Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero


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es una responsabilidad, una obligación, y supone límites; no es un poder arbitrario. La autoridad del marido constituye el eje de la familia y es deber de la mujer obedecerlo como “su verdadero superior”; esto supone, incluso, que el marido puede castigar a la esposa, pero solo si es que existiera causa razonable y nunca de forma arbitraria e inmoderada (Boyer, 1991, pp. 275-276).

      Habiéndose establecido las líneas matrices del patriarcado jurídico y preceptivo que imperó en la Hispanoamérica colonial, conviene efectuar algunas precisiones. Un aspecto importante que no puede soslayarse es el del recogimiento femenino, pues la ley civil y, especialmente, la literatura preceptiva hacen referencia a él. El recogimiento, según Van Deusen (1999), tenía un significado dual. Por una parte, el término alude a una virtud sustancial que implicaba una conducta controlada y modesta que se expresaba en el interior de una institución (el convento, el beaterio, entre otras entidades) o dentro del hogar, a la vez que suponía una actitud retraída y quieta. Se trata de un concepto análogo al del honor, cuyos diversos significados son más aplicables a las mujeres. Implicaba dominio de la sexualidad y la conducta, control de los cuerpos y de las libertades sexuales de las mujeres. Por otra parte, el recogimiento era también la institución física, el establecimiento que albergaba a aquellas mujeres que por diversos motivos se acogían a esa forma de vida (Van Deusen, 1999, pp. 39-40)45.

      El recogimiento, como concepto vinculado a un ideal y a una praxis conductual y moral más propiamente femeninas, estuvo ampliamente difundido en los espacios urbanos hispanoamericanos y sirvió como una distinción valorativa que compartían las mujeres de todos los estratos socioeconómicos y étnicos. Esta aclaración es importante, no solo porque desmiente la creencia de que el discurso del recogimiento era aceptado exclusivamente por las mujeres de la élite, sino también porque al estar extendido se incorporaba en el ethos femenino. Es decir, las mujeres, en general, se percibían a sí mismas como recogidas, virtuosas, honorables (Van Deusen, 1999, p. 41)46. Por ende, era también un criterio de distinción que puede servir para comprender mejor las relaciones entre mujeres, y entre ellas y los hombres, así como para descifrar la lógica del funcionamiento patriarcal dentro de un contexto histórico determinado.

      Otro aspecto no menos importante que merece ser destacado, pues se ha aludido a él, aunque sin brindar las aclaraciones pertinentes, es el de la viudez femenina. Como se afirmó anteriormente, la ley civil colonial distinguía entre normas aplicadas a todas las mujeres de aquellas destinadas a algunas de ellas, entre las cuales se encontraban las viudas, quienes poseían más derechos que las mujeres casadas, pero menos que los hombres de estado civil equivalente. Del mismo modo que los hombres y mujeres emancipados que alcanzaban la mayoría de edad, las viudas gozaban de relativa libertad y autoridad para, por ejemplo, administrar sus propiedades, realizar contratos, litigar en los juzgados, entre otras consideraciones, de manera que podían participar de una amplia gama de actividades públicas, pues tenían plena soberanía sobre sus acciones legales y no requerían de permiso alguno para trabajar en las labores afines a su condición47. Las viudas, asimismo, estaban protegidas económicamente por las leyes de la herencia, lo que les permitía, además de adquirir el manejo directo de su dote y de las arras, recibir normalmente una parte considerable de la propiedad en común y, si el marido fallecía intestado y sin herederos, la viuda se quedaba con todo el patrimonio. Igualmente, algunas viudas, durante los siglos XVI y XVII, lograron obtener pensiones de la Corona argumentando ser descendientes de conquistadores o de miembros del servicio civil, y hasta recibieron encomiendas como otra forma más de patrocinio real a favor de ellas y de las hijas de los primitivos colonos. En el siglo XVIII, la protección gubernamental a algunas viudas se materializó también en la forma de montepíos (pensiones) que beneficiaron a quienes eran parientes o dependientes de funcionarios reales fallecidos (Lavrin, 1985b, pp. 58-61)48.

