Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

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Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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tras día, inventándose estrategias, maniobras casi increíbles, astucias tan ingeniosas que logran sostener el mundo de un reino pequeño y frágil donde los hijos abundan y un hombre se cree el centro de un castillo que no existe.

      Buscó entre su cuaderno, y en las líneas dibujadas por su letra fuerte y brusca, algún fragmento escondido entre la tinta apretada que oscurecía cada hoja. Mientras tanto rezongaba: «Son ellas las que sostienen la construcción de una casa... Son tan pacientes y sabias... Al menos son más sensatas...».

      Un chico que iba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de la silla se despertó un momento, nos vio con ojos risueños y se quedó contemplando al Capitán por un rato. Después regresó al sueño, acomodando su cuerpo en el hombro de su madre. El mundo al otro lado de ese corredor sombrío me pareció tan lejano que me produjo nostalgia. El Capitán me distrajo.

      —Acá está —dijo—. Escuche:

      «La señora Marsden les pudo enseñar a los héroes de la vieja Guerra Civil cómo librar una difícil batalla. La suya fue una historia quizás sin grandes proezas: educar a nueve hijos, soportar a su marido —un soldado que sufrió de una espesa locura, pensando que la pelea continuaba en el hogar—, arriesgándose por todo lo que ella amaba en su vida. ¿Acaso al desalmado Will Sherman, al General Grant o al honrado Robert Lee no les habría servido esa lección de humildad? El silencioso coraje que siempre tuvo esta dama no fue vanidoso o frívolo. Le asombraba descubrir esa alocada imprudencia que identifica a los héroes celebrados por el tiempo. Sobrevivió dignamente con una sabia intuición: amparar, sin fatigarse, el orden que había logrado en contra de su marido y en compañía de sus hijos. Un testimonio admirable».

      Leía con entusiasmo. Pero también con tristeza. Con un aliento cansado, sedoso entre los suspiros cuando nombraba a esa dama que había sido su esposa.

      Un tren pasó al lado, corriendo en sentido inverso. El eco de su campana fue perdiéndose en la noche, despidiéndose y viajando a un territorio y un tiempo que entonces era el futuro, pasado para nosotros. Estar despierto a esa hora, con el insomnio en la espalda, mostraba el mundo distinto; hacía de lo real un ámbito irreal, filtrado por el cansancio. Quizás fue sólo un reflejo, un vaporoso espejismo: una mujer saludó de una manera fugaz; una anciana que agitó la brevedad de una mano, perdida luego en el aire y en el rumbo de la niebla.

      —Hasta pronto —susurró el Capitán. Y agregó—: Lucy...

      Después quedó el vacío.

      —¿Es ella? —le pregunté.

      Se demoró en regresar. Sus ojos se habían perdido en el umbral de la noche que ya no mostraba nada. El Capitán respondió dejándome en el misterio.

      —Era ella —dijo.

      Supuse que su razón acomodaba los hechos al juego amable y sencillo de una fantasía que apenas se distraía en otra cosa distinta de sus invenciones.

      —Sigue viajando en el tren —me confesó lentamente—. El Atlantic Coastline Railroad. El mismo que en otro tiempo casi la rapta en un viaje con el que quiso escapar de esa angustiosa rutina que siempre trae la costumbre.

      Volvió a mirar el paisaje, la oscuridad y el vacío, la ausencia que le dejó un tono amargo en la voz.

      —Sus hijos la habían anclado. La sedujeron con mimos. Aunque no sabían nada, sus gestos y ese rumor que correteaba en la casa hicieron de Lucy un árbol que proyectaba su sombra y acariciaba los rostros de esa pequeña tribu necesitada de amparo. Un árbol enraizado en el jardín y en la calle donde el tiempo transcurría acariciando sus hojas, imperceptible y cambiante.

      Intentó una sonrisa, más resignada que alegre, y me explicó, al mismo tiempo que hacía bailar el libro con esa música seca de hojas que van pasando:

      —Lucy tenía su estilo. Escuche cómo escribía, es decir, cómo hablaba.

