Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

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Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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allí y habían formado pareja. Mónica las miraba un poco espantada, tratando de acostumbrarse a los cambios de este mundo. En la playa, acaso, ¿no vería éste y otros espectáculos igualmente extraños y en cierto modo aterradores? La extrema desnudez que se estilaba la perturbaba incluso en la tele. En su época... pero cuando trataba de recordar en imágenes las modas de su época, Mónica sacudía la cabeza un poco molesta, porque lo que venía a su mente eran los pliegues de las túnicas de matrona romana.

      Las chicas abrazaban también, pero de otro modo, al Gordo Tonto, un pobre idiota con una panza enorme, que se paseaba de un lado al otro del pasillo durante todo el día sin parar y todo lo que quería en este mundo era cariño. Impresionante ver a los tres apretados en un abrazo solidario, el Gordo Tonto con una cara de felicidad que daba miedo.

      Una noche trajeron en camilla a una mujer dormida a la habitación de Mónica y Teresita. Los enfermeros la acostaron en la tercera cama, que hasta entonces había estado cómodamente vacía, y le ataron las manos con anchas cintas de cuero. Conectada a una bolsa de suero, durmió durante tres días. Cada tanto le inyectaban algo, probablemente un somnífero.

      —Otra adicta. La están desintoxicando —explicó Teresita, que no estaba en su primera internación.

      Preguntarle algo a los médicos o a las psicólogas era inútil. Sonreían amablemente pero no contestaban. La nueva resultó bastante hosca, caminaba lentamente de un lado al otro echando miradas indignadas a los demás internados, como si les reprochara su pasividad.

      —Como un cocodrilo enjaulado —dijo Teresita.

      A Mónica, la expresión le pareció muy pertinente.

      Entre ellas la llamaban La Amarga y, para abreviar, Lamarga. Todo lo encontraba mal y se la pasaba insultando a las psicólogas, que no le contestaban.

      En el Pabellón nadie se quedaba por mucho tiempo. Se trataba de internaciones breves, para problemas que no eran demasiado graves, o que sí eran, pero que una internación más larga no podía solucionar de todos modos, como los intentos de suicidio. El único que estaba allí hacía mucho tiempo era el Gordo Tonto. Se rumoreaba que no tenía documentos, que alguien lo había abandonado en el Pabellón unos meses atrás y se había ido sin dejar ningún dato. El rumor no tenía sentido porque en un hospital privado no dejaban internado a nadie que no tuviera al día sus cuotas y, sin embargo, gente perfectamente lúcida y razonable lo repetía como si fuera cosa probada.

      A Mónica le gustaban casi todas las actividades. La sesión de grupo, porque siempre se enteraba de algo interesante y le hacía pensar en una charla en el patio de carpas, tomando mate con facturas. La clase de yoga también era muy buena, con linda música clásica, comparable a esas clases de gimnasia que ofrecen a veces los balnearios y sin el bochinche a todo volumen de la música moderna. La clase de recreación podría haber sido más interesante si hubieran tenido una buena profesora, pero la señora que la dirigía no tenía muchas ideas para proponer y tampoco materiales para trabajar. A Mónica le hubiera gustado modelar arcilla, en otra época había hecho un curso de cerámica con torno que disfrutó mucho. Propuso dar unas clases de Historia Antigua y a la profesora le gustó la idea, pero los demás internados no tenían ganas, preferían seguir borroneando papeles con carbonilla a la cualquier cosa, aunque la profesora hablara de «las obras». Lo único que Mónica realmente extrañaba, además de sus vecinas, era una buena peluquería. Pero ¿hubiera ido ella a una peluquería en un pueblito de la costa, a dejar que cualquier chiquita sin experiencia le metiera las manos en el pelo?

      Hombres no faltaban, que, aunque a una ya no le interesen, siempre son un tema para conversar con las amigas. En la habitación de enfrente, justo cruzando el pasillo, estaba alojado un muchacho de unos cuarenta años (un chico, pensaba Mónica) que no funcionaba bien. Cuando venía la mamá, le daba el yogur en la boca y lo acompañaba a bañarse, y cuando la mamá se iba, el chico se quedaba llorando durante horas. En cambio con el papá se portaba mucho mejor, se notaba que le tenía un poco de miedo. También había un señor de rulos canosos, cortés y reservado, que venía por Depresión con Intento. De golpe dejaba de lado sus modales elegantes y gritaba con voz ronca, pidiendo cigarrillos. La Depresión con Intento parecía ser el problema más común, por suerte no había ningún caso grave y casi con todo el mundo se podía conversar. Nadie andaba en pijama, sino con ropa fresca y cómoda, como quien está de vacaciones.

