Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero
Читать онлайн книгу.primero, parece indudable que las parejas recurrían a estos recursos con más facilidad en el siglo XVII que en la segunda mitad del XVIII; segundo, es probable que entre finales del siglo XVII y el segundo tercio del XVIII haya habido en la capital peruana un período de menor tensión en lo que se refiere a conflictos matrimoniales; tercero, es factible también, como consecuencia de lo anterior, que la disminución de las causas de nulidades y divorcios en este mismo lapso haya obedecido a una mayor severidad de los jueces eclesiásticos, mientras que, más bien, los momentos de ascenso de la conflictividad marital coincidirían con la presencia de jueces más laxos (Lavallè, 1999a, pp. 21-26)29.
Todas estas son hipótesis interesantes y sugerentes que, sin embargo, requieren de mayor sustento documental. Pero no hay, hasta el presente, ningún estudio que haya cuantificado el conjunto de los recursos de nulidad y divorcio para toda la época colonial. Además, es probable que muchos de ellos se hayan extraviado.
Algunos aspectos quedan por resaltar. En principio, el sostenido incremento de los juicios de divorcio entre fines del siglo XVIII e inicios del XIX, acompañado de una disminución sustantiva de las nulidades. En el contexto de la modernidad ilustrada, el aumento de las demandas de divorcio constituiría una expresión de lucha, resistencia y crítica respecto al patriarcado que los monarcas borbones pretendieron reforzar en España y sus dominios. En segundo lugar, el evidente dominio que en las causas de divorcio presentaba la violencia conyugal o sevicia (Bustamante Otero, 2001, pp. 121, 124-125).
Estas aseveraciones requieren de mayor explicación. Solo un análisis de lo que significó al respecto el proyecto ilustrado y sus repercusiones en la población americana, tomando en cuenta el contexto de entre siglos caracterizado por el aumento poblacional, el mayor desarrollo de la economía de mercado, el incremento del mestizaje, el trastrocamiento de las fronteras tradicionales del honor, entre otras consideraciones, ayudaría a encontrar respuestas más satisfactorias. En este sentido, y con base en las explicaciones vertidas, no se pueden descartar posibilidades de mayor tensión social y privada derivadas de la comunicación y contactos más frecuentes en una población que, como la limeña, presentaba un carácter multiétnico complicado por un elemento adicional: las migraciones internas. Cabe señalar, asimismo, que en el marco modernizador ilustrado, con sus ingredientes regalistas y secularizantes, la obsesiva administración borbónica y la propia Iglesia ordenaron y mejoraron sus registros burocráticos, de manera que la mayor cuantía de causas judiciales en los archivos sería el resultado también de la mayor acuciosidad de los Borbones.
Por último, es necesario acotar que, en este contexto, existían otros recursos que judicialmente la Iglesia ofrecía para las parejas en conflicto. Al respecto, el juzgado eclesiástico recibía diversos escritos —litigios matrimoniales—, en donde maridos y esposas expresaban sus pesares y quejas, sin que ello implicara la búsqueda del divorcio o la nulidad. De otra parte, en el contexto del siglo XVIII, el regalismo borbónico hizo posible recurrir también a los fueros civil o militar para enfrentar los problemas de los cónyuges, sin mella de continuar acudiendo al eclesiástico.
4. El patriarcado jurídico
Desde una perspectiva jurídica, podría colegirse con relativa facilidad la situación de sumisión de la mujer respecto del varón. Una lectura somera de la legislación civil o canónica aplicada a América dejaría la impresión de que las mujeres se encontraron siempre sometidas a la tutela del varón, al padre en principio y, luego, al marido. Por tal motivo, interesa revisar el contenido del derecho indiano relativo a la condición jurídica de la mujer en contraposición a la situación de mayor permisividad y autoridad del hombre, enfatizando las posibles relaciones entre ambos, especialmente dentro de la esfera familiar, pues es claro que, aunque la legislación diferenciaba a las personas según múltiples criterios (de edad, étnicos, de legitimidad, etcétera), el sexo recorría todas las categorías sociales. De esta forma, podrá observarse si las mujeres eran vistas primordialmente como madres y esposas, y si sus actividades estaban confinadas al hogar, por lo menos desde el punto de vista jurídico. El análisis de la situación legal permitirá, por otra parte, conocer cuáles fueron las áreas en las que las mujeres ejercieron autoridad de forma legítima y legal, a la vez que sugiere que otros espacios podían ser usufructuados por ellas para ejercer un poder informal e indirecto a través del uso de los recursos institucionales previstos por la ley.