      Fue resbalando un dedo que deslizó por la página hasta una línea sombría.

      «Había empezado a sentirme como una luna en cuarto menguante que tal vez nunca se volvería a llenar».

      El Capitán me miró con ese brillo en los ojos que saben mostrar los chicos cuando se creen seguros de merecer un aplauso. No lo quería defraudar.

      —Está bien. Pero es triste.

      Suspiró y dijo, después de un rato:

      —Nunca me di cuenta de nada.

      Le pesaría alguna culpa, el rumor de la conciencia o una herida imposible que no le cicatrizaba. Siguió, ausente del tren y el mundo, hablando con su memoria.

      —La conocí en un desfile. Era delgada y frágil. El viento la habría arrastrado soplando sin mucho esfuerzo. Yo estaba en una tribuna, al lado de un orador que insistía en recordar el heroísmo, la guerra, el admirable valor de los soldados que dieron un magnífico espectáculo a un público acomodado en sus lejanas butacas mientras que ellos perdían a sus mejores amigos en una absurda batalla. Oía el discurso sin ganas: era una lluvia insensata de frases envejecidas —me honro en compartir este estrado con nuestros distinguidos excombatientes, decía el orador—, cuando brilló entre la gente el rostro de esa muchacha que me distrajo un momento y, después, toda la vida.

      Miró con cariño el libro, lo acarició suavemente, pensando tal vez en Lucy y en su memoria lejana, en el recuerdo de un tiempo hundido en el laberinto de su alocada invención. Entonces vi la palabra: Gurganus.

      —Una jovencita dulce que se comía las trenzas —me susurró el Capitán—, que se arañaba las manos cuando trepaba a un árbol. La boda fue casi un juego entre una niña de quince y un soldado que en la guerra abandonó su inocencia hasta casarse con ella, cuando ya tenía cincuenta. Un juego que destrozó la gracia del primer encuentro y que opacó en el rostro de mi querida Lucille el resplandor de unas pecas que se incendiaban al sol.

      No era una historia alegre. Pero todos, de alguna manera, vivimos en la ilusión y protegemos, según leyó el Capitán, la ruta que se ha escogido para escaparnos un rato, la alternativa al monótono terror de la vida cotidiana. Y nadie tiene derecho de rebajar a la burla las fantasías que alivian una realidad que muestra sus escondidos misterios a los que quieren buscarlos.

      —Lucy —insistió—, se parecía a Robert Lee.

      Después buscó en su cuaderno.

      «Lee estaba hecho de platino, no de sangre como los demás mortales. Lee debía comer hostias para desayunar y dormir con coronas de espinas bajo la almohada... Desde su primer movimiento, mostró ser un genio para el martirio».

      —Por eso perdió la guerra.

      —Tal vez —replicó—. Sufría con bastante orgullo.

      —¿Como Lucy?

      Me devolvió una mirada que parecía reclamar la prudencia y la cordura que a él le estaban faltando.

      —Sí —respondió—, como Lucy. Pero Lucy —agregó—, Lucy, tal vez, fue mejor.

      —La ayudaría algún milagro.

      —¡Un milagro! —exclamó—. Sí, tiene razón, ella misma era un milagro. A diferencia de Lee, que tuvo el valor, pero no la suerte, a Lucy le sobró valor y la acompañó la suerte.

      —¿Y a usted?

      De nuevo soltó un suspiro, reflexionó un instante, y me dijo:

      —A mí me sobró la suerte. Estaba al lado de Lucy. Pero me faltó decencia para tratarla mejor.

      Después me enteré en el libro de que a su mujer la obligaba a llamarlo Capitán, en la cama y fuera de ella. Que era de un triste orgullo, sin compasión por la dama que había resistido todo, incluso vivir con él para atenuarle los miedos que le heredó esa guerra, estancada en su memoria, recordándole la pólvora, el humo, el tumultuoso estruendo de una voraz pesadilla que nunca lo abandonó.

      —Tuvo que hacer tanto esfuerzo. El día que nos casamos, la sombra de varios


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