Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

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Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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le ofreció dinero y él no lo solicitó. No era del tipo que mendigaba. A nuestra mesa le tocó alverjillas. Recuerdo todavía su aroma. La dueña recibió claveles, y a cambio a él le tocó una copa de vino y un beso. «Lo llamamos el jardinero loco», dijo, mientras él se despedía tímidamente, con una mano en la canasta y otra en la jamba de la puerta.

      Tal vez fue contador, o abogado, creía ella. Tenía una casa amplia con jardín. Sufrió una pérdida. Regalar las flores lo reconfortaba. Escribí el título «El jardinero loco» en una tarjeta y lo clavé en mi pizarrón de corcho. Escribí una primera página de un primer capítulo. Un caballero inglés, enlutado y excéntrico, con un sombrero de paja, se muda a vivir en Marruecos. En las tardes camina por los cafés y los bares ofreciendo flores a los parroquianos.

      Llegó en el vapor matutino del lunes —fuera de temporada, como solían hacerlo— otro estúpido inglés avejentado y asoleado con un sucio saco blanco y una corbata a rayas, además de un sombrero Panamá con los colores que quizá hayan sido de su regimiento. Al día siguiente ya está deambulando por la costera como si fuera suya, estirando el brazo a cualquier árabe que medio le sonriera, quitándose el sombrero ante las turistas montadas sobre camellos. Se hospedó en el Oasis, no el Metropole —el Oasis, con su fachada francesa descascarada, su pésima comida y sus chirriantes ventiladores de madera en el comedor, era el tipo de cosas que los nostálgicos del imperio buscaban. Y el Metropole, todo metal pulido y puertas eléctricas, era el tipo de cosas de las que querían escapar.

      Su nombre, si a alguien le importa, era Clapham. «Como la estación Clapham Junction, viejo. Siguiente parada, Battersea. Me ha ido demasiado bien», confesaría con una sonrisa falsa a quien fuera que lo escuchara en los bebederos mosqueados que frecuentaban los expatriados. «Cuna de oro, nunca me manché las manos, ni me esforcé en los exámenes. Superficial, ése era mi problema. Un encantador terrible, bailaba con todas las chicas feas, pensaba que era mi deber hacerlo, una vida desperdiciada, sin duda», confiaría, como si formulara el epitafio de un amigo querido que, daba el caso, era él mismo.

      Pero estaba engañando al lector un poco: la persona a la que en verdad lloraba era a su esposa muerta. Lo sabía yo entonces y lo supe años después. Era un hombre en busca de un amor muerto.

      Clavé este pasaje junto al título, donde fue acumulando polvo durante años, hasta que desclavé todo y lo guardé en un archivo de causas perdidas. Al leerlo ahora, y al compararlo con la novela que eventualmente escribí, percibo similitudes que me sorprenden. Primero, por razones que sólo puedo suponer, hace mucho decidí situar la nueva novela en el continente africano, y cuando me puse a trabajar continué con esa idea. La novela sucede en el presente: es decir, en la cleptocracia del presidente Moi, que lleva veintitantos años en el poder, y en Kenia que, social y económicamente, se está yendo poco a poco al diablo. Segundo, cuando construí a mi personaje Justin lo hice tan británico como Mr. Clapham, e igual de caballero, pero todavía no un fracasado —más bien, un diplomático británico acomodadizo en Nairobi que aguarda el momento de su jubilación. Da lo mismo; el «Clapham, como la estación» es sin duda una versión preliminar del personaje que hace un par de años, con el nombre de Justin, se apareció en la novela y la hizo suya, con todo y la jardinería. Mr. Clapham es lo que Justin habría sido de no haberse casado con una mujer así de joven, como insistió en hacerlo en la novela; si se hubiera retirado joven, viviera de su propia fortuna y se asentara como un expatriado británico más, con un sobrante de vida por gastar.

      Éstas eran las partes de la historia que parecían haberse quedado en el fondo de mi caja de herramientas: un anarquista con bicicleta, un jardinero enloquecido, el aroma de la Suiza farmacéutica, un diplomático cansado con sombrero de paja, y una añoranza renuente por África y las antiguas colonias.

      ¿Y la pena, por qué la pena?

      ¿Por qué insistía, desde las primeras líneas de aquel meloso borrador hasta la novela terminada, en que mi personaje principal perdiera a alguien muy cercano y fuera en su búsqueda? (Tessa es la antítesis de Justin —obstinada, decidida e involucrada apasionadamente con la causa de la ayuda y el apoyo a los olvidados de la tierra en Kenia, en particular a las mujeres; fue precisamente a causa de esa misión compasiva que fue asesinada.) ¿Por qué estaba yo resuelto, de pronto, a escribir sobre una pérdida tan cercana y dolorosa cuando, por fortuna, no he sufrido ninguna en años recientes?

