Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero
Читать онлайн книгу.bien, era un asunto intencionalmente público, que se presentó en todos los niveles sociales como una forma posible para superar el disenso paterno al matrimonio, generalmente por razones de preeminencia social, esto es, por consideraciones relativas al honor-precedencia. El rapto era exitoso en la medida en que la pérdida de la virtud sexual de la doncella afectaba la valía social de la familia, lo que obligaba, por la presión de los hechos, a aceptar el matrimonio como reivindicación y restauración del honor (Stolcke, 1992, pp. 163-187)70.
Aunque el análisis del honor para la Hispanoamérica colonial haya sido planteado en términos de honor-precedencia y honor-virtud, y tales categorías tengan una utilidad relativa desde una perspectiva teórica, para la comprensión del fenómeno desde el presente esta clasificación presenta un inconveniente: es más una construcción de los científicos sociales contemporáneos que una división correctamente entendida e interpretada por quienes se vieron expuestos a las vivencias y dramas del honor en el pasado. No se pretende con esto deslegitimar el trabajo de quienes montaron los cimientos historiográficos del tema y echar por la borda lo avanzado, pues, al fin y al cabo, estos han seguido siendo utilizados y han contribuido a perfilar mejor los problemas del honor y sus relaciones con la estructura social. Siguiendo lo propuesto por Twinam (2009), lo importante es huir de las generalizaciones correspondientes a otros siglos y culturas, y de los estereotipos moldeados por la legislación o la literatura, que no necesariamente se adecuaron a la práctica cotidiana de los actores sociales que son materia de estudio. Por supuesto, esto no significa dejar de comparar con lo acontecido en otros tiempos y lugares, o abandonar el manejo de las fuentes legales y literarias. Lo que se persigue es “dejar hablar” a los actores de carne y hueso, evitar interpretaciones del honor como hipótesis a priori, y sustentar las afirmaciones que se hagan con base en los documentos en donde estos exponen con relativa libertad sus problemas (Twinam, 2009, pp. 60-61). Esta reflexión no aboga por un retorno a la historia positivista: los documentos “hablan” por sí solos; los documentos no “hablan” por sí mismos, es necesario hacer preguntas, como también es necesario saber preguntar, de modo que lo que los hombres y mujeres del pasado digan de sus experiencias requiere de una lectura atenta y cautelosa, “entre líneas”, por parte del investigador que acciona desde el presente.
El honor no tenía calificativos. Las élites coloniales no categorizaron el honor y emplearon el término “para abarcar una multitud de significados cambiantes que estaban intrínsecamente vinculados”. Para ellas, el honor era algo tangible que, bajo ciertas circunstancias, se transmitía a la prole y era importante porque justificaba las jerarquías sociales, pues establecía criterios de discriminación entre quienes lo poseían y reconocían en otros (sus pares) y quienes, desde su punto de vista, no lo tenían. El honor, por tanto, determinaba, siempre desde la perspectiva de las élites, quiénes “pertenecían”, quiénes eran sus iguales, y quiénes estaban excluidos de las consideraciones de respeto y atención inherentes al rango (Twinam, 2009, p. 63).
A pesar de que las élites coloniales hispanoamericanas se reservaron para sí mismas la condición de honorables, en algún momento del devenir histórico colonial los hombres y mujeres de los demás sectores sociales reclamaron también su tenencia (Twinam, 2009, p. 63)71. Lo cierto es que, para el siglo XVIII, existen evidencias más que suficientes para afirmar que el concepto de honor como vivencia, como experiencia, se había extendido a los grupos intermedios y, de ahí, a los inferiores. El uso de los términos honoríficos don y su femenino doña, reservados antaño solo a las capas superiores de la sociedad, aparece en diversas fuentes documentales, especialmente en las judiciales, aplicándose indistintamente a personas de variada condición social (Jaramillo Uribe, 1994, pp. 191-198)72. Se trata de gente que por distintos motivos (edad, normalmente avanzada, aunque no necesariamente; ocupación, generalmente intelectual o directiva, aunque podría tratarse de trabajadores manuales con propiedad y jerarquía; familia, no necesariamente de linaje, pero respetada en el medio en el que se desenvolvía; vínculos parentales, amicales, laborales o políticos, y sobre todo conducta y trayectoria, entre otras consideraciones) estimaba haber ganado un lugar en la sociedad que ameritaba respeto, deferencia, reconocimiento y valía, es decir, honor. Es posible que las élites, más tradicionales, negaran este valor a los demás segmentos sociales, pero no es menos cierto que algunas de estas asumieron también su posesión y lo defendieron.
