Distancia social. Daniel Matamala

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Distancia social - Daniel Matamala


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44,57% de los votos y el 99,2% del dinero vinculado a los grupos económicos.

      Estos golpes de bolsillo se acompañaron con un coro de advertencias del tipo “la bolsa o la vida”. Precisamente el presidente de la Bolsa de Santiago, Juan Andrés Camus, tras donar el máximo legal permitido a la campaña de Piñera ($13.159.955), aprovechó su cargo para darle un empujoncito adicional. “Si no saliera elegido Piñera, la probabilidad de que tengamos un colapso en el precio de las acciones es alta”, pronosticó tras inaugurar la World Investor Week.

      El triunfo de Piñera, entonces, se vivió con efervescencia. Bloomberg describía “la euforia de la comunidad empresarial” ante este nuevo gobierno que prometía la reivindicación del empresariado como el sujeto político principal de la nación, la locomotora de ese largo y angosto tren llamado Chile. “La elección de Sebastián Piñera ha impulsado la confianza de los inversores y de las empresas”, decía Andrés Abadía, economista sénior de Pantheon Macroeconomics. “Estoy seguro de que eso se traducirá en un aumento gradual de la inversión”. Y como las buenas noticias nunca llegan solas, la asunción de Piñera coincidió con una fuerte alza en las exportaciones de cobre, litio y frutas, gracias al aumento de la demanda desde China.

      El Índice Mensual de Confianza Empresarial (IMCE), del Banco Central, que había llegado a un mínimo de 39,24 puntos a mediados de 2016, comenzó a subir con la campaña y tuvo un salto histórico con el triunfo de Piñera, pasando de 44,00 puntos en diciembre de 2017 a 53,79 en enero de 2018 y a 57,38 en febrero, el valor máximo desde 2013.

      Era un verano de euforia en Cachagua.

      Un gobierno sin complejos

      Pero no se trataba solo de intereses económicos; estos están estrechamente atados a los ideológicos. Aquí el ejemplo estadounidense fue fundamental. Los sectores etiquetados como “neoconservadores” fueron ganando espacio en el Partido Republicano durante la década del 2000, poniendo un énfasis cada vez mayor en la interpretación de los debates públicos desde una óptica moral. El avance de posiciones progresistas en temas de derechos civiles, la “cultura de la cancelación” y lo políticamente correcto articularon a los sectores conservadores en torno a la defensa del statu quo, y las “guerras culturales” se convirtieron en el tema dominante de la discusión pública, sobre asuntos como el aborto, el matrimonio igualitario, la educación privada (especialmente la religiosa), el racismo, la inmigración e incluso la confianza en la ciencia.

      La fallida candidatura a la vicepresidencia de Sarah Palin y el auge del Tea Party consolidaron estos movimientos, en un proceso que llegaría a su cénit con la elección de Donald Trump en 2016. En Chile, muchos tomaron nota: la “batalla cultural” parecía una herramienta idónea para ganar elecciones. Este diagnóstico se vio fortalecido con los triunfos de Mauricio Macri en Argentina (2015) y Pedro Pablo Kuczynski en Perú (2016): dos símiles de Piñera, que construyeron inéditas victorias para la derecha desde la gestión empresarial y una visión conservadora de la sociedad.

      Para Piñera, los temas de derechos civiles (o “valóricos”, como se les suele designar en Chile) jamás han sido prioridad. Con una mirada personal más bien liberal, los usa de acuerdo a lo que la conveniencia política dicte. Pero los ejemplos de Trump, Macri y Kuczynski fueron convincentes, y su propia victoria consolidó el concepto. Nada de vestirse con arcoíris ajenos. Los “tiempos mejores” vendrían de la mano de un gobierno nítidamente conservador en lo valórico, y proempresarial en lo económico.

      Para ello, Piñera se apoyaría en dos think tanks que empujaban esa línea. Uno clásico: el Instituto Libertad y Desarrollo (LyD), centro de lobby favorito del empresariado y guardián de la ortodoxia, y otro emergente, la Fundación Para el Progreso (FPP), creada a imagen y semejanza de combativos centros de trinchera como Atlas Society y Ayn Rand Institute. Como una marca de los nuevos tiempos, el histórico buque madre de la derecha liberal y del empresariado, el Centro de Estudios Públicos (CEP), quedaría en un segundo plano. Se le reprochaba su enfoque poco confrontacional y su énfasis en tender puentes intelectuales con otros sectores.

