Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero


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      En general, pareciera ser que la tendencia característica del siglo XVIII fue la de “un progresivo avance de la moral cristiana entre españoles y castas, con mayor proporción de matrimonios y considerable descenso en el número de nacimientos ilegítimos”. Los cambios de la modernidad ilustrada terminaron influyendo en la conducta de las parejas: se incrementaron los matrimonios canónicos entre españoles y castas, y se redujeron los nacimientos ilegítimos, aunque las castas continuaron siendo las más irreverentes (Gonzalbo Aizpuru, 2000, pp. 12-17); el proceso modernizador llevado a cabo por los Borbones en América exigía mayor formalidad en las uniones. Sin embargo, aunque los datos de la capital novohispana coinciden, en términos generales, con los de otras poblaciones mexicanas en el sentido de una reducción de la ilegitimidad (o, por lo menos, de una estabilidad de las tasas respecto del siglo XVII), no hay razones suficientes para sostener que estas tendencias se hayan presentado en otras áreas urbanas de Hispanoamérica. Así, en la capital del virreinato peruano, la tendencia era la de un crecimiento de la ilegitimidad en el siglo XVIII respecto del anterior (Cosamalón, 1999b, pp. 40-41)19. Esto no niega, sin embargo, la preocupación borbónica por el control social que, sin duda, se extendió, entre otras razones, porque la ilegitimidad fue peor vista que antes.

      Pero la preocupación por el “desorden” al que se aludía también hacía referencia al aumento de la conflictividad marital. En el contexto del siglo XVIII, individuos de toda condición étnica y socioeconómica, aunque primordialmente elementos de los sectores medios y populares, acudieron con una frecuencia cada vez mayor a las instancias judiciales para intentar resolver sus problemas. Conforme transcurría la centuria y se acercaba a su fin, se observa, desde la comodidad del presente, cómo se multiplicaban los juicios entre los cónyuges y se advierte que mucha gente sufría. El abandono, el adulterio, la falta de manutención, el alcoholismo y, sobre todo, la violencia marital, entre otros factores, estaban en la base de los numerosos litigios que llegaron a los juzgados. Los procesos de nulidad matrimonial y de separación de cuerpos efectuados en los juzgados eclesiásticos, preferentemente, y en menor medida los litigios que se desenvolvieron en el fuero civil, darían cuenta de esta dura realidad que la modernización borbónica pretendió también enfrentar20.

      De lo expuesto resulta claro que tanto el derecho canónico como la legislación civil colonial sobre matrimonios persiguieron la instauración de un modelo de familia cristiana en América que, en principio, debía ser aplicable a cualquier espacio y condición social, mediante la implantación del sacramento matrimonial. Esta unión convertía a la pareja conyugal en agente difusor de la moral y los valores cristianos, y en entidad idónea para luchar contra la herejía, la idolatría y la poligamia, capaz de llevar a cabo el plan de Dios, que es la salvación. El régimen legal matrimonial preveía, no obstante, que se pudieran producir situaciones irregulares dentro del modelo ideal y consideraba la posibilidad de “recursos legales de protesta que de ningún modo invalidaban o demeritaban el modelo, sino que reforzaban su universalidad al referirse a vicios en la práctica contrarios al espíritu de la ley” (Gonzalbo Aizpuru, 2001, p. 167). Es decir, si el matrimonio no contaba con los requisitos exigidos por ley, si había —utilizando el lenguaje canónico— impedimentos que no habían sido subsanados mediante alguna dispensa, este no podía llevarse a cabo o, si ya había sido efectuado, podía ser anulado, lo que significaba, en última instancia, que este no había existido o era ilegal. Ello implicaba la necesidad de acudir a los tribunales eclesiásticos e iniciar un proceso relativamente largo y complicado para solicitar la nulidad del matrimonio.

      En el discurso tomista sobre el sacramento matrimonial, el consentimiento mutuo expresado libremente entre personas aptas para el casorio causa la unión. El principio general es que si el impedimento, esto es, la circunstancia que se opone a la validez del acto, vicia el consentimiento, no puede haber matrimonio válido. Entre los impedimentos que vician el libre albedrío, está la coacción (el miedo grave que destruye el consentimiento), el error (el desconocimiento sobre algo esencial al matrimonio o sobre el sujeto con el que se contraerá las nupcias), la locura (la falta de uso de razón anterior a la unión) y la condición servil (una de las partes ignora la condición de siervo o esclavo de la otra) (Ortega Noriega, 2000, p. 50).