Un aspecto que merece resaltarse al analizar la funcionalidad del honor en las experiencias de los hombres y mujeres de las ciudades hispanoamericanas coloniales fue su constante negociación. Las élites, el Estado, la gente común, evaluaban permanentemente quiénes poseían y quiénes no poseían honor, pues, como se afirmó anteriormente, este tenía una dimensión pública que dependía de la validación de los “otros”, es decir, de los pares sociales. La reputación del individuo era puesta a prueba continuamente en los espacios públicos, que constituyeron el escenario en donde el honor era “cuestionado, amenazado, ganado, perdido, e incluso recuperado” (Twinam, 2009, p. 64)73. Esta situación revela, a su vez, el contraste que podía existir entre lo privado y lo público, ya que en este último ámbito podía construirse una imagen y una reputación diferente de la privada. Como afirma Cosamalón (2006), “el honor resulta un gran ‘juego’ a disposición de todos, pero que depende de qué tipo de jugador es cada miembro de la sociedad para reconocer sus limitaciones o posibilidades” (p. 266). En otras palabras, aunque el honor haya sido considerado por las élites como un patrimonio exclusivo de ellas, los demás sectores sociales asumían también su tenencia y luchaban por su reconocimiento dentro de las gradaciones jerárquico-corporativas y patriarcales de la sociedad; y si bien es claro que las élites contaron con mayores ingredientes o componentes para certificar su honor ante sus pares, los segmentos sociales intermedios y subalternos combatían también, dentro de sus posibilidades, por ser reconocidos e identificados como sujetos de honor. La pugna se tornaba especialmente visible en situaciones de conflicto, algunas de las cuales fueron examinadas y dirimidas en los estrados judiciales, escenarios en donde el honor pasó a ser vigilado, confirmado y defendido, como lo demuestran las múltiples investigaciones historiográficas respaldadas en materiales de carácter contencioso que daban cuenta de la necesidad de negar o reconocer entre los querellantes la existencia del honor. El uso de testigos, el manejo de medios probatorios documentales y las estrategias de los abogados dispuestos a manipular las representaciones sociales e imágenes confirman de qué manera era importante la reputación, la cual, por sus características, requería de la validación constante de los demás: el espacio público como escenario de reconocimiento, como campo de negociación.
Si la reputación era gravitante, una persona debía estar preparada para defender su honor ante la opinión pública. El carácter “cara a cara” de los espacios urbanos coloniales hispanoamericanos, el ordenamiento jerárquico-corporativo y patriarcal de la sociedad, y el profundo sentido del honor inherente a este sistema exigieron su permanente validación e hicieron que este se experimentara no solo como vivencia individual, sino también colectiva, pues, como las personas eran parte de un grupo o “cuerpo”, lo acontecido al individuo afectaba positiva o negativamente a la entidad corporativa de pertenencia. Por ello, la defensa de la honra poseía un carácter primordial en el que, incluso, de ser necesario, se apelaba a la violencia; por lo mismo, la recurrencia a las instancias judiciales constituyó, muchas veces, una necesidad (Chambers, 2003, pp. 190-191).
Las parejas casadas de todos los sectores sociales, especialmente quienes pertenecían a los grupos intermedios e inferiores, recurrieron con frecuencia a los juzgados para ventilar asuntos en los que estaba implicado el honor personal y de “cuerpo”. No se trataba solo de gente que lo hacía por cuestiones estrictamente laborales, en las que había necesidad de limpiar una honra mancillada o cuestionada; tampoco de quienes, aspirando a un determinado cargo público, requerían de certificados de legitimación para hacerse acreedores del puesto; o de quienes, habiéndose sentido zaheridos, exigían castigo para el ofensor y una reparación moral; o inclusive, de padres e hijas que, habiendo experimentado la pérdida de la virginidad de la doncella, instaban por el cumplimiento de la promesa matrimonial. Podían ser diversas las circunstancias que obligaban a las personas de uno y otro sexo a recurrir a los tribunales y, como tal, es preciso reconocer que entre ellas se encontraban también los conflictos conyugales. El honor inmerso en estos fue también, entonces, materia de disputa.