      Que haya elegido África no me sorprende, aunque siempre me desconcierta darme cuenta con qué bravuconería, con qué temeraria despreocupación le dediqué un par de años de mi vida a adentrarme en un tema del que conocía, en ese momento, casi nada. En parte, supongo, existe el atractivo de recibir una educación. Y las antiguas colonias siempre han tenido un atractivo algo incómodo, incluso si mis únicos recuerdos de África hasta entonces eran las filas de jeeps a rayas que esperaban para fotografiar al mismo león desconsolado, y las cabañas de los safaris llenas de turistas alemanes. Como muchos ingleses de mi edad, fui criado para gobernar a los nativos en nuestras propiedades de ultramar, y siempre me sentí avergonzado por eso. Las escuelas caras que me dieron lo que llamamos una educación asumían como su deber prepararnos para los pesares del gobierno imperial. Una vez por año, un predicador itinerante que se hacía llamar asesor vocacional visitaba nuestra escuela —fundada por el rey Eduardo VI y en mi época regida por el puño— y nos familiarizaba a todos en grupo con los modos de vida colonial en Malasia, Kenia y la India. Un caballero bien intencionado provocó un revuelo al advertirnos que cualquiera que condenara a muerte a un nativo, claro que tendría que estar presente en su ejecución. Era la definición del juego limpio para nuestro catedrático. Así que no me sorprende que en mi escritura persista una sensación de culpa colonial, ya sea que la colonia en cuestión haya sido nuestra o de alguien más. La antigua Palestina, Hong Kong, Vietnam, Camboya, Panamá, Ingusetia y Georgia, todas han sido personajes en mis libros anteriores, ¿por qué no añadir a Kenia a la lista?

      Eso me deja sólo con el asunto de la pena, y con el capítulo más desconcertante de mis cuarenta años de escritor profesional.

      *

      En algún momento de mediados de los setenta decidí modificar la forma en la que trabajo —me había vuelto muy sedentario, un burócrata, no un hombre de campo. La imaginación y los recuerdos modificados deliberadamente ya no bastaban. Me merecía, y necesitaba, compartir las penurias sobre las que escribía. Era hora de que siguiera el consejo que con no poca arrogancia le impartí a un amigo pintor: que dejara de pintar paisajes por un tiempo y se fuera a vivir a uno. Así que me prometí a mí mismo que si quería escribir sobre algún sitio, iría a ese lugar, ya fuera en el sureste de Asia, en Medio Oriente, en el Cáucaso, o, más recientemente, en Kenia y el sur de Sudán. En pocas palabras, empezaría a escribir en movimiento, en compañía de cualquier confidente que hubiera designado como mi personaje principal, y hasta la fecha es lo que hago. Para El honorable colegial elegí como compañero de viaje al espía y gacetillero de Fleet Street, Jerry Westerby. Para La chica del tambor a la actriz Charlie. Y ahora, para El jardinero fiel, al diplomático Justin Quayle. Dicho con crueldad, el proceso es una especie de periodismo retorcido voluntariamente, donde nada es lo que parece y cada encuentro es examinado y, de ser necesario, replanteado para aprovechar mejor su potencial dramático. Las distorsiones creativas de siempre, entonces, pero realizadas al vuelo, al calor del momento; dejé la reflexión para más tarde, y para reescribir en tranquilidad.

      Así fue como en 1974, más o menos, conocí a Yvette Pierpaoli, en la casa de un diplomático de la ciudad sitiada de Phnom Penh, durante una elegante cena mientras afuera se escuchaban los disparos en el palacio de Lon Nol, a unas cien yardas de distancia. Yvette iba con su compañero Kurt —un capitán marino suizo, qué más iba a ser—, y Kurt e Yvette dirigían una empresa de comercio llamada Suisindo, que tenía su sede en una vieja casa de estuco en el centro de la ciudad. Ella era una francesa de provincias, pequeña, vivaz, dura, y de ojos café, de casi cuarenta años, por momentos vulnerable y escandalosa, y enormemente empática. Conocía todas las artimañas. Podía extender los codos y gritarte como carretonero. Podía sonreír de tal modo que te derretía el corazón, podía engatusarte, adularte y conquistarte del modo en que necesitabas ser conquistado.

      Todo lo hacía por una causa. Y la causa, lo entendías muy pronto, era el requisito absolutamente


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