Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley

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Cuentos de Asia, Europa & América - Tessa  Hadley


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de camino a llevar consuelo a una nueva oleada de refugiados de Kosovo. En condiciones climáticas terribles, su auto se había desbarrancado y cayó varios cientos de metros. Tenía sesenta y un años. Sus cenizas fueron enterradas según los ritos cristianos y budistas en el jardín de su granja. Acudieron amigos de Estados Unidos, Camboya y Tailandia, para abrazarse mutuamente bajo el sol de la tarde, para montar guardia, solos o en parejas, junto a su tumba. Sus dos hijos, adultos y bien instalados, se condujeron con gran dignidad. Fue el funeral más conmovedor al que mi esposa y yo hemos asistido. En Washington, uno puede visitar el edificio McCall/Pierpaoli. Es la sede de la causa por la que Yvette murió: Refugees International.

      *

      Y aquí es donde la historia se vuelve desconcertante, si no es que algo perturbadora. Es donde hablamos de la parte mística de Yvette —no tengo una mejor palabra para ello—, de su actitud tranquila y tolerante ante las fuerzas que ella sentía que la guiaban, de su creencia de que había ciertas cosas en su vida que estaban destinadas a suceder, y que, al obedecer sus instintos más profundos y al interpretar las señales y seguir sus instrucciones, cumplía con su propósito en la Tierra. No lo decía con miedo, ni con presunción. No te lo restregaba en la cara. Pero estaba segura de ello. Incluso los más escépticos entre nosotros —entre los que me cuento— habríamos admitido que el destino, o simplemente una sorprendente coincidencia, tenía un papel extraordinario y persistente en su vida. No tenías que compartir su creencia en el trascendentalismo ni en la telepatía, pero cuando se trataba de explicar las cosas que le pasaban, servía bastante. Unos años atrás, se había tomado un sabático para escribir su autobiografía —publicada en Francia, Alemania e Italia, pero por alguna razón nunca hubo una versión en inglés, no obstante que Julie Andrews por un tiempo consideró interpretarla en una película. Impaciente como siempre, Yvette me mandaba pasajes por fax para que se los comentara de inmediato. Escribía con habilidad y franqueza y gran velocidad. No recibió una educación formal, pero había leído mucho y podía asimilar idiomas, así que empuñar la pluma fue un paso natural. Pero había un problema. Su insistencia en ser hija del destino ahuyentaba al escritor profesional que hay en mí, y yo le insistía en que atemperara eso. Su vida era suficientemente exótica, le decía. La suya era una historia de amor y valor y perseverancia y vocación —¿qué más quería? Era una mujer del pueblo, no de los dioses. ¿De verdad tenía que atribuirle sus logros a la guía espiritual y al poder de la meditación? ¿Eso no la marginaría de los lectores que no compartieran su espiritualidad? Así le decía yo.

      Finalmente, desesperado, le argumenté que estaría poniendo en riesgo sus ventas. Este argumento dirigido a la empresaria en ella tuvo el efecto deseado. Hoy, más bien, siento que debí haberla dejado escribir como ella quería.

      *

      Permítanme incluir un descargo de responsabilidad. No estoy intentando ensalzar mi novela con una aseveración presuntuosa sobre su génesis. Lo que intento hacer es rastrear los orígenes de un libro que anticipó los eventos —antes de que sucedieran— que le sirvieron como motivación. El punto es —aunque se me eriza la piel al admitirlo— que, meses antes de enterarme del accidente fatal de Yvette, ya estaba yo considerando como personaje central fuera de la trama a una mujer que había estado involucrada apasionadamente en labores humanitarias en África, y que para el inicio de la historia ya estaba muerta. En otras palabras, a Yvette la estaba llamando Tessa y estaba sintiendo su duelo antes de tiempo.

      Yvette estaba al tanto de lo que tramaba. No le revelé, hasta donde recuerdo, que me proponía matar a Tessa al inicio de la historia. Pero sin duda le dije que me proponía usar África como fondo y que mi heroína era una mujer tan imposible como ella —una noción que aceptó con gusto, pero también con algo de escepticismo, porque ella sabía muy bien que era única. Y habíamos planeado encontrarnos, y ella me iba a dar información, probablemente al término de mi primera salida al campo. Ella tenía que volver a Cornwall, de preferencia en medio de una gran tormenta. ¿Por qué nunca le había tocado experimentar una gran tormenta en Cornwall?, nos decía, como si de alguna manera le hubiéramos fallado como anfitriones. Ya habíamos hablado de sus amigos africanos con los que me tenía que reunir, y la mayoría de ellos, como era de esperarse, estaban en los lugares más terribles. Con Yvette, era lo que uno esperaba, y en el fondo, lo que uno deseaba obtener.