Obviamente, los sistemas legales no describen la vida de las mujeres y ello, con las excepciones del caso, constituye una limitación para el análisis in situ de las relaciones entre hombres y mujeres. Sin embargo, las normas establecen límites dentro de los cuales, se supone, podían actuar las mujeres, además de reflejar ideológicamente cuál era el rol que ellas desempeñaban y sus vinculaciones con los hombres.
Se ha afirmado con frecuencia que la legislación española consideraba a las mujeres como seres frágiles e indefensos, necesitados de protección. La “imbecilidad” del sexo, expresión común en el lenguaje jurídico y prescriptivo, suponía falta de fuerza o debilidad por parte de ellas y justificaba el que se les negaran ciertos derechos, lo que ocasionaba que sean consideradas por la mayoría de tratadistas como menores de edad, totalmente subordinadas a sus padres o a sus maridos, e incapaces de inmiscuirse en negocios de cualquier índole, a menos que contaran con el consentimiento de estos (Borchart de Moreno, 1991, p. 167). Tales juicios dejan entrever la existencia de un enraizado patriarcado que limitó severamente el desenvolvimiento de las mujeres. Es indudable que este existió y se expresó en la literatura jurídica, pero no es menos cierto que una conclusión tan contundente requiere de matices, en principio porque la propia legislación distinguió entre leyes aplicables a todas las mujeres de aquellas que solo lo eran para algunas, por ejemplo, para las esposas, entre otras distinciones más sutiles. Por otra parte, existe la tendencia a considerar la legislación hispana como un mero reflejo de la codificación romana (que mostraba un patriarcado más acendrado), sin considerar que el cristianismo morigeró, especialmente durante el Medioevo, la posición de las mujeres, lo que impide juzgar a estas como personas en condición de tutoría perpetua, incapaces de manejar sus propios asuntos (Arrom, 1988, pp. 71-72).
Que el cristianismo moderara el patriarcado romano significó, por tanto, que el patriarcado evolucionó del principio de una “autoridad natural” absoluta al “deber de buscar el bienestar de los demás”. El monarca, influido por el discurso cristiano de una Iglesia fuerte como la medieval, se convertía así en una autoridad benévola y paternalista que cumplía el rol de tutor y guardián de su pueblo, considerado como menor requerido de tutela, en una relación análoga a la de un padre con su hijo, o la de un marido con su esposa. La monarquía representaba a todas las autoridades patriarcales subordinadas y, en el caso español, las Partidas reconocían cinco niveles de autoridad que iban desde el rey y los señores regionales y locales, hasta el padre en su relación con su esposa e hijos, así como la autoridad de los amos sobre sus esclavos. El advenimiento de los Estados nacionales con sus ejércitos y burocracias, también nacionales, sus cada vez más organizadas instituciones y sus monarquías perfiladas hacia un más evidente absolutismo, hizo que la autoridad patriarcal de la familia se tornara más dependiente del Estado. El patriarcado cristiano, entonces, “transmitía igualmente la idea de autoridad y gobierno a escala familiar y estatal”. Pese a su evolución en el tiempo, “la idea de la autoridad real sustentada en el ideal patriarcal nunca dejó de arraigarse en su fuente original, la familia” (Boyer, 1991, pp. 272-274)30.
Así como la legislación civil sobre el matrimonio en la Hispanoamérica colonial estuvo definida principalmente por las Partidas, compiladas durante el reinado de Alfonso el Sabio (siglo XIII), y por las Leyes de Toro (1505), del modo similar la condición jurídica de las mujeres hispanoamericanas quedó estipulada en los mismos códigos, situación enriquecida por posteriores decretos reales y canónicos. Al respecto, no se puede soslayar que la Iglesia postridentina, al reafirmar el carácter sacramental del matrimonio y controlar la institución mediante la fijación de pautas normativas y fiscalizadoras, influyó en la vida íntima de los individuos. Como se verá más adelante, en esta tarea cumplió un papel fundamental la intelligentzia eclesiástica, que difundió y promovió modelos paradigmáticos de conducta adecuados a los propósitos escatológicos de salvación, dentro