Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero
Читать онлайн книгу.de solucionar los problemas derivados de las uniones prohibidas, el Concilio de Trento diseñó mecanismos que dieran publicidad previa al matrimonio, por ejemplo, que tres amonestaciones fueran anunciadas públicamente desde el púlpito durante tres domingos consecutivos para conocer los posibles impedimentos. Asimismo, se dispuso la necesidad de contar con la presencia de testigos durante la ceremonia, uno de los cuales debía ser el párroco, quien, además, bendeciría la unión. Los nombres de los testigos quedarían registrados en el libro parroquial (Rodríguez, 1997, pp. 143-145; Fernández Pérez, 1993, pp. 62-63). Los enlaces matrimoniales que violaran estos y otros impedimentos, salvo dispensa expresa solicitada por alguno de los contrayentes y otorgada por la Iglesia, debían ser considerados como inválidos o sin efecto.
La monarquía hispana hizo suyas las normas tridentinas, mucho más cuando el papa Gregorio XIII publicó una edición de Corpus Iuris Canonici (1582), colección de obras canónicas oficiales y particulares publicadas desde el siglo XII, de amplia difusión en el mundo católico. De este modo, el Concilio de Trento buscó transformar el matrimonio, “de un proceso social que la Iglesia tradicionalmente solo había garantizado y presenciado a un proceso eclesiástico estrechamente controlado por la Iglesia” (Fernández Pérez, 1993, p. 64).
Dos de los aspectos más controvertidos de la normatividad sobre matrimonios fueron el relativo al libre consentimiento por parte de los contrayentes y el concerniente a la intervención de los padres. Aunque los cánones de Trento, al respecto, tuvieron por objeto derogar expresamente las disposiciones seculares que exigían el permiso de los padres para el futuro conyugio, y la monarquía convertía en derecho positivo, por propia voluntad real, las normas tridentinas, con lo que el matrimonio sin el consentimiento paterno era válido en España y en sus dominios, en la práctica las leyes civiles seguían reconociendo los intereses de la familia y el Estado. Efectivamente, si bien las Partidas de Alfonso el Sabio estipulaban que los padres no podían casar a sus hijas en ausencia de ellas o sin su consentimiento, y las Leyes de Toro, en el mismo sentido, optaban por el castigo a quienes contrajesen matrimonios clandestinos, incluyendo aquellos celebrados sin consentimiento paterno, ambos cuerpos legales otorgaban a los progenitores el derecho a desheredar a aquellas hijas que desconocieran sus recomendaciones sobre un adecuado matrimonio (Lavrin, 1991b, p. 19; Kluger, 2003, pp. 68-69, 94). En conclusión, “el derecho civil conservaba un gran control sobre el matrimonio para reforzar los derechos sobre herencia y propiedad, y para fortalecer la familia como unidad social básica” (Lavrin, 1991b, p. 19).
Por otra parte, las resoluciones del Concilio sobre el tema dejaron un cierto margen para la ambigüedad, pues, al respecto, el texto tridentino quedó “redactado de una manera que lo hacía susceptible de malas interpretaciones, de que las corrientes regalistas habrían de sacar partido”. Por tanto, este se prestaba al comentario “de que la Iglesia siempre había detestado y prohibido los matrimonios de hijos de familia sin consentimiento paterno”. No es desconocido, de otro lado, que durante las discusiones conciliares las presiones de determinados poderes civiles hicieron que, transitoriamente, se llegara a aceptar la propuesta de anulación de los matrimonios sin consentimiento paterno para los hijos varones menores de 20 años y para las mujeres menores de 18. Aunque, finalmente, solo se consideraron írritos los matrimonios clandestinos, era indudable que “la Iglesia había mirado siempre con buenos ojos el que los padres que tuviesen justas causas se opusieran al matrimonio de los hijos”6.
En conclusión, el conflicto entre obediencia y aspiraciones individuales no quedó zanjado porque el Concilio no estableció la medida en la que los padres podían ejercer control sobre los matrimonios. Esto es, el Concilio validaba el libre albedrío de los futuros cónyuges, pero, a la vez, expresa “público reconocimiento de su incredulidad sobre los matrimonios que se hacían contra la voluntad paterna, hecho con el cual dejó el camino abierto para que la autoridad paterna terminara imponiéndose en las decisiones matrimoniales” (Rodríguez, 1997, pp. 145-146). Además, en la práctica, el peso de la costumbre y la tradición, especialmente en las áreas rurales, constituyeron un freno al libre albedrío de los contrayentes. Las influencias y decisiones paternas continuaban siendo un obstáculo al consentimiento fruto de una decisión independiente por parte de aquellos. Cabe destacar, finalmente, que el Concilio de Trento condenó explícitamente y con especial decisión el concubinato, el adulterio y el divorcio; en este último caso, se fortaleció la corriente antidivorcista frente a las pretensiones luteranas (Beneyto, 1993, pp. 72-73)7.