      Y aunque por edad, ocupación, nacionalidad y nacimiento mi Tessa estaba muy alejada de Yvette, el compromiso de Tessa con los pobres de África, particularmente con las mujeres, su desprecio por el protocolo y su inamovible, exasperante resolución a hacer las cosas a su modo, surgían, de manera muy consciente por lo que a mí respecta, del ejemplo de Yvette. Yvette, como casi nadie, me abrió los ojos a la compasión constructiva, a la idea de poner el dinero y la vida donde está el corazón. Y no sólo a mí. Muchos de los hombres y mujeres que se abrazaron en aquella ceremonia en el jardín de su granja francesa habrían dicho lo mismo. El trabajo de Yvette, ahora entiendo, era lo que quería celebrar al emprender esa novela. Probablemente me di cuenta desde el principio, cuando sea que haya sido. Probablemente ella también se dio cuenta. Sin embargo, el motor de la novela fue su muerte, tanto en la ficción como en los hechos más adelante. Y fue la presencia de Yvette lo que, desde el momento de su muerte, me guio a lo largo del libro. Y a todo esto, Yvette habría dicho: «Claro».

      Traducción de Pablo Duarte

      La misma mujer

      soledad puértolas

      españa

      A la salida del médico, Lidia desciende por la calle de Serrano, disfrutando del sol de la primavera, que anuncia el calor del verano. Busca la sombra de los árboles, porque el sol es muy potente, deslumbra, quema en la cara. Si hubiera una cafetería por aquí, se dice, me sentaría y pediría un café, aunque ya ha pasado el mediodía, pero un café me vendría muy bien. Aún es pronto, seguro que David no ha tenido tiempo de hacer todo lo que pretendía.

      Ése era el plan. Vivían a unos kilómetros de Madrid. David dejaría a Lidia en la puerta de la casa del médico —Lidia, por principio, o de ella o del médico, entraba sola en la consulta— e iría luego a ver una exposición de pintura en una galería de arte, quizá luego, si aún le sobraba tiempo, se pasaría por una librería para comprar o encargar los extraños libros que leía. Extraños en opinión de Lidia, cosas de ciencia, de números, de cálculos y figuras geométricas. Al término de la consulta médica, Lidia le llamaría por el teléfono móvil y David pasaría a recogerla.

      Llamaría a David desde una cafetería, se dijo Lidia, cuando estuviera sentada, a suficiente distancia de la consulta del médico, dispuesta, en fin, a reemprender la vida, a retomar el hilo de sus relaciones con los semejantes. Durante el rato que había durado la consulta, y ahora mismo, mientras paseaba bajo la errática sombra de los árboles, se encontraba en una nube en la que no cabía el resto del mundo. Había un atisbo de felicidad en ese escenario.

      Después de un largo recorrido, había dado con un buen médico. Lidia acudía a su consulta por lo menos dos veces al año para tenerle al tanto de sus consabidas dolencias. No, no mejoraba, convivía con ellas. Unas veces, agudos y persistentes dolores de cabeza, otras, menos agudos, más bien, una sensación de pesadez. En ocasiones, era el cuerpo lo que le dolía. O ese peso, de nuevo, como si algo se hubiera filtrado en su interior y tirara para abajo. Hacía lo que podía, pero no era fácil vivir así. Con dolor casi constante. Sin diagnóstico. Los médicos a los que había visitado habían pronunciado nombres de enfermedades que a Lidia le sonaban a excusas, a subterfugios. Al cabo, había dado con un médico que la escuchaba y parecía comprenderla. Le recetaba fármacos que aliviaban su dolor. No dudaba de la intensidad de su dolor, o, como habían hecho otros médicos, de la misma existencia del dolor, se preocupaba por ella. Incluso le había dado el número de teléfono de su móvil, por si algún medicamento le sentaba mal, por si aparecía un nuevo síntoma.

      Aquel día había sido distinto. Quién sabe por qué, Lidia se había encontrado hablando de Néstor, su hijo, con el médico. Tenía quince años, una edad muy difícil. Lidia sentía que lo estaba perdiendo. Estaba siempre como ido, apenas hablaba, no estudiaba, no leía (de pequeño, le encantaban los cuentos), comía de una forma muy poco educada, evitando mirarles,


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