      Aunque eran indudables los mayores beneficios de las viudas en relación con el resto de las mujeres, siempre se requiere matizar y recordar, en este sentido, el carácter restrictivo de la legislación civil que impidió que las viudas, como las mujeres en general, puedan participar de las tareas de gobierno público. Pero, incluso en el terreno de la tutoría sobre los hijos, es posible encontrar restricciones, pues las viudas solo se convertían en tutoras de sus hijos si el marido no había designado a otro en su testamento. Es decir, la tutoría de la madre era condicional, a diferencia de la del padre, que era inmediata e indefectible. Esta condicionalidad presuponía que la viuda era “virtuosa”; no obstante lo cual, podía perder su calidad de tutora “si vivía en pecado o si volvía a casarse, pues se pensaba que favorecería a los hijos del nuevo matrimonio” (Arrom, 1988, p. 90). El tema de la consideración de las mujeres como seres sexuales se hace evidente, pues la viuda podía perder su condición de tutora por las razones antedichas; en cambio, el viudo conservaba su papel de tutor independientemente de su condición sexual y aunque volviera a casarse.

      A estas y otras restricciones deben sumarse, por otra parte, las limitaciones de un medio en el que el peso del discurso eclesiástico sobre el matrimonio y la familia era fuerte. La Iglesia respaldaba la autoridad del varón al interior de los núcleos familiares y la consecuente obediencia de las mujeres, reafirmando el patriarcado promovido por el Estado. Valgan estas observaciones para reconocer que, ni aun en los casos más evidentes de viudas exitosas, con recursos y autoridad, la impronta del espíritu patriarcal pudo ser obviada. En este sentido, muchas de ellas “propiciaron la conservación de los modelos familiares que privilegiaban la posición de los varones, dispusieron los matrimonios de sus hijas según conveniencias económicas y consideraciones de prestigio social, aceptaron las limitaciones que se les imponían”, a la vez que preservaron dotes para sus hijas y promovieron capellanías y obras pías. Hasta podría afirmarse que ellas, pese a la energía con la que manejaron sus negocios y el personal involucrado en estos, pese al reconocimiento social adquirido y las pocas o muchas ganancias obtenidas, inculcaron en sus hijas, si no la sumisión hacia los varones, por lo menos la creencia de que, si había un hombre en la familia, a todos les iría mejor (Gonzalbo Aizpuru, 2004, pp. 121-122, 134, 139-140)49.

      Las elucidaciones anteriores deben servir para efectuar otras de carácter más general. Si bien las mujeres, desde el punto de vista de la legislación civil, estaban excluidas de las actividades públicas de gobierno, no estaban circunscritas a la esfera doméstica. Se consideraba inadecuado para ellas el gobierno de otros, mas no las actividades públicas en general, lo que, por lo demás, supone una cierta inconsistencia legislativa al permitírseles, por ejemplo, litigar, mas no oficiar de abogado o juez; legalizar un documento, pero no ser notario, entre otros aspectos (Arrom, 1988, pp. 79-80). Es interesante destacar, además, que la prohibición de participar de las actividades directrices de gobierno coloca a las mujeres en una situación análoga a la de otros excluidos, como los delincuentes, esclavos, menores de edad, inválidos, orates, etcétera, en tanto se sugiere que ellas eran incapaces de gobernar50.

      Por otra parte, y como quedó dicho, la legislación civil colonial percibió a las mujeres como seres sexuales. En esa lógica, la protección a ellas obedeció a la necesidad de preservar el honor de la familia y su posición social; de esta manera, se reconocía la importancia de resguardar la virtud sexual femenina. Por esos motivos, la mujer honorable debía tener una reputación adecuada, que asumía la virginidad previa al matrimonio, la fidelidad dentro de él y la castidad en la viudez. Por contraste, la conducta sexual masculina no tenía implicancias legales, a menos que se hubiera incurrido en algún delito de índole sexual. La fuerte carga sexual de la legislación relativa a las mujeres explica también por qué los delitos sexuales cometidos por ellas tenían igual o mayor severidad que los de los hombres, y el aborto se castigaba con pena de muerte si el feto había nacido con vida51. Ciertas sanciones, además, afectaban solo a las mujeres, como ocurría en el caso del adulterio: podían llegar a perder su dote y su parte de la propiedad en común, e incluso terminar en la cárcel si el marido las enjuiciaba. Por contraste, el adulterio masculino solo era punible en determinadas circunstancias. En general, la ley estimaba “que la deshonestidad no es tan vituperable ni ofensiva en un hombre como en una mujer”, estableciendo criterios distintos para cada sexo (Arrom, 1988, pp. 81-84)52.

      El


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