Al hacer suyos los dispositivos tridentinos, la Corona española buscó, aún más que antes, que la regulación jurídica de la familia en sus dominios americanos respondiera a los mismos preceptos que en España. Su objetivo era promover y reproducir el modelo ibérico de familia. No llegó a haber, sin embargo, un sistema jurídico nuevo para las Indias, puesto que los habitantes de estos territorios eran tan vasallos de la Corona como los propios peninsulares, y solo cuando las exigencias lo requirieron, se promulgaron normas para resolver situaciones determinadas y coyunturales, dado que el encuentro entre las culturas del Nuevo Mundo y la occidental hispana, sobre todo a partir de las primeras experiencias signadas por la incomprensión, la violencia y la insubordinación, obligó a producir soluciones específicas. Puede afirmarse así que, en lo concerniente al matrimonio y a la familia, fueron escasas las leyes de derecho indiano propiamente dichas (Kluger, 2003, p. 96)8.
2. El ideal y la praxis: algunas precisiones
El impacto global del Concilio de Trento en Hispanoamérica se sintió recién en las últimas décadas del siglo XVI, cuando las normas sobre desposorios, ritual matrimonial y consentimiento mutuo comenzaron a exponerse en los concilios de 1582 y 1585, llevados a cabo en Lima y México, respectivamente (Lavrin, 1991b, p. 20). En general, las disposiciones eclesiásticas y las estatales apuntaron a resguardar el libre albedrío que en materia de elección matrimonial debían tener los habitantes de las colonias, considerando, inclusive, las particularidades surgidas de la coexistencia interracial y las potenciales mezclas que pudieran aparecer, como de hecho ya estaba ocurriendo. Desde la Iglesia, diversos concilios, sínodos e instrucciones advertían a los párrocos sobre la necesidad de asegurar la voluntad de los novios, no solo en los matrimonios de españoles, sino también los que se produjesen con indios o con negros. Esto no significaba, por cierto, que estos matrimonios fuesen abundantes, y menos aún las uniones con negros o gente de castas. Los criterios de honor, en este caso, eran un obstáculo casi insalvable. Como ocurriría con los asuntos de pareja y con otras circunstancias, la población americana, sin embargo, sea cual sea su origen, sabría aprovechar los vacíos legales, la falta de control, la corrupción y las dudas, para vincularse y establecer relaciones al margen de la legalidad matrimonial.
El Estado actuó en el mismo sentido que la Iglesia y solo “el interés estatal por el arraigo y aumento de la población indiana, y por la preservación de las buenas costumbres llevó a la Corona, sobre todo en los primeros tiempos, a presionar sobre sus súbditos —en especial sobre los encomenderos— para que se casen, y ello casi siempre con moderación” (Rípodas Ardanaz, 1977, p. 225; Kluger, 2003, pp. 98-99). Aunque en verdad estos asuntos hacían referencia más a una obligación en la elección de estado que a una coacción para unirse a determinada persona; en todo caso, se trataba de medidas excepcionales. Más frecuentes fueron las disposiciones que atañían a los funcionarios públicos y a sus parientes, quienes estaban prohibidos de contraer nupcias en sus distritos mientras durase el ejercicio de sus cargos. La medida afectaba a una gama amplia de burócratas que iba desde los virreyes hasta los alcaldes mayores y sus tenientes letrados. Los contadores de cuentas y sus parientes tampoco podían casarse entre sí, ni con oficiales reales, prohibición que se extendió a los militares (Kluger, 2003, pp. 99-100). En la práctica, el uso de dispensas solicitadas oportunamente permitió la obtención de licencias reales, pues estas no parecieron haber sido muy difíciles de conseguir o, dicho de otro modo, las restricciones impuestas no fueron muy eficaces (Ots Capdequí, 1986, p. 98). Es probable que estas situaciones se hayan debido a la necesidad, de parte de los funcionarios reales, de echar raíces en territorio americano y de vincularse con las familias ricas afincadas.
Los casamientos entre españoles e indias fueron aceptados desde muy temprano por la Corona española, intentándose proteger a la parte más débil,