      Los impedimentos, de otra parte, inhabilitaban a la persona de manera absoluta o temporal para contraer nupcias. Entre ellos estaban el de impotencia (la imposibilidad perpetua de que uno de los consortes pueda realizar el coito), el de defecto de edad (si los contrayentes no tienen la edad mínima que exige la ley canónica: 12 años para la mujer y 14 para el hombre), el de voto y de orden (una de las partes ha emitido voto solemne de continencia, por ejemplo, al profesar en una orden religiosa), de maleficio (la impotencia del varón a causa de un hechizo), de vínculo (si uno de los consortes ya está casado), de disparidad de cultos (uno está bautizado y el otro no), de pública deshonestidad (una de las partes ha contraído esponsales con una persona y pretende casarse con otra), de parentesco (por consanguinidad, afinidad, de tipo espiritual y de tipo legal)21 y de crimen (el incesto y el uxoricidio inhabilitan a la persona) (Ortega Noriega, 2000, pp. 50-53; Rípodas Ardanaz, 1977, capítulos III-IX).

      Desde un ángulo más estrictamente jurídico, los impedimentos matrimoniales pueden ser divididos en dirimentes, que anulan el matrimonio contraído, e impedientes, que lo hacen ilícito, aunque esto no signifique, sin embargo, su invalidación. Los sujetos que incurren en estos últimos son pasibles de sanción, pero pueden validar su matrimonio. Se distinguen tres tipos de impedimentos impedientes: el de clandestinidad, el de falta de amonestaciones y el de época22.

      Naturalmente, muchos de estos impedimentos podían subsanarse con la oportuna solicitud de una dispensa, si es que Roma o algún concilio o sínodo americano no habían otorgado ya determinadas dispensas generales inherentes a las condiciones específicas del Nuevo Mundo, que con su lejanía y su población multirracial ameritaban soluciones propias (Rípodas Ardanaz, 1997, pp. 169-193). Sorprende, sin embargo, más allá de estas últimas atingencias, y no solo al observador contemporáneo, sino también a algunas lúcidas mentes coloniales, la enorme facilidad y rapidez con la que las licencias se otorgaban, además de la cantidad de las mismas. Pero sorprende más aún la complacencia de quienes debiendo otorgarlas —los vicarios generales en su calidad de cabezas de los juzgados eclesiásticos— terminaban siendo responsables de decenas de anulaciones matrimoniales, movidos, tal vez, por la inoperancia, la displicencia o intereses oscuros.

      Efectivamente, la gente acudía con asiduidad a los tribunales eclesiásticos. Las razones podían ser variadas, por ejemplo, para intentar llevar a cabo un matrimonio, pues, al igual que en Europa, era común que una mujer a la que se le había hecho promesa formal de matrimonio quedase embarazada y que el varón pretendiese luego desentenderse del compromiso. Los juicios por incumplimiento de palabra de matrimonio abundaron en la época colonial, aunque en el siglo XVIII redujeron su frecuencia cuando “la Iglesia decidió que tales pleitos ya no eran asunto suyo, sino un asunto legal privado entre la mujer y su seductor” (Wiesner-Hanks, 2001, p. 181)23. Pero también las parejas casadas podían recurrir a los juzgados para amonestar al cónyuge o, peor aún, para terminar con su matrimonio, lo que implicaba iniciar una demanda de nulidad utilizando alguna de las causales estipuladas por el derecho canónico. Pese a las recomendaciones sinodales en el sentido de limitar las anulaciones, especialmente para las élites, los tribunales las concedían libérrimamente. Entre los argumentos más requeridos estaban la falta de consentimiento, el parentesco, la impotencia, los acuerdos previos para casarse con otro o la ausencia de procedimientos adecuados durante la boda (Wiesner-Hanks, 2001, p. 185). Estas consideraciones constituyen un indicativo, a contrario sensu, de algunas de las razones de los matrimonios. Dos motivos saltan a la luz. El primero, y quizás el más importante: los padres intervienen o deciden en el matrimonio de los hijos, no necesariamente mediante la fuerza, sino también por la persuasión y la coerción, u organizando arreglos matrimoniales24. El segundo: la dificultad de encontrar en el “mercado matrimonial” una pareja idónea llevaba a los padres y novios a asegurar un candidato entre los parientes, con el resultado obvio de la endogamia étnica y social. Estas situaciones se encontraban en todos los grupos, pero mucho más


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