      Una tarde a Mónica y a Teresita les llamó la atención la forma en que caminaba una de las adolescentes, que tropezaba y se chocaba contra los marcos de las puertas. Al día siguiente, en la sesión de terapia, la chica confesó que su hermana le había pasado droga metida en bolsitas de nailon adentro de una torta de mandarina.

      Los médicos decidieron que las chicas tenían que estar separadas y vigiladas, lo que era muy complicado en un espacio tan pequeño. Cambiaron de habitación a la menor, que tenía solamente trece años. Vino el papá para internarse con ella. La seguía todo el día por el pasillo y dormía en la cama de al lado. Daba un poco de pena ese señor con barba blanca dale que dale de aquí para allá con la chica que ni lo miraba. La mayor, que tenía diecisiete, se consiguió una botella de plástico de Coca-Cola y cuando se ponía de mal humor (o sea, casi siempre) golpeaba la botella contra las paredes haciendo un ruido muy molesto. Una de las psicólogas le hablaba y le hablaba para convencerla de que dejara la botella. Como no había locos muy locos, en el Pabellón nunca se usaba fuerza física, a menos que alguien quisiera dañarse a sí mismo o atacara a otra persona. Tampoco se revisaba a las visitas. Algunas de las enfermeras y enfermeros eran muy simpáticos con los pacientes, otros eran indiferentes.

      Mónica no entendía bien por qué la gente se preocupaba tanto por el suicidio ajeno. Ella se acordaba perfectamente de haber comentado en las calles de Roma el suicidio de Lucrecia, violada por el hijo del rey Tarquinio. ¡Eso sí que había sido un escándalo! Pero lo que a la gente de Roma le parecía mal era la violación, el suicidio estaba bien. En cambio, Teresita lo veía de otro modo.

      —Podés hacerle muchísimo daño a la gente que te quiere. Lo que pasa es que a veces vivir no se aguanta —decía.

      Mónica se acordaba de la época en que murió su hijo (ningún recuerdo de la Antigüedad había conseguido reemplazar a ése) y la entendía. Sin embargo, ella siguió viva y valió la pena porque después le pasaron muchas cosas buenas y malas y ahora estaba contenta de estar todavía del lado de arriba de la tierra.

      Un día le tocó irse a Teresita y se despidieron con un abrazo muy fuerte.

      —Me salvaste —dijo Teresita—. Nunca hubiera aguantado estar aquí si no fuera por vos. Sentía que me ahogaba.

      Se le llenaron los ojos de lágrimas. Intercambiaron teléfonos y direcciones y quedaron en encontrarse afuera.

      —Te voy a preparar mis famosas galletitas de manteca con semillitas de amapola —le prometió Mónica—. ¡Te va a dar más ganas de vivir que las pastillas!

      —Me salvaste —repitió Teresita. Y se fue con su marido, que la quería mucho y la había ido a buscar para llevarla a su casa.

      Quita siempre venía a verla día por medio de cinco a siete de la tarde, la hora de las visitas. Pero un día vino a la mañana porque tenían reunión con el médico. El doctor parecía saber muchísimo sobre Mónica, que se preguntaba de dónde había sacado tanta información, considerando que casi nunca hablaba con ella. Seguramente las psicólogas le contaban. También le habían tomado muchos test.

      Mónica se había preguntado muchas veces qué estaba haciendo ella allí, qué tenía en común con los otros internados, y recién en esa reunión se dio cuenta de que su confusión con los remedios, la cantidad de pastillas que había tomado por error, se podía entender como Depresión con Intento.

      —¿Por qué se quiere matar, Mónica? —preguntó el médico, que era un muchacho muy jovencito.

      Mónica pensó que no era momento de mencionarle la historia de Lucrecia y el prestigio que el suicidio tenía en la Antigüedad. En cambio, le dio la receta de las galletitas de manteca con semillitas de amapola, le habló sobre la muerte de su hijo, hacía tantos tantos años, y de


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