      El histórico director del CEP, Arturo Fontaine, había representado esa mirada, invitando a conversar a los dirigentes estudiantiles de la gran protesta de 2011, criticando el lucro en educación y defendiendo la importancia del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. En una señal de la polarización que empezaba a mostrar la élite, en 2013 el Comité Ejecutivo del CEP, dominado por los grandes grupos económicos, le pidió la renuncia. Para el escritor Mario Vargas Llosa, “los patrocinadores del CEP habrían descubierto que Arturo Fontaine es demasiado independiente para su gusto. La independencia de un escritor e intelectual liberal, de espíritu crítico como Fontaine, no sería apta para un momento de polarización creciente en el que se necesitaría, a sus ojos, un instituto jugado, militante, técnico e ideológicamente comprometido, una trinchera”.

      Fontaine quería ser un puente. Pero en guerra los puentes se derriban y se cavan trincheras. Lo reemplazó Harald Beyer, ministro de Educación de Piñera destituido mediante una acusación constitucional por el Senado. Era un técnico reposado, no sospechoso de desviacionismo pero tampoco un guerrero. Y así, por poco ortodoxo, el CEP sería desplazado del núcleo de poder que se activaba.

      El presidente Piñera anunció su gabinete tras volver de Cachagua. El equipo político quedó en manos de sus hombres y mujeres de confianza: su primo Andrés Chadwick en Interior, Cecilia Pérez como vocera y Gonzalo Blumel en Presidencia.

      LyD se convirtió en el riñón de su gobierno: Cristián Larroulet como Jefe de Asesores, Juan Andrés Fontaine en Obras Públicas, Susana Jiménez en Energía, José Ramón Valente en Economía, Marcela Cubillos en Medio Ambiente y Alfredo Moreno en Desarrollo Social. La gran sorpresa llegó de la mano de la FPP, que instaló a dos de sus directores (ambos amigos de Piñera) en puestos clave: Roberto Ampuero en la Cancillería y Gerardo Varela en Educación. Isabel Plá, conocida por su rechazo frontal al aborto, asumiría como ministra de la Mujer.

      “Piñera le hace caso a Kaiser: esta es una batalla cultural y no hay que darla a medias tintas, hay que darla con lo más duro que uno tiene”, reaccionó el analista Cristóbal Bellolio, refiriéndose al presidente de la FPP, Axel Kaiser. O, como el propio Piñera aseguró al presentar a su equipo de ministros: “Esta es una centroderecha sin complejos”.

      “El primer desafío es poder capitalizar el triunfo contundente que hubo en esta elección. Intuyo que detrás de ese gran apoyo hay una validación de las ideas madre que propugna la centroderecha”, decía el entonces director del think tank Horizontal, de Evópoli, y futuro ministro de Hacienda Ignacio Briones.

      Y uno de los analistas influyentes en el piñerismo, Max Colodro, reflejaba el espíritu del momento en la derecha celebrando este “gabinete sin complejos”, que mostraba que “la batalla por la hegemonía cultural quedó a la orden del día (…) El gabinete exhibe por primera vez en mucho tiempo a una centroderecha sin complejos, segura de sí misma, decidida a refrendar en la orientación del próximo gobierno a esa mayoría electoral que se expresó con inusitada fuerza en la segunda vuelta. La apuesta es clara: no rehuir la contienda ideológica abierta en 2010 tras la derrota de la Concertación y el término de la ‘democracia de los acuerdos’. Dejar finalmente atrás las culpas y vacilaciones que históricamente han perseguido a la derecha y dar una contundente señal de confianza en su visión de país y de mundo, aprovechando de paso un momento en que la centroizquierda se encuentra en el suelo”.

      Y ante los cuestionamientos de quienes advertían un gabinete “duro”, “derechista” e “intransigente”, el presidente electo lanzó una frase extraña hasta entonces en él, que mostraba el espíritu con que comenzaba su segundo período. Las críticas, dijo, se deben a una “colonización cultural e intelectual que han tratado de imponer en Chile”.

      Si el de 2010 había sido un pragmático “gobierno de los gerentes”, el de 2018 sería una cruzada: el gobierno de los ideólogos.

      Los cruzados de la FPP

      La batalla cultural partiría por


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