Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero


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se cuestionará por qué el rechazo a la violencia conyugal se hizo más visible en el contexto histórico materia de análisis, para concluir que, además de las razones antedichas, jugaron un papel importante otros aspectos ligados a la penetración de los ideales y propuestas ilustrados.

      ***

      La investigación que hizo posible este libro se remonta a un paper que preparé hace varios años para un seminario que dirigió la doctora Scarlett O’Phelan en el posgrado de Historia de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Como es obvio suponer, a ella van dirigidos mis primeros agradecimientos, no solo por promover mi curiosidad por estos tópicos, sino también por su proverbial rigurosidad académica, su capacidad para el consejo atinado y, principalmente, por su amistad invariablemente reafirmada desde hace tres décadas.

      Mi gratitud se extiende igualmente a quienes como María Emma Mannarelli, Margarita Zegarra y Carlos Contreras tuvieron el tiempo y la disposición para revisar las primeras versiones del manuscrito. Sus valiosas observaciones fueron, en la medida de lo posible, tomadas en cuenta.

      A lo largo de la investigación, diversos colegas y amigos contribuyeron con su apoyo, sugerencias y preguntas a enriquecer su desarrollo, entre ellos, Teresa Vergara, Susana Aldana, Marina Zuloaga, Rolando Iberico, Ileana Vegas de Cáceres y Sara Beatriz Guardia. Por las mismas razones y por su afecto reiterado en innumerables oportunidades, no puedo dejar de mencionar a Gabriel García Higueras, Lizardo Seiner y Luis Torrejón. A todos ellos, mi agradecimiento.

      El personal del AGN fue siempre amable y solícito. En el AAL la colaboración desinteresada y amistad de Laura Gutiérrez, su directora, y de Melecio Tineo fueron invalorables.

      El libro no hubiera sido posible sin la confianza y atención que recibió del Instituto de Estudios Peruanos y de su director de publicaciones, Ludwig Huber. El Programa de Estudios Generales y el Fondo Editorial de la Universidad de Lima, mi centro de labores, acogieron con interés y entusiasmo el manuscrito, impulsando de manera decidida su publicación.

      Palabras finales para mi familia. Lourdes, Álvaro y Andrés, siempre presentes, fueron también parte de esta aventura.

      Capítulo I

      Patriarcado, matrimonio y conflicto. La perspectiva estructural

      1. El matrimonio y su control en Hispanoamérica: los perfiles legales

      El matrimonio es una institución universal que no solo expresa una exigencia biológica —la de buscar un compañero y reproducirse—, sino que también determina derechos y obligaciones vinculados al género, la sexualidad, las relaciones con los parientes y la legitimidad de los vástagos. Asimismo, otorga a sus miembros facultades y roles específicos relacionados con la sociedad más amplia, a la vez que “habitualmente define los deberes recíprocos del marido y la mujer, y con frecuencia los deberes de las respectivas familias entre sí, y establece la obligatoriedad de esos deberes”. Permite, igualmente, que la propiedad y la posición social de la pareja o jefe del hogar se transmitan a la siguiente generación (Coontz, 2006, p. 55).

      Por tales motivos, entonces, y a pesar de lo que podría suponerse, la elección de un cónyuge no siempre fue un acto reservado. Por el contrario, la presencia reiterada y continua de los diversos poderes políticos, sociales y religiosos en este tipo de decisiones ha sido una constante a lo largo de la historia. Padres, entornos familiares y corporativos, y naturalmente el Estado y las iglesias, juzgaron tener derecho a inmiscuirse en el matrimonio. Por esta razón, fue materia de control religioso y político mediante una legislación que se hacía cada vez más abigarrada, así como a través de mecanismos restrictivos de control social (Lavrin, 1991b, p. 13).

      La realidad indiana que empezó a construirse desde 1492 no fue una excepción. Desde mediados del siglo XVI, a la luz de las tempranas experiencias hispanas de convivencia con la población aborigen y, en menor medida, con aquella de origen africano, pero, sobre todo, como consecuencia del influjo que desde Europa irradiaban Trento y su ecuménico concilio (1545-1563), se hizo más evidente la necesidad de control sobre el matrimonio. Los múltiples problemas que en torno a este venían presentándose en el mundo cristiano desde hacía mucho tiempo, y que dieron pie a la idea de reformar y consolidar el matrimonio en el tridentino, parecían replicarse en el Nuevo Mundo. Estupro, ilegitimidad, relaciones extraconyugales y concubinato, entre otras graves faltas, constituían “ofensas a Dios” relativamente frecuentes entre los peninsulares recién asentados, que la Iglesia y el Estado debieron enfrentar con rigor (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 4-19)1.

      Efectivamente, aunque la legislación civil y eclesiástica relativa a matrimonios que provenía del Viejo Mundo pretendió regular y controlar las acciones de sus fieles en América, el carácter de la conquista española con su cuota de violencia e indisciplina, así como la distancia espacial y temporal entre Europa y los territorios americanos, dificultaron severamente la aplicación y control de las normas. En suma, la conquista y la colonización planteaban problemas específicos y nuevos retos para el Estado y la Iglesia hispánicos.

      El Estado español, monarquía confesionalmente católica como era, se interesó fundamentalmente en los aspectos legales del comportamiento sexual y en el matrimonio como institución. Buscaba proporcionar a la unión conyugal un marco legal adecuado, que hiciera posible asegurar la herencia y la división de bienes entre los esposos y la prole (Lavrin, 1991b, p. 15)2. En el código de las Siete Partidas, se trataron de manera especial los temas de la patria potestad y del consentimiento paterno para contraer nupcias. Las Partidas reforzaban el tradicional poder del padre de autorizar con su consentimiento el matrimonio de los hijos, “castigando el contraído por las hijas, sin el consentimiento del padre. Por el contrario, la práctica permitió el de los hijos, quienes, además, quedaban emancipados de la autoridad paterna”. El argumento tenía una lógica que se desarrollará posteriormente de manera más amplia: las mujeres eran consideradas legalmente menores de edad, incluso tras contraer matrimonio. De esta manera:

      Se discriminaba a las mujeres, basando esta diferencia en la fragilidad atribuida al sexo femenino. Incurría en sanción no solo la hija que se casaba sin el consentimiento paterno, sino también el yerno, y aun la hija que rechazaba el matrimonio con el candidato ofrecido por el padre. (Kluger, 2003, pp. 68-69)

      Por su parte, las Leyes de Toro, cuya mayor trascendencia posiblemente radicó en la regulación de la herencia y, específicamente, en la institución del mayorazgo, castigaban con graves penas los matrimonios clandestinos (Kluger, 2003, pp. 68-69).

      Pero el Estado no actuó solo y, como sucedería también en América, el trabajo conjunto con la Iglesia, expresión de colaboración y alianza, fue una constante y una necesidad para controlar el matrimonio y la sexualidad. Hubo que esperar hasta el último tercio del siglo XVIII para que la monarquía, en concordancia con las nuevas propuestas ilustradas, lanzase una ofensiva contra la tradicional jurisdicción eclesiástica que, huelga decirlo, dominaba la institución matrimonial, salvo en lo concerniente a cuestiones patrimoniales (Wiesner-Hanks, 2001, p. 163)3.

      La Iglesia católica, por su parte, “estableció una cohesión sacramental para vincular lo material con lo espiritual. Su finalidad era enmarcar todas las manifestaciones de la sexualidad en un objetivo teológico: la salvación del alma”. Por esos motivos, “el control eclesiástico era más amplio que el del Estado, y se inmiscuía más en la vida íntima de los individuos, pues definía los rituales propios de la unión y los tabúes sobre la afinidad y el parentesco” (Lavrin, 1991b, pp. 15-16). El Concilio de Trento instituyó de forma definitiva los preceptos y las formas rituales del matrimonio católico romano, subrayando el carácter sacramental e indisoluble de las nupcias, y la importancia de la voluntad personal en la creación del vínculo matrimonial; reafirmó, asimismo, el fundamento de la teología tomista sobre el matrimonio (Seed, 1991, pp. 48-49)4. “Condenó a quienes negaran la autoridad de la Iglesia para establecer impedimentos a la celebración del matrimonio, así como a quienes discutieran la competencia de los tribunales eclesiásticos para juzgar las causas matrimoniales”


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