. Pero eso tenía que ver con ella, no conmigo —eso lo entendí de inmediato.
La fotógrafa dijo todavía algo dirigiéndose a mí. Creo que fue: «¡Por favor, mire para acá un instante!». Al mismo tiempo alzaba a media altura una pluma que tenía en la mano. Antes de que desapareciera completamente otra vez detrás de la cámara, vi que sus cabellos eran oscuros y que aún era joven. No llevaba uniforme, y sin embargo estaba ahí, en el búnker cine. Me quedé mirando su pequeña mano brillante que sostenía una pluma. Era un bolígrafo. Ahora que abro mi certificado de servicio militar con la cédula de identificación enmicada, veo este atisbo a la pluma y la mano, que se había quedado completamente inmóvil en el aire, la pequeña mano brillante de la fotógrafa con su batuta en control de ese instante. «¡Gracias!» —tal vez dijo «gracias», tal vez no. La mano descendió, y por un momento me quedé mirando el vacío. De este vacío emergió el uniforme del suboficial, quien me empujó hacia afuera llamando a la cámara al siguiente soldado. Desde mi llegada al cuartel, ésta era la primera ocasión en que me sentía extenuado y derrotado.
La foto en mi cartilla militar, que conservo hasta el día de hoy junto con la cartilla de salud y otros vestigios del pasado en una especie de cajón biográfico, habla otro idioma. En ella casi sonrío un poco, y la cabeza está inclinada hacia la derecha como interrogando en silencio. Ya no puedo ver quién era yo en ese momento, lo único que sí se puede reconocer es que aquel que fue fotografiado en esa foto se esforzó en disimular sus aflicciones. A esto se añade la iluminación excesiva, las cejas y los bordes de los ojos como ennegrecidos, mientras que, por el contrario, la frente y las mejillas aparecen casi en blanco. La sonrisa —cerrada en las partes determinantes. En las comisuras de los labios se ve muy apretada y los párpados están ligeramente hundidos, lo que da a los ojos una expresión de distanciamiento y desconfianza: la mirada de un culpable al ser incluido en el fichero de delincuentes. La imagen completa, por su parte, tiene un efecto enteramente